miércoles, 28 de febrero de 2018

En la zafra algodonera del Chaco


  
Fue así que en mayo de 2004, partí de Buenos Aires rumbo a la capital de la provincia del Chaco, acompañada por mi hijo Martín que en ese momento tenía trece años. Salimos a la noche, cruzamos el río Paraná por el puente Zárate-Brazo Largo, que siempre es algo muy agradable, atravesamos toda la provincia de Entre Ríos, la de Corrientes, y volvimos a Cruzar el Paraná por el puente General Belgrano hacia la localidad de Barranqueras, para llegar a la terminal de ómnibus de Resistencia en las primeras horas de la mañana.
 Nos alojamos y nos apuramos en ir al Centro a buscar información a diferentes entidades gubernamentales, ya que como en toda ciudad del norte argentino, las actividades comienzan muy temprano, pero al mediodía se cierran oficinas y negocios con el fin de almorzar y dormir una larga siesta. Y nosotros tuvimos que imitarlos porque las calles se comenzaron a vaciar.
Resistencia era una ciudad que siempre me había resultado amigable, no necesariamente a nivel arquitectónico, pero sí a nivel humano. La gente era calma, simpática y muy amable. Y esas cualidades, hoy por hoy, deberían cotizar en bolsa. Tal vez esas particularidades puedan también que ver con su escasa cantidad de habitantes, que para esa época apenas superaba los trescientos cincuenta mil, a pesar del fuerte proceso inmigratorio que se estaba produciendo, y de ser un nudo de comunicaciones a nivel regional.
Había sido fundada en 1878 sobre la base de un asentamiento forestal. Las calles eran espaciosas y las veredas anchas, lo que daba fluidez a la circulación. Pero su proximidad al río Paraná y el ser atravesada por el río Negro, hacía que fuera susceptible de muy frecuentes inundaciones. Su clima subtropical sin estación seca, con precipitaciones de alrededor de 1300 mm anuales, con una pequeña merma en el invierno contribuían a ello.
Y a pesar de que su plaza central se encontrara en el lugar de mayor altitud relativa del sitio, de hecho, el casco estaba emplazado en el valle aluvional del río Paraná, no demasiado distante de la confluencia del río Paraguay, que también solía llevar un gran caudal. Y a esto se le sumaba sus deficiencias de escurrimiento por encontrarse en una hondonada, la impermeabilidad de sus suelos, predominantemente arcillosos, y que muchas lagunas naturales hubieran sido rellenadas para ampliar el ejido urbano. Y, además, a que las obras de infraestructura no respondían a los requerimientos de esta situación.
 Si bien en Resistencia abundaban las plazas, la 25 de Mayo era la más importante. Tenía cuatro hectáreas de extensión y constituía el epicentro de la ciudad. Contaba con una tupida arboleda que proporcionaba buena sombra en un lugar donde las temperaturas podían superar los 45ºC en pleno verano. También rodeando el monumento al General San Martín podían verse varias palmeras a modo de custodia.
 Los pueblos originarios que conformaban la población de la ciudad eran tobas, matacos y mocovíes, pero a ellos se le sumaron europeos, predominantemente del norte de Italia y del sur de Austria. Y la mayoría de los criollos han provenido de la provincia de Corrientes y del Paraguay.
Según estadísticas oficiales más del 60% de la población urbana estaba bajo la línea de pobreza, de la cual casi la tercera parte, bajo la línea de indigencia, lo que la situaba entre las ciudades más pobres del país, siendo el sur del área urbana la que se encontraba en condiciones más desfavorables.
