“Córdoba, siempre de temporada”. Así decía el slogan que promocionaba el turismo en la provincia, y
realmente no se equivocaban. En todas las estaciones del año se podía disfrutar
de algo especial, por lo que cualquier pretexto era bueno para hacerse una
escapadita. Y fue así que, a mediados de octubre de 2003, con la excusa de
organizar el Encuentro Humboldt que tendría lugar once meses después, partí
junto con Omar y Martín rumbo a Villa Carlos Paz.
Nos hospedamos en el hotel Brisas, frente a la
terminal de ómnibus, y prontamente salimos a recorrer salones, hoteles y
lugares donde comer. Pedimos precios, exigimos condiciones, y contratamos
algunos servicios. Y fundamentalmente, hicimos presentaciones ante diferentes
instituciones de Villa Carlos Paz y de Córdoba Capital, para lo cual el Prof.
Claudio Caneto nos brindó un gran apoyo en todas las gestiones.
Y ya libres de compromisos, aprovechamos para
hacer algunas salidas. Primeramente, tomamos un micro y fuimos vía valle de
Punilla hasta Capilla del Monte, simplemente para recorrerla y llegar al pie
del cerro Uritorco. Todos hablaban sobre los OVNIS, pero un taxista, al que le
tiramos de la lengua, reconoció que se trataba de una estrategia para atraer
turistas. La cuestión era que la gente creía en eso y en la carga energética de
las rocas sobre el organismo, y de allí surgía la venta de una gran cantidad de
productos y servicios.
A la tarde no había un alma por la calle.
Todos los negocios estaban cerrados y terminamos refugiándonos en un bar. Pero
cuando abrieron, las calles se llenaron de gente y el movimiento comercial fue
muy intenso, a pesar de estar en temporada baja. Y antes de que se hiciera de
noche estábamos regresando a Carlos Paz.
Al otro día hicimos la excursión a las Altas
Cumbres, llegando hasta el camino de los túneles desde el cual se veían los
llanos riojanos. El recorrido tan bueno e impactante como siempre, pero mucho
más impactante fue cuando a la hora de almorzar, el vehículo que nos
transportaba se detuvo en una especie de rancho-restorán, donde servían un menú
fijo de empanadas, asado y bebida por un precio elevadísimo. La cuestión era
que no había ningún otro lugar a la redonda, y todo era un desierto. La calidad
de la comida era buena, pero quienes no disponían de ese dinero o bien no
querían gastarlo, se quedaron sin comer, lo que generó un gran revuelo, porque
la empresa no nos había avisado previamente, por lo que nadie había podido
optar por llevarse una vianda.
El día había sido de pleno sol, y al volver,
ya de noche, el cielo estaba cubierto de estrellas. Y cuando habíamos pasado la
Quebrada del Condorito, Martín se tapó repentinamente los oídos y comenzó a
decir: “Trueno…, trueno…, trueno… ¡Está lloviendo…!” Pero el cielo continuaba
estrellado y nadie veía relámpagos ni escuchaba nada. Todos, y en particular el
guía, le dijimos que todo estaba bien, que no iba a llover… Sin embargo, él
insistía y mantenía sus dedos en los oídos. Y cuando dimos la vuelta por la
última curva de la montaña, desde donde ya podía verse Carlos Paz, los
relámpagos comenzaron a iluminarnos dentro del vehículo y una lluvia torrencial
nos obligó a transitar a paso de hombre. Como a todo autista, su elevada
sensibilidad le había permitido percibir y oír a cincuenta kilómetros de distancia,
y tras las laderas de las montañas, semejante tormenta.
Al día siguiente volvió a salir el sol, y
entonces nos dirigimos hacia el sur. En media hora ya estábamos en la ciudad de
Alta Gracia, en pleno valle de Paravachasca.
La combi nos dejó en la plaza Manuel Solares, muy
arbolada y con bancos que permitían sentarse para descansar plácidamente
disfrutando del canto de los pájaros que a esa hora de la mañana podían
escucharse sin sobresaltos.
