Siempre había
considerado que Chubut era una de las provincias más hermosas de la Argentina,
con una variedad de paisajes que iban desde el mar a la montaña, acompañados
por sus características faunas, desde lobos marinos hasta los cóndores que
sobrevolaban la Cordillera, con climas tanto desérticos como lluviosos, y con
estepas y bosques exuberantes, además de una particular historia que la hacía
rica culturalmente. Pero, sin duda, el climax de la belleza lo constituía el
Parque Nacional Los Alerces que había visitado en el verano del 80, y al que
deseaba regresar para disfrutarlo más detenidamente.
Cincuenta kilómetros
separaban a la ciudad de Esquel de Villa Futalaufquen, donde se encontraba la Intendencia
del Parque sobre el corredor andino-patagónico, tomando primero la ruta número
doscientos cincuenta y nueve para luego acceder a la setenta y uno que lo atravesaba
en sentido sur-norte pasando por todos sus lagos.
En camino hacia el Parque Nacional
Los Alerces por la ruta 259
Intendencia del Parque Nacional
Los Alerces, en el oeste de la provincia del Chubut
La superficie de la
zona protegida superaba las doscientas sesenta hectáreas, incluyendo lagos,
ríos, cascadas y montañas cubiertas de bosques, albergando a uno de los cuatro
únicos bosques de alerces del mundo, siendo precisamente ése el principal
motivo de su creación en el año 1937, proteger a un árbol que corría peligro de
extinción dada la calidad de su madera, de color pardo rojiza, muy dura y
resistente a la putrefacción, por lo que era utilizada para la fabricación de
vigas, postes y embarcaciones, y que por su lento crecimiento no fuera factible
su reforestación.
Sin embargo, el Parque
contaba con otros bosquecillos de diferentes especies, siendo la continuidad y
límite sur de la llamada Selva Valdiviana, ya que si bien su clima predominante
era el templado-frío húmedo, existían diferencias en relación con los pisos
altitudinales característicos de la Cordillera Andina. En la zona más baja, correspondiente
al sector donde se encontraba la Intendencia, la temperatura media anual era de
8°C, con máximas de 24°C en verano y una mínima media de 2°C en el mes más
frío, mientras que los picos de las montañas presentaban nieves eternas. Por
otra parte, debido a que la altura de los Andes Patagónicos era de
aproximadamente 2000 m.s.n.m., existiendo además valles transversales con
dirección oeste-este, podían ingresar los vientos generados en el anticiclón
del Pacífico, que descargaban allí toda su humedad en forma de nieve o lluvia
llegando a cuatro mil milímetros anuales en el oeste y disminuyendo a
ochocientos milímetros sobre el sector oriental.
Por esa razón, además
del alerce (Fitzroya cupressoides) o lahuán, como lo denominaban los mapuche,
existían otras especies como la lenga (Nothofagus pumilio), el coihue
(Nothofagus dombeyi), el ñire (Nothofagus Antarctica), el radal o nogal
silvestre (Lomatia hirsuta), el arrayán (Luma apiculata), y el pehuén
(Araucaria araucana) en las laderas de las montañas hasta los 1500 m.s.n.m.;
mientras que hacia el este, donde las precipitaciones comenzaban a disminuir,
crecían el ciprés (Austrocedrus chilensis) y el maitén (Maytenus boaria), entre
otros.
Pero de todos esos
imponentes árboles, el que siempre me había impactado era el pehuén, también
llamado piñonero, pino araucaria, pino chileno o pino de brazos. Se trataba de
una conífera endémica de los bosques subantárticos, concentrada en zonas muy
restringidas de la cordillera de los Andes, en alturas donde la nieve
permanecía sobre el suelo buena parte del invierno, soportando temperaturas de
hasta -20°C, y en lugares de bajas temperaturas estivales. Era perenne, con
tronco recto y grueso, comenzando sus ramas a varios metros del suelo, siendo
flexibles y con acículas agrupadas hacia los extremos con una espina en la
punta. Existían plantas masculinas y femeninas con diferencias morfológicas en
las placas que formaban la corteza y en los conos, siendo mucho más vistosos
los femeninos. Las semillas, llamadas piñones, eran comestibles y con alto
valor nutricional, habiéndose transformado en la base de la dieta de los
pehuenche. Por el curioso efecto que generaban sus ramas anchas “reptilianas”
con gran apariencia simétrica, se lo solía plantar en los jardines. Su madera era
blanco amarillenta, compacta, liviana y fácil de trabajar, por lo que era muy
cotizada en carpintería, utilizándose para la fabricación de mástiles para
embarcaciones, por lo que desde el siglo XXI se encontraba protegida, ya que
además de la tala indiscriminada, le afectaba la polución.
Además de la
explotación ilegal de la madera, los incendios impedían la recuperación de las
distintas especies arbóreas, que como en todo clima frío eran de crecimiento
lento y tardaban en cubrir las laderas favoreciendo la erosión. Pero otro grave
problema lo constituía la flora exótica que había sido introducida por
pobladores europeos, como la rosa mosqueta, el lupino y la margarita, que
comenzaron a dispersarse por los bordes y claros del bosque, desplazando a las
originarias como las anaranjadas mutisias, los chilcos de flores rojas, las
virreinas de flores liliáceas y los liutos de flores amarillas, también
conocidas como amancay.
Conos femeninos de un pehuen o
Araucaria araucana
Ejemplares de rosa mosqueta en los
jardines de la Intendencia del Parque
En
el Parque existía un conjunto de nueve lagos: el Futalaufquen, el Menéndez, el
Rivadavia, el Krüger, el Verde, el Cisne, el Stange, el Chico, y el Amutui
Quimei, todos de origen glaciario, a excepción del último que fuera originado
por la represa de Futaleufú. Dichos lagos se encontraban conectados por
diversos ríos hasta llegar al Futaleufú, que después de la presa, cruzaba la
frontera con Chile para desembocar en el océano Pacífico a través del río Yelcho.
Después
de un breve paso por el Centro de Informes, en un vehículo comenzamos a bordear
el lago Futalaufquen que presentaba un imponente marco montañoso con tupidos
bosques en sus laderas y nieves perpetuas en sus cumbres.
Lago Futalaufquen y como fondo el
cordón Situación en los Andes Chubutenses
Y
a poco de andar llegamos a un punto donde pudimos divisar el río Arrayanes, que
unía los lagos Verde y Futalaufquen, así como los glaciares de las montañas que
lo circundaban.
Río Arrayanes con el fondo de la
Cordillera Andina
Río Arrayanes en primer plano
Abundante vegetación en los valles
intermontanos
Imponentes glaciares en los
cordones cordilleranos
Nacientes de los ríos con régimen
de deshielo
El
vehículo nos dejó en el estacionamiento cercano a la Pasarela sobre el río
Arrayanes, casi en su nacimiento en el lago Verde. Y mientras la cruzábamos nos
detuvimos unos instantes sobre ella para observar el maravilloso color
esmeralda de las aguas del lugar.
Pasarela del río Arrayanes
Naciente del río Arrayanes en el
lago Verde
Aguas de color esmeralda en las
nacientes del río Arrayanes
Abundante vegetación en las
márgenes del río Arrayanes
Del
otro lado del río ingresamos a la enmarañada selva Valdiviana, donde recorrimos
a pie un sendero donde a partir de la señalización pudimos identificar gran
parte de la flora existente.
Desde la margen derecha del río
Arrayanes
Ramas cayendo sobre el verde río
Arrayanes
Ramas secas producto de la
putrefacción de las raíces
La enmarañada selva Valdiviana
Los arrayanes que le daban el
nombre al río
Martín abrazado a un arrayán
Martín recorriendo el sendero del
bosque
Martín haciendo una pausa en el
camino
Y después de aproximadamente
mil metros de caminata llegamos a un claro donde se encontraba el puerto
Chucao, sobre el lago Menéndez que estaba rodeado de cerros donde se destacaba
el glaciar Torrecillas.
Catamarán en el puerto Chucao
sobre el lago Menéndez
El glaciar
Torrecillas, en el cerro del mismo nombre, contaba con una porción superior
“limpia” y una lengua inferior “sucia”, cubierta por escombros y reconstituida
a partir de avalanchas de hielo, nieve y detritos provenientes de los
acantilados que cerraban el fondo del valle. En el momento en que nosotros nos
encontrábamos allí, enero de 2006, el glaciar contaba con un lago proglacial
que aceleraba la pérdida de hielo por desprendimiento de bloques o témpanos. El
retroceso del frente de hielo se podía evidenciar a partir de la comparación
con fotografías históricas tomadas por el Perito Francisco Pascasio Moreno a
fines del siglo XIX.
Lago Menéndez con el
glaciar Torrecillas como fondo
Detalle del glaciar Torrecillas
Bordeando el lago
Menéndez a pie desde el puerto Chucao, llegamos a una tranquila playita donde
descansamos, tiramos piedritas al lago “haciendo sapitos” sobre las
aguas cristalinas, y tomamos más fotografías del glaciar Torrecillas.
Con Martín en una playita del lago
Menéndez
El glaciar Torrecillas desde la
playita
Continuamos la marcha
para dirigirnos por diversos senderos hasta las márgenes del lago Verde,
siempre rodeados de montañas, bosques y bajo un cielo azul intenso.
Montañas, árboles milenarios y un
cielo azul sin nubes nos acompañaron en el nuevo recorrido
Bordeando el lago Menéndez
Dejando el lago Menéndez por un
estrecho sendero rodeado de liutos de flores amarillas
Liutos de flores amarillas o
amancay, bajo el cielo azul
Detalle de la flor de amancay
Martín en el camino desde el lago
Menéndez hacia el Verde
Detalle del bosque exuberante de
los Andes Chubutenses
Divisando el lago Verde
Llegando al lago Verde
Navegación en gomón por el lago Verde
En
cuanto a la fauna autóctona el Parque mantenía la presencia de pumas,
comadrejitas enanas, zorros grises, pudúes, huemules, ratones, topos, y aves
como las hualas, los macacitos, las garzas brujas, los peuquitos, los patos
espejo, los chimangos, los carpinteros de cabeza roja, los carpinteros pitíos,
los zorzales patagónicos y los cóndores. Y entre los peces autóctonos se
encontraban el pejerrey patagónico, el puyén, la peladilla y la trucha criolla,
mientras que las demás truchas y ciertos salmónidos eran foráneos.
Nos
fue prácticamente imposible hacer avistajes de la rica fauna, salvo de algunas
aves que haciendo silencio en el bosque, pudimos reconocer; pero respecto de
los peces, era una maravilla verlos en las aguas transparentes del lago Verde.
Martín observando peces desde el
muelle del lago Verde
La
pesca deportiva estaba permitida dentro del Parque pero con rígidas
limitaciones en cuanto a la temporada y a las técnicas empleadas, siendo las
truchas, los peces más codiciados tanto por los pescadores locales como por los
procedentes de distantes lugares del mundo.
Pescador deportivo sumergido en el
lago Verde
La temporada de pesca solía
comenzar en el mes de noviembre, extendiéndose hasta fines de marzo
Pato nadando en el lago Verde
Tanto
la riqueza ictícola como la del resto de la fauna y la variedad de la flora
permitieron que los primeros habitantes de la región, que eran cazadores y
recolectores, utilizaran todos los recursos que le brindara semejante ambiente
de lagos y bosques tanto para alimentarse como para vestirse y construir sus
viviendas. Y a pesar de la desarticulación sufrida por la Campaña al Desierto
(1879-1883), algunas familias mapuche continuaban viviendo en las zonas
cercanas al Parque.
Dejando el lago Verde
Vista panorámica del lago Verde
Uno de los cordones que rodeaban al
lago
Emprendiendo el regreso
Imponentes montañas a la vera de
todo el camino
La presencia de arrayanes nos
indicaba la cercanía a la Pasarela
Llegando a las escalinatas que
conducían a la Pasarela
Descendimos las escalinatas…
Y volvimos a cruzar el río
Arrayanes
Omar y Martín en medio de la
Pasarela
Vista del río Arrayanes desde la
Pasarela hacia el sur
Vista del río Arrayanes desde la
Pasarela hacia el norte
Sobre la Pasarela del río Arrayanes
Retomamos
motorizados la ruta setenta y uno rumbo a la Intendencia del Parque, pero
cuando faltaban casi seis kilómetros para llegar, nos detuvimos ante la cascada
Irigoyen, que se presentaba en medio de una abundante vegetación, lo que la hacía
más atractiva.
Cascada Irigoyen en el Parque
Nacional Los Alerces
Pequeño arroyo en el cual se
formaba la cascada
Musgos sobre una de las rocas
contiguas a la cascada Irigoyen
Arribamos
a Esquel tan cansados como fascinados por todo lo que habíamos visto, y ya en
ese mismo momento, decidimos regresar al año siguiente.
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