Fue así que en mayo
de 2004, partí de Buenos Aires rumbo a la capital de la provincia del Chaco,
acompañada por mi hijo Martín que en ese momento tenía trece años. Salimos a la
noche, cruzamos el río Paraná por el puente Zárate-Brazo Largo, que siempre es
algo muy agradable, atravesamos toda la provincia de Entre Ríos, la de
Corrientes, y volvimos a Cruzar el Paraná por el puente General Belgrano hacia
la localidad de Barranqueras, para llegar a la terminal de ómnibus de
Resistencia en las primeras horas de la mañana.
Resistencia era una
ciudad que siempre me había resultado amigable, no necesariamente a nivel
arquitectónico, pero sí a nivel humano. La gente era calma, simpática y muy
amable. Y esas cualidades, hoy por hoy, deberían cotizar en bolsa. Tal vez esas
particularidades puedan también que ver con su escasa cantidad de habitantes,
que para esa época apenas superaba los trescientos cincuenta mil, a pesar del
fuerte proceso inmigratorio que se estaba produciendo, y de ser un nudo de
comunicaciones a nivel regional.
Había sido fundada
en 1878 sobre la base de un asentamiento forestal. Las calles eran espaciosas y
las veredas anchas, lo que daba fluidez a la circulación. Pero su proximidad al
río Paraná y el ser atravesada por el río Negro, hacía que fuera susceptible de
muy frecuentes inundaciones. Su clima subtropical sin estación seca, con
precipitaciones de alrededor de 1300 mm anuales, con una pequeña merma en el
invierno contribuían a ello.
Y a pesar de que su
plaza central se encontrara en el lugar de mayor altitud relativa del sitio, de
hecho, el casco estaba emplazado en el valle aluvional del río Paraná, no
demasiado distante de la confluencia del río Paraguay, que también solía llevar
un gran caudal. Y a esto se le sumaba sus deficiencias de escurrimiento por
encontrarse en una hondonada, la impermeabilidad de sus suelos,
predominantemente arcillosos, y que muchas lagunas naturales hubieran sido
rellenadas para ampliar el ejido urbano. Y, además, a que las obras de
infraestructura no respondían a los requerimientos de esta situación.
Según estadísticas
oficiales más del 60% de la población urbana estaba bajo la línea de pobreza,
de la cual casi la tercera parte, bajo la línea de indigencia, lo que la
situaba entre las ciudades más pobres del país, siendo el sur del área urbana
la que se encontraba en condiciones más desfavorables.
Cuando bajó un poco
el sol, salí a caminar con Martín, aunque los negocios aun estaban cerrados.
Pero debido a la gran cantidad de esculturas que poseía, que las había por
todas partes, las calles constituían un verdadero museo a cielo abierto, lo que
nos permitió contemplarlas sin que nadie nos interrumpiera. Y también pudimos
visitar El Fogón de los Arrieros, un centro cultural donde se exponían
artesanías y objetos de diversa índole.
Una vez concluidas
todas las actividades que tenía programadas para la ciudad capital, regresamos
a la terminal para tomar un ómnibus que nos llevara a la ciudad de Presidencia
Roque Sáenz Peña. Y como suele hacerse antes de viajar, pasamos por los baños,
donde encontramos el insólito cartel de “SOLO PARA ORINAR”, ya que se contaba
con un balde de agua como única descarga. Y como esto ya era de carácter
permanente, daba una idea más de las condiciones de precariedad en que se
encontraban ciertos servicios públicos.
Una vez finalizadas las visitas y entrevistas en la
ciudad, contraté un remis para desplazarme por la zona rural.
Tomamos la ruta hacia el sur, y comenzamos a
recorrer los campos donde se estaba llevando a cabo la última etapa de la
cosecha del algodón, que había comenzado en el mes de febrero. Desde la ruta
veía muchas mujeres trabajando, y algunas con sus hijos atados a la espalda,
pero en ninguno de esos sitios nos permitieron ingresar. Era muy común que los
grupos familiares completos trabajaran en la zafra, ya que la mano femenina
retiraba con mayor delicadeza el copo de la planta, ayudadas por los niños,
mientras los hombres armaban y cargaban los fardos.
Uno de los agravantes de esa situación, de por sí
muy sacrificada, era que, al registrarse tan altas temperaturas, la cantidad de
plaguicidas que se utilizaban era muy superior a los de otras zonas, pero,
además, al tratarse de un producto no destinado a la alimentación, nadie se
ponía límites en el uso de los tóxicos. Y además de su aspiración, hecho ya
totalmente insalubre, al ser tomado el copo con las manos, sin ningún tipo de
protección, el veneno era distribuido rápidamente al resto del organismo propio
como a los cuerpos ajenos. ¡Y ni qué hablar de los fetos, bebés y niños que
acompañaban a las mujeres! Pero ese detalle no era tenido en cuenta
absolutamente por nadie.
Y después de dar varias vueltas, nos permitieron
ingresar a una plantación entre las localidades de La Tigra y La Clotilde donde
sólo trabajaban hombres. Era lógico, ellos prácticamente no hablaban, y mucho
menos con una mujer, por lo que lo único que pude lograr fue tomar algunas
fotografías y nada más.
Pero allí comprobé lo que expresaba Ramón Ayala, en
su rasguido doble, intitulado “El Cosechero”:
El viejo rio que va
Cruzando el atardecer
Como un gran camalotal
Lleva la balsa en su loco vaivén
Rumbo a la cosecha cosechero yo seré
Y entre copos blancos mi esperanza cantaré
Con manos curtidas dejaré en el algodón
Mi corazón.