Cuando bajó un poco el sol, salí a caminar con Martín, aunque los negocios aun estaban cerrados. Pero debido a la gran cantidad de esculturas que poseía, que las había por todas partes, las calles constituían un verdadero museo a cielo abierto, lo que nos permitió contemplarlas sin que nadie nos interrumpiera. Y también pudimos visitar El Fogón de los Arrieros, un centro cultural donde se exponían artesanías y objetos de diversa índole.
 Otro de los lugares hacia donde me dirigí por información sobre la zona que pretendía estudiar, fue la Universidad Nacional del Nordeste. Pero al margen de lo específico que fui a buscar, en su hall central, nos encontramos con la exhibición de un gran bloque del meteorito El Chaco, que cayera en Campo del Cielo, en el sudoeste de la provincia, hacía alrededor de cinco mil años, y que era una de las piedras más grandes de las caídas desde el cielo. Nosotros habíamos visto otro de los fragmentos a la entrada del planetario de la ciudad de Buenos Aires.
Una vez concluidas todas las actividades que tenía programadas para la ciudad capital, regresamos a la terminal para tomar un ómnibus que nos llevara a la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña. Y como suele hacerse antes de viajar, pasamos por los baños, donde encontramos el insólito cartel de “SOLO PARA ORINAR”, ya que se contaba con un balde de agua como única descarga. Y como esto ya era de carácter permanente, daba una idea más de las condiciones de precariedad en que se encontraban ciertos servicios públicos.
 Presidencia Roque Sáenz Peña era una ciudad que no contaba con grandes atractivos para mi gusto, salvo su plaza central que se destacaba por sus árboles de grandes hojas, y, por ende, de buena sombra. Algo que nos resultó imprescindible a pesar de estar en el mes de mayo.
 Nuestra estada allí iba a tener como principal objetivo hacer entrevistas a personas abocadas a la producción y comercialización del algodón y de productos del agro, así como las relacionadas con las principales fumigadoras; además de ser el punto de partida hacia la zona algodonera de la ruta provincial número 95.
Una vez finalizadas las visitas y entrevistas en la ciudad, contraté un remis para desplazarme por la zona rural.
Tomamos la ruta hacia el sur, y comenzamos a recorrer los campos donde se estaba llevando a cabo la última etapa de la cosecha del algodón, que había comenzado en el mes de febrero. Desde la ruta veía muchas mujeres trabajando, y algunas con sus hijos atados a la espalda, pero en ninguno de esos sitios nos permitieron ingresar. Era muy común que los grupos familiares completos trabajaran en la zafra, ya que la mano femenina retiraba con mayor delicadeza el copo de la planta, ayudadas por los niños, mientras los hombres armaban y cargaban los fardos.
Uno de los agravantes de esa situación, de por sí muy sacrificada, era que, al registrarse tan altas temperaturas, la cantidad de plaguicidas que se utilizaban era muy superior a los de otras zonas, pero, además, al tratarse de un producto no destinado a la alimentación, nadie se ponía límites en el uso de los tóxicos. Y además de su aspiración, hecho ya totalmente insalubre, al ser tomado el copo con las manos, sin ningún tipo de protección, el veneno era distribuido rápidamente al resto del organismo propio como a los cuerpos ajenos. ¡Y ni qué hablar de los fetos, bebés y niños que acompañaban a las mujeres! Pero ese detalle no era tenido en cuenta absolutamente por nadie.
Y después de dar varias vueltas, nos permitieron ingresar a una plantación entre las localidades de La Tigra y La Clotilde donde sólo trabajaban hombres. Era lógico, ellos prácticamente no hablaban, y mucho menos con una mujer, por lo que lo único que pude lograr fue tomar algunas fotografías y nada más.
Pero allí comprobé lo que expresaba Ramón Ayala, en su rasguido doble, intitulado “El Cosechero”:

