En el mes de enero de 2004 fui de vacaciones a
Villa Carlos Paz con mi hijo Martín, mis nietas Ludmila y Laurita, y Luciana,
la mamá de las nenas.
Salimos
de Buenos Aires formando parte de un contingente. Habíamos contratado los
servicios de la empresa EstrellaCóndor, que charteó un micro semicama, y nos
llevó directamente hasta un hotel que estaba a dos cuadras del lago San Roque.
El
lugar estaba muy bueno, el ambiente era muy familiar, y había hamacas y una pileta,
que terminaron siendo los principales divertimentos de los chicos. El comedor
era muy amplio y limpio, y allí teníamos todas las comidas ya que el paquete
incluía pensión completa. Pero el problema era que a Luciana no le gustaban la
mayoría de las comidas, y a Martín todo le parecía poco, por lo que terminaba
comprando algo más en el supermercado para llenar sus barrigas. Pero para esto
debía cruzar por un puente, y una de las veces salí con el cochecito llevando a
Laurita, atravesé un puente sobre el lago y al cruzar la avenida San Martín
donde estaba DISCO, se trabó una de las ruedas en un bache, y allí quedó. Por
suerte la beba no se cayó, pero el cochecito se destartaló de tal manera que no
sirvió más.
Una
tarde, después de un chapuzón, cuando ya el sol había bajado suficientemente,
fuimos caminando despacito hasta el reloj Cu-Cú. Llegamos a las ocho de la
noche, pero aun era de día. El reloj, realizado por el Ingeniero Carlos Plok,
con quien colaboraron los ingenieros Jüergen Naumman y Carlos Wedemeyer, pasó a
ser un ícono de Villa Carlos Paz. Estos profesionales alemanes integraban un
equipo técnico que trabajaba en las Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del
Estado, teniendo a su cargo importantes estudios relacionados con la
fabricación de aviones como el “Pulqui II” a reacción y el biturbohélice “IAE
35”. Plok y Neuman se asociaron para instalar una fábrica de relojes en la zona
de Villa del Lago, donde construyeron este modelo en gran escala. La totalidad
del material utilizado era argentino, y tanto la caja exterior como la máquina
fueron consideradas en su momento como las más grandes del mundo. El reloj se
inauguró el 25 de mayo de 1958. Medía siete metros de altura y la decoración de
la caja, con hojas talladas a mano, fue hecha en madera de raulí. Un gran
pájaro Cu-Cú de madera policromada se asomaba para cantar las horas y las
medias horas, acompañado por un gong gigante.
Luciana
con Ludmila y Laurita en brazos, y Martín junto al reloj Cu-Cú
Otro
día tomamos un colectivo local y camino a Tanti, nos bajamos en Peko’S, un
complejo didáctico de divertimento para chicos, ¿pero por qué no también para
grandes? En cuanto ingresamos, Luciana y Martín quisieron sacarse una foto con
sus cabezas en los burritos, un simpático símbolo cordobés.
Luciana
y Martín como burritos en Peko’S
Después
entramos al salón de los espejos, donde nos reímos mucho al ver cómo nuestras
figuras adquirían distintas formas.
Martín
observando su cara alargada y sus manazas
Los
espejos cóncavos y convexos hacían que, según como nos ubicáramos, pareciéramos
gordos, flacos, estirados o achatados.
La
estiradísima figura de Ludmila que miraba sin comprender
Y
de allí pasamos al laberinto de cristal, donde todos nos perdimos, sin embargo,
Martín rápidamente encontró la salida y volvió a ingresar. Es característica de
los autistas tener un gran sentido de la orientación, y, además, memoria para
hacer tal cual, el mismo recorrido todas las veces que volvió a entrar. Así que
tanto Luciana y yo, como otra gente que estaba perdida, le pedimos
desesperadamente que nos sacara de allí.
Después
pasamos a otros sectores donde había juegos y muestras para todas las edades, y
nos quedamos hasta el cierre, ya avanzada la tarde. Y al cruzar la ruta para
tomar el colectivo de vuelta, encontramos una fábrica de alfajores, que no
pudimos dejar de visitar y comprar varias cajas.
Debido
a la corta edad de las nenas, Ludmila no había cumplido todavía los dos años y
Laurita estaba por cumplir los nueve meses, no hicimos demasiadas excursiones.
Gran parte del día lo pasábamos dentro de la pileta, o bien Martín y Ludmila
iban a las hamacas, aunque la siesta era obligada, porque ni debajo de los
árboles del jardín se soportaban las altas temperaturas. Y si no querían
dormir, dejábamos que jugaran bajo el ventilador, que más de una vez no había
resultado suficiente, por lo que les permitíamos jugar con el agua en el baño,
para que se mantuvieran fresquitos.
El
tío Martín dándole la mamadera a Laurita mientras Ludmila la peinaba
Una
de las salidas que hicimos fue la de La Cumbrecita, lugar que Martín y yo
habíamos visitado en invierno, y que en verano se presentaba mucho más
atractivo. Por la altura, las temperaturas eran muy moderadas y todos los
senderos estaban repletos de flores, y al ser peatonal pudimos caminar con las
nenitas sin sobresaltos.
Ludmila
y Martín caminando por la calle en La Cumbrecita
Almorzamos
tranquilos en un lugar muy agradable disfrutando del paisaje serrano. Y desde
allí bajamos a Villa General Belgrano, donde Luciana se hizo una gran panzada
con las típicas tortas de chocolate.
Por
las noches, después de cenar íbamos al Centro, que era un verdadero loquero.
Casi no se podía caminar por la cantidad de gentes en las calles, pero el gran
atractivo era un pequeño parquecito de diversiones, donde podíamos disfrutar de
los juegos, luego de largas filas, por supuesto.
Ludmila
y Luciana en el parque de diversiones
Martín
disfrutaba mucho de los juegos veloces
Y
antes de regresar a Buenos Aires, como no podía ser de otra manera, pasamos un
día entero en Córdoba Capital, que estaba tan bonita como siempre, con su gran
pérgola sobre la peatonal y sus edificios históricos.
Visitamos
la Catedral e hicimos una recorrida por los principales comercios, donde
compramos recuerdos para el resto de la familia, y los chicos se enloquecieron
con los muñecos de Piñón Fijo, reconocido payaso cordobés.
Fueron
unas lindas vacaciones por el hecho de compartir familiarmente unos días de
descanso, pero a Villa Carlos Paz, tal cual a Mar del Plata, las prefiero en
temporada baja.
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