domingo, 24 de diciembre de 2017

Córdoba, siempre de temporada


“Córdoba, siempre de temporada”. Así decía el slogan que promocionaba el turismo en la provincia, y realmente no se equivocaban. En todas las estaciones del año se podía disfrutar de algo especial, por lo que cualquier pretexto era bueno para hacerse una escapadita. Y fue así que, a mediados de octubre de 2003, con la excusa de organizar el Encuentro Humboldt que tendría lugar once meses después, partí junto con Omar y Martín rumbo a Villa Carlos Paz.
Nos hospedamos en el hotel Brisas, frente a la terminal de ómnibus, y prontamente salimos a recorrer salones, hoteles y lugares donde comer. Pedimos precios, exigimos condiciones, y contratamos algunos servicios. Y fundamentalmente, hicimos presentaciones ante diferentes instituciones de Villa Carlos Paz y de Córdoba Capital, para lo cual el Prof. Claudio Caneto nos brindó un gran apoyo en todas las gestiones.
Y ya libres de compromisos, aprovechamos para hacer algunas salidas. Primeramente, tomamos un micro y fuimos vía valle de Punilla hasta Capilla del Monte, simplemente para recorrerla y llegar al pie del cerro Uritorco. Todos hablaban sobre los OVNIS, pero un taxista, al que le tiramos de la lengua, reconoció que se trataba de una estrategia para atraer turistas. La cuestión era que la gente creía en eso y en la carga energética de las rocas sobre el organismo, y de allí surgía la venta de una gran cantidad de productos y servicios.
A la tarde no había un alma por la calle. Todos los negocios estaban cerrados y terminamos refugiándonos en un bar. Pero cuando abrieron, las calles se llenaron de gente y el movimiento comercial fue muy intenso, a pesar de estar en temporada baja. Y antes de que se hiciera de noche estábamos regresando a Carlos Paz.
Al otro día hicimos la excursión a las Altas Cumbres, llegando hasta el camino de los túneles desde el cual se veían los llanos riojanos. El recorrido tan bueno e impactante como siempre, pero mucho más impactante fue cuando a la hora de almorzar, el vehículo que nos transportaba se detuvo en una especie de rancho-restorán, donde servían un menú fijo de empanadas, asado y bebida por un precio elevadísimo. La cuestión era que no había ningún otro lugar a la redonda, y todo era un desierto. La calidad de la comida era buena, pero quienes no disponían de ese dinero o bien no querían gastarlo, se quedaron sin comer, lo que generó un gran revuelo, porque la empresa no nos había avisado previamente, por lo que nadie había podido optar por llevarse una vianda.
El día había sido de pleno sol, y al volver, ya de noche, el cielo estaba cubierto de estrellas. Y cuando habíamos pasado la Quebrada del Condorito, Martín se tapó repentinamente los oídos y comenzó a decir: “Trueno…, trueno…, trueno… ¡Está lloviendo…!” Pero el cielo continuaba estrellado y nadie veía relámpagos ni escuchaba nada. Todos, y en particular el guía, le dijimos que todo estaba bien, que no iba a llover… Sin embargo, él insistía y mantenía sus dedos en los oídos. Y cuando dimos la vuelta por la última curva de la montaña, desde donde ya podía verse Carlos Paz, los relámpagos comenzaron a iluminarnos dentro del vehículo y una lluvia torrencial nos obligó a transitar a paso de hombre. Como a todo autista, su elevada sensibilidad le había permitido percibir y oír a cincuenta kilómetros de distancia, y tras las laderas de las montañas, semejante tormenta.
Al día siguiente volvió a salir el sol, y entonces nos dirigimos hacia el sur. En media hora ya estábamos en la ciudad de Alta Gracia, en pleno valle de Paravachasca.
La combi nos dejó en la plaza Manuel Solares, muy arbolada y con bancos que permitían sentarse para descansar plácidamente disfrutando del canto de los pájaros que a esa hora de la mañana podían escucharse sin sobresaltos.
Y frente a ese espacio verde, se encontraba el Casco de la Estancia Jesuítica, que en el año 2000 había sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, junto con las otras estancias y la Manzana de la Compañía: Iglesia, Capilla Doméstica, Residencia de los Padres, Rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba y Colegio Monserrat.
La Estancia Jesuítica de Alta Gracia fue destinada por los padres de la Compañía para contribuir al mantenimiento del Colegio Máximo y del templo en la ciudad de Córdoba. El centro rural estaba integrado por la Residencia (actual museo), la Iglesia (actual Parroquia Nuestra Señora de la Merced), el Obraje donde se desarrollaban actividades industriales, la Ranchería (vivienda de negros esclavos), el Tajamar (dique), los Molinos Harineros, el Batán (edificio que alberga una máquina movida por el agua y compuesta por mazos de madera cuyos mangos giran sobre un eje para golpear, desengrasar los cueros y dar consistencia a los paños) y otras construcciones que datan de los siglos XVII y XVIII.

