En noviembre de 2003, se llevaría a cabo en la
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, el XXVI Congreso Nacional y IX Internacional de la Sociedad Chilena de
Ciencias Geográficas. Me interesaba mucho participar, pero la situación
económica en Argentina había mejorado muy poco desde la crisis de 2001, y debido
al tipo de cambio imperante, se nos hacía prohibitivo viajar a Chile.
Pero
mi colega y amiga Camila Quintana Binimelis, me ofreció parar en su casa de
Santiago e ir juntas diariamente a Valparaíso. Yo había conocido a Camila
cuatro años antes en el EGAL de Puerto Rico, luego ella había venido al
Encuentro Humboldt de Buenos Aires, y nos habíamos seguido viendo a un lado y
otro de la Cordillera en los años que siguieron. Además de ser muy estudiosa y
apasionada por aplicar sus conocimientos para resolver cuestiones concretas, me
parecía una excelente persona y con un temperamento muy jovial. Por lo tanto,
acepté la invitación.
Nuevamente
experimenté la emoción de cruzar la Cordillera durante el deshielo. No me canso
de verla. Debo reconocer que los paisajes áridos tienen su encanto, y que, a
pesar de haber nacido en la llanura, me atraen las montañas. Tal vez esa
preferencia provenga de mis ancestros, ya que todos ellos fueron habitantes de
los Apeninos, y la melancolía me la hayan traspasado genéticamente.
Camila
fue a buscarme a la terminal de buses y me llevó a su casa. Allí nos aguardaba
su madre, Cecilia Binimelis, una mujer encantadora. Y como toda mamá, en cuanto
llegamos nos quiso alimentar. Que Camila me ofreciera su casa representaba una
gran hospitalidad, pero que, además, me diera el cuarto de su hijo, ya me
parecía demasiado… ¡Pobre Camilo! Lo mudaron a otra parte de la casa.
Pero
en esa casa había otros habitantes, que eran las mascotas de Camilo. En
el fondo, además de las plantas, estaba el gallo. Pero un gallo muy especial,
que se creía perro. Tal vez porque había sido criado con muchos mimos. Cantaba
cuando llegaba alguien y atacaba a los desconocidos. Así que cuando quise ir al
patio, tuve que hacerlo con los miembros de la familia para que él viera que
todo estaba bien, y ya después no tuve problemas. Me resultó muy simpático y
tal como los dueños de casa, no pude comer pollo durante todo el tiempo que
estuve allí.
Tomando
ómnibus, metro y micro de larga distancia, todos los días íbamos a Valparaíso. El
lugar donde se hizo el Congreso estaba cerca del mar, en una zona de gran
oleaje.
En Valparaíso
Camila me llevó a visitar lugares que no conocía y juntas revolvimos librerías
y ferias de artesanos. Era muy común en esta ciudad encontrar pintores que la
plasmasen tanto en lápiz, carbonilla u óleos, y vendieran sus imágenes a
precios muy módicos.
En esa oportunidad, en el Congreso no había casi
participantes argentinos, pero sí chilenos de todas partes, por lo que me volví
a encontrar con mis amigos, y con muchos de ellos compartí la salida de campo.
Recorrimos
varios cerros donde se manifestaban las diferencias sociales existentes entre
ellos, y además pudimos tener una vista panorámica de la ciudad.
La mayor parte de los cerros se encontraban habitados por población en
condiciones muy precarias. Porque además de los materiales utilizados, se
emplazaban sobre pendientes muy abruptas y no debe olvidarse de que se trataba de
un área de alta sismicidad tanto por intensidad como por frecuencia.
En otros cerros
podían apreciarse nuevos emprendimientos inmobiliarios, pero habría que ver si
las normas de seguridad en la construcción eran las adecuadas.
Como panorama
general la ciudad se veía muy bonita por el marco de la Cadena de la Costa que
la asemejaba a un anfiteatro, pero al acercarnos a cada barrio, la impresión era
muy diferente. No obstante, seguía siendo la ciudad chilena que más me gustaba.
Todos los días
al mediodía sólo comíamos un italiano (sándwich de salchicha con mucha palta,
mayonesa, tomate picado y ají). Pero al regresar, Cecilia nos esperaba con la
“once”, que era el nombre que en Chile se le daba a la merienda. La “once” era
mucho más cargada que un simple té con algo dulce, y muchas veces se hace
alrededor de las siete de la tarde reemplazando así a la cena. Dicen que
originariamente ese nombre se debía a que algunos pedían de ese modo el
aguardiente, que tiene once letras.
Cecilia
Binimelis era una periodista muy comprometida. Muchas de sus denuncias le
habían hecho pasar momentos duros en su vida. Pero continuaba con mucha fuerza
su vocación. Y sabiendo que yo estaba investigando sobre agrotóxicos, uno de
sus temas predilectos, me vinculó con centros de información y me dio
documentos de su archivo personal. Porque a pesar de que se pretendiera
“vender” otra imagen, determinadas problemáticas eran mucho más graves en Chile
que en Argentina. Y el caso de las mujeres que trabajaban en la fruticultura era
paradigmático, no sólo por los efectos directos sobre ellas, sino sobre su
descendencia.
Junto con
Camila y el historiador Patricio Quiroga, visitamos la Universidad ARCIS
(Universidad de Arte y Ciencias Sociales), donde ellos se desempeñaban. Allí
pude conocer a parte del plantel de investigadores y docentes, de gran
reconocimiento internacional.
También
recorrimos los alrededores de Santiago. Zonas que otrora formaban parte del
cordón de vides, estaban ya convertidas en barrios cerrados con sus respectivos
shoppings. Sin duda, el aumento del valor de esas tierras para emprendimientos
urbanos y la diferencia del tipo de cambio con el consecuente abaratamiento de
Argentina, hizo que algunas de las bodegas chilenas, produjeran en la provincia
de Mendoza.
Y ya llegando a
su fin de esta nueva visita a Chile, como despedida fuimos a cenar a un
restorán-museo que guardaba diferentes antigüedades, en especial frascos. Allí
acompañé el cerdo con una ensalada chilena (tomate y cebolla), y de postre,
comí torta con manjar, que era la versión chilena del dulce de leche. En lo que
estuvimos flojas, fue que el brindis lo hicimos con gaseosas en lugar de tomar
un Concha y Toro.
Como en todos
mis viajes trasandinos fueron muy grandes las satisfacciones, por lo que
siempre estoy pensando en volver.
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