La tierra del Chaco quebrachera y montaraz
Prenderá en mi sangre con un ronco sapucay
Y será en el surco mi sombrero bajo el sol
Faro de luz
Algodón que se va ... Que se va ... Que se va ...
Plata blanda mojada de luna y de sol
Un ranchito borracho de sueños y amor
Quiero yo
De Corrientes vengo yo
Barranqueras ya se ve
Y en la costa un acordeón
Gimiendo va su lento chamamé
Rumbo a la cosecha cosechero yo me iré
Y entre copos blancos mi esperanza cantaré
Con manos curtidas dejaré en el algodón
Mi corazón
Cruzando el atardecer
Como un gran camalotal
Lleva la balsa en su loco vaivén
Rumbo a la cosecha cosechero yo seré
Y entre copos blancos mi esperanza cantaré
Con manos curtidas dejaré en el algodón
Mi corazón.
La tierra del Chaco quebrachera y montaraz
Prenderá en mi sangre con un ronco sapucay
Y será en el surco mi sombrero bajo el sol
Faro de luz
Algodón que se va ... Que se va ... Que se va ...
Plata blanda mojada de luna y de sol
Un ranchito borracho de sueños y amor
Quiero yo
De Corrientes vengo yo
Barranqueras ya se ve
Y en la costa un acordeón
Gimiendo va su lento chamamé
Rumbo a la cosecha cosechero yo me iré
Y entre copos blancos mi esperanza cantaré
Con manos curtidas dejaré en el algodón
Mi corazón
En realidad, dejaban la vida; la de ellos y la de
sus hijos. Trabajaban de sol a sol. De ese sol que nos estaba partiendo la
cabeza. En ese momento la temperatura superaba de lejos los 30ºC. ¡Inimaginable
lo que ocurriría en el mes de febrero! En que según dijeron, la sensación
térmica llegaba a 50ºC. Y a eso había que sumarle los insectos y los reptiles
que se mimetizaban con la vegetación. Pero allí suero antiofídico no había.
Nosotros estábamos rociados en repelente y teníamos la prevención de no
internarnos en los surcos más angostos, pero los zafreros no podían tener esos
cuidados.
Yo pregunté si no usaban algunas de las maquinarias
que había visto en los campos más cercanos a Sáenz Peña, a lo que los capataces
me respondieron que la mecanización deterioraba las plantas, pero que además la
mano de obra era más barata que el combustible. Ahora bien, que cuando la gente
se quejaba de la paga, la amenazaban con reemplazarla con las máquinas. De
todos modos, algunos establecimientos ya habían comenzado a reemplazar el
algodón por cultivos de soja, y eso les ahorraba al máximo la cantidad de
brazos.
Dejamos el remis en La Clotilde, y desde allí
tomamos un colectivo de línea, bastante elemental, que nos llevó hasta Villa
Ángela, lugar de acopio y comercialización de gran parte de la producción
algodonera. Pero en el camino el sol pegaba sobre los vidrios y nos
deshidratamos totalmente. Teníamos los labios resecos a pesar de que íbamos
tomando líquido permanentemente, y toda la ropa empapada por la traspiración.
Así que, al llegar, buscamos un buen hotel para poder reponernos un poco.
Al día siguiente continuamos el periplo observando,
fotografiando, tomando nota y haciéndome de toda la documentación que fuera
posible.
Y el lugar más representativo que visité fue el
hospital. Allí me contacté con algunas cosecheras que iban a atenderse por
diversos motivos, y pude recabar información sobre las pésimas condiciones de
trabajo a las que estaban sometidas ellas y sus hijitos. A la mayoría les
faltaban varias piezas dentales, estaban malnutridas, ojerosas, y todas
aparentaban mucha más edad de la que acusaban. Ellas me contaron que habían
tenido que trabajar hasta el último día de preñez y que más de una había parido
en el mismo campo de trabajo sin ninguna ayuda, ni de médico, ni partera, ni
comadrona. Y que, en esas ocasiones, varios recién nacidos no habían podido
sobrevivir, y en muchos casos tampoco lo había conseguido la madre. También
hablaron sobre las mordeduras de víboras, razón por la cual una de ellas había
perdido a su marido, ya que como no tenían cómo resolverlo, los patronos lo
habían dejado abandonado a la vera del campo. La mayoría de los relatos eran
gravísimos, pero nadie les había dado lugar a que lo denunciaran ni a la
policía ni a los medios. Aunque, por otra parte, ellas mismas tenían temor a
perder ese miserable trabajo. Todo esto coincidía, lamentablemente, con los
datos que indicaban para esa área, las más altas tasas de mortalidad infantil y
mortalidad femenina temprana.
Después me atendió el director, un médico de gran
trayectoria en el lugar, quien me aseguró que llevaba una estadística paralela
a la que le pedían la Provincia y la Nación. Él hizo referencia no sólo a haber
encontrado agroquímicos no permitidos en leche materna, semen y sangre, sino
que atribuyó una serie de abortos naturales y deformaciones a que las mujeres
estuvieran en contacto con agrotóxicos durante el embarazo. Y agregó que esto,
si bien afectaba especialmente a los cosecheros, también tenía impacto sobre el
resto de la población ya que gran parte de las fumigaciones se realizaban vía
aérea.
La realidad era absolutamente patética, y consideré
que, como geógrafa, podía aportar con un granito de arena el intentar resolver
esa dramática situación. Y fue por esa razón que elegí la zona algodonera
del Chaco como tema de investigación de mi tesis doctoral.
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