El viejo rio que va
Cruzando el atardecer
Como un gran camalotal
Lleva la balsa en su loco vaivén

Rumbo a la cosecha cosechero yo seré
Y entre copos blancos mi esperanza cantaré
Con manos curtidas dejaré en el algodón
Mi corazón.

La tierra del Chaco quebrachera y montaraz
Prenderá en mi sangre con un ronco sapucay
Y será en el surco mi sombrero bajo el sol
Faro de luz

Algodón que se va ... Que se va ... Que se va ...
Plata blanda mojada de luna y de sol
Un ranchito borracho de sueños y amor
Quiero yo

De Corrientes vengo yo
Barranqueras ya se ve
Y en la costa un acordeón
Gimiendo va su lento chamamé

Rumbo a la cosecha cosechero yo me iré
Y entre copos blancos mi esperanza cantaré
Con manos curtidas dejaré en el algodón
Mi corazón

En realidad, dejaban la vida; la de ellos y la de sus hijos. Trabajaban de sol a sol. De ese sol que nos estaba partiendo la cabeza. En ese momento la temperatura superaba de lejos los 30ºC. ¡Inimaginable lo que ocurriría en el mes de febrero! En que según dijeron, la sensación térmica llegaba a 50ºC. Y a eso había que sumarle los insectos y los reptiles que se mimetizaban con la vegetación. Pero allí suero antiofídico no había. Nosotros estábamos rociados en repelente y teníamos la prevención de no internarnos en los surcos más angostos, pero los zafreros no podían tener esos cuidados.
Yo pregunté si no usaban algunas de las maquinarias que había visto en los campos más cercanos a Sáenz Peña, a lo que los capataces me respondieron que la mecanización deterioraba las plantas, pero que además la mano de obra era más barata que el combustible. Ahora bien, que cuando la gente se quejaba de la paga, la amenazaban con reemplazarla con las máquinas. De todos modos, algunos establecimientos ya habían comenzado a reemplazar el algodón por cultivos de soja, y eso les ahorraba al máximo la cantidad de brazos.
Dejamos el remis en La Clotilde, y desde allí tomamos un colectivo de línea, bastante elemental, que nos llevó hasta Villa Ángela, lugar de acopio y comercialización de gran parte de la producción algodonera. Pero en el camino el sol pegaba sobre los vidrios y nos deshidratamos totalmente. Teníamos los labios resecos a pesar de que íbamos tomando líquido permanentemente, y toda la ropa empapada por la traspiración. Así que, al llegar, buscamos un buen hotel para poder reponernos un poco.
Al día siguiente continuamos el periplo observando, fotografiando, tomando nota y haciéndome de toda la documentación que fuera posible.
Y el lugar más representativo que visité fue el hospital. Allí me contacté con algunas cosecheras que iban a atenderse por diversos motivos, y pude recabar información sobre las pésimas condiciones de trabajo a las que estaban sometidas ellas y sus hijitos. A la mayoría les faltaban varias piezas dentales, estaban malnutridas, ojerosas, y todas aparentaban mucha más edad de la que acusaban. Ellas me contaron que habían tenido que trabajar hasta el último día de preñez y que más de una había parido en el mismo campo de trabajo sin ninguna ayuda, ni de médico, ni partera, ni comadrona. Y que, en esas ocasiones, varios recién nacidos no habían podido sobrevivir, y en muchos casos tampoco lo había conseguido la madre. También hablaron sobre las mordeduras de víboras, razón por la cual una de ellas había perdido a su marido, ya que como no tenían cómo resolverlo, los patronos lo habían dejado abandonado a la vera del campo. La mayoría de los relatos eran gravísimos, pero nadie les había dado lugar a que lo denunciaran ni a la policía ni a los medios. Aunque, por otra parte, ellas mismas tenían temor a perder ese miserable trabajo. Todo esto coincidía, lamentablemente, con los datos que indicaban para esa área, las más altas tasas de mortalidad infantil y mortalidad femenina temprana.
Después me atendió el director, un médico de gran trayectoria en el lugar, quien me aseguró que llevaba una estadística paralela a la que le pedían la Provincia y la Nación. Él hizo referencia no sólo a haber encontrado agroquímicos no permitidos en leche materna, semen y sangre, sino que atribuyó una serie de abortos naturales y deformaciones a que las mujeres estuvieran en contacto con agrotóxicos durante el embarazo. Y agregó que esto, si bien afectaba especialmente a los cosecheros, también tenía impacto sobre el resto de la población ya que gran parte de las fumigaciones se realizaban vía aérea.
La realidad era absolutamente patética, y consideré que, como geógrafa, podía aportar con un granito de arena el intentar resolver esa dramática situación. Y fue por esa razón que elegí la zona algodonera del Chaco como tema de investigación de mi tesis doctoral.

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