Construcciones jesuíticas en Alta Gracia


En 1643 los jesuitas construyeron un pequeño dique como reserva de agua que destinaban al regadío de los cultivos. Esa laguna era conocida con el nombre de Tajamar.

Tajamar de la Estancia Jesuítica de Alta Gracia


Visitamos el Museo de la Ciudad “Dr. Félix Cafferata”, que contenía la reseña fotográfica de la familia Piñero y Cafferata, quienes fueran los dueños originales de esa casona ubicada frente a la plaza, construida en el año 1891. También había documentación referida a la Estancia Jesuítica, una sala estaba dedicada a la memoria de los gobiernos municipales y moblaje de diferentes edificios de relevancia histórica, como el Sierras Hotel, así como una reseña fotográfica de las distintas décadas del siglo XX en Alta Gracia.
Luego fuimos al Museo del Che Guevara, que funcionaba desde hacía sólo dos años atrás en la casa que él habitara durante su niñez, entre los años 1932 y 1943, donde había sido llevado por sus padres con la esperanza de que el clima seco mejorase su enfermedad respiratoria. Allí se exhibían el mobiliario, testimonios, escritos, fotografías, recuerdos y homenajes recibidos por el Che.
Ya avanzada la mañana continuamos viaje e hicimos una parada en uno de los miradores del dique Los Molinos. La presa Los Molinos tenía varias finalidades, entre ellas, el abastecimiento de agua para potabilizar y para riego, la generación de energía eléctrica y la regulación ante las crecidas.
Allí había varios puestos donde probamos algunos productos de la zona como quesos, salamines y aceitunas, y después avanzamos un poco más para ver el vertedero.



Martín en el mirador del dique Los Molinos


La vegetación de la zona variaba en función de la altitud. En los valles se presentaban bosques de molle, coco, tala y espinillo; luego el arbustal de romerillo, carqueja y barba de tigre; y por último un pastizal de altura, con gramíneas. Y en algunos sectores bajos también podían verse coníferas que fueran introducidas desde 1940.


Vegetación natural y coníferas introducidas en el lago Los Molinos


Pasado el mediodía llegamos a Villa General Belgrano. Almorzamos algunas salchichas en El Ciervo Rojo, chopería y confitería típicamente alemana, sentados en el patio y bajo una sombrilla. Y antes de regresar a la combi, compramos algunos souvenirs, incluso remeras con frases alusivas a la cerveza, cuya fiesta había finalizado apenas una semana atrás.


Con Martín en la avenida Julio A. Roca, de Villa General Belgrano, pueblo auténticamente bávaro


Y habiendo cumplido con nuestra tarea en la organización y disfrutado de la primavera cordobesa, regresamos a Buenos Aires, donde nos esperaba una gran cantidad de trabajo pendiente.


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