Y frente a ese espacio verde, se encontraba el
Casco de la Estancia Jesuítica, que en el año 2000 había sido declarado
Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, junto con las otras estancias y la
Manzana de la Compañía: Iglesia, Capilla Doméstica, Residencia de los Padres,
Rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba y Colegio Monserrat.
La Estancia Jesuítica de Alta Gracia fue
destinada por los padres de la Compañía para contribuir al mantenimiento del
Colegio Máximo y del templo en la ciudad de Córdoba. El centro rural estaba
integrado por la Residencia (actual museo), la Iglesia (actual Parroquia
Nuestra Señora de la Merced), el Obraje donde se desarrollaban actividades
industriales, la Ranchería (vivienda de negros esclavos), el Tajamar (dique),
los Molinos Harineros, el Batán (edificio que alberga una máquina movida por el
agua y compuesta por mazos de madera cuyos mangos giran sobre un eje para
golpear, desengrasar los cueros y dar consistencia a los paños) y otras
construcciones que datan de los siglos XVII y XVIII.
Construcciones
jesuíticas en Alta Gracia
En 1643 los jesuitas construyeron un pequeño
dique como reserva de agua que destinaban al regadío de los cultivos. Esa
laguna era conocida con el nombre de Tajamar.
Tajamar de la Estancia Jesuítica de Alta Gracia
Visitamos el Museo de la Ciudad “Dr. Félix
Cafferata”, que contenía la reseña fotográfica de la familia Piñero y
Cafferata, quienes fueran los dueños originales de esa casona ubicada frente a
la plaza, construida en el año 1891. También había documentación referida a la
Estancia Jesuítica, una sala estaba dedicada a la memoria de los gobiernos
municipales y moblaje de diferentes edificios de relevancia histórica, como el
Sierras Hotel, así como una reseña fotográfica de las distintas décadas del
siglo XX en Alta Gracia.
Luego fuimos al Museo del Che Guevara, que
funcionaba desde hacía sólo dos años atrás en la casa que él habitara durante
su niñez, entre los años 1932 y 1943, donde había sido llevado por sus padres
con la esperanza de que el clima seco mejorase su enfermedad respiratoria. Allí
se exhibían el mobiliario, testimonios, escritos, fotografías, recuerdos y
homenajes recibidos por el Che.
Ya avanzada la mañana continuamos viaje e
hicimos una parada en uno de los miradores del dique Los Molinos.
La presa Los Molinos tenía varias finalidades, entre ellas, el abastecimiento
de agua para potabilizar y para riego, la generación de energía eléctrica y la
regulación ante las crecidas.
Allí había varios puestos donde probamos algunos productos de la zona
como quesos, salamines y aceitunas, y después avanzamos un poco más para ver el
vertedero.
Martín en el mirador
del dique Los Molinos
La vegetación de la zona variaba en función de la altitud. En los
valles se presentaban bosques de molle, coco, tala y espinillo; luego el arbustal
de romerillo, carqueja y barba de tigre; y por último un pastizal de altura,
con gramíneas. Y en algunos sectores bajos también podían verse coníferas que
fueran introducidas desde 1940.
Vegetación natural y
coníferas introducidas en el lago Los Molinos
Pasado el mediodía llegamos a Villa General Belgrano. Almorzamos
algunas salchichas en El Ciervo Rojo, chopería y confitería típicamente
alemana, sentados en el patio y bajo una sombrilla. Y antes de regresar a la
combi, compramos algunos souvenirs, incluso remeras con frases alusivas a la
cerveza, cuya fiesta había finalizado apenas una semana atrás.
Con Martín en la avenida
Julio A. Roca, de Villa General Belgrano, pueblo auténticamente bávaro
Y habiendo cumplido con nuestra tarea en la organización y disfrutado
de la primavera cordobesa, regresamos a Buenos Aires, donde nos esperaba una
gran cantidad de trabajo pendiente.
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