Yo ya conocía la costa
y la zona cordillerana, pero no así el interior de Chubut, por lo que
averiguamos sobre los servicios que cubrieran el trayecto entre ambos extremos
de la provincia, y nos decidimos por un micro de la empresa Chubut, que hacía
el recorrido durante el día. Nos aclararon que el trayecto no era demasiado
extenso ya que por la ruta número veinticinco que iba bordeando el río Chubut
apenas superaba los setecientos cincuenta kilómetros, el camino estaba en
buenas condiciones y no había grandes desniveles, pero no sólo que hacía varias
paradas regulares para que los pasajeros utilizaran los sanitarios y llenaran
sus bocas, sino que además, se detenía en pleno campo porque la gente subía y bajaba
constantemente, incluso en zonas inhóspitas.
El martes diez de
enero subimos al micro en Trelew, nos sentamos en los primeros asientos detrás
del chofer, y partimos a las ocho de la mañana.
A poco de andar se
desvió por la ruta número treinta y uno hasta llegar a la Villa Dique
Florentino Ameghino, a ciento cuarenta kilómetros, donde bajaron varios
trabajadores. Se trataba de una localidad de alrededor de doscientos habitantes
que se había originado a partir de la construcción del embalse. Además de central
hidroeléctrica, las principales funciones para las que fuera proyectada la obra
era el control de crecidas del río Chubut producidas por los deshielos de los
Andes, y la derivación de caudales para riego.
Espejo de agua del embalse
Florentino Ameghino
Vista panorámica del dique
Florentino Ameghino
Retomamos la ruta
veinticinco donde a pesar de la aridez, encontramos campos inundados producto
de las tormentas de los días anteriores.
Estancia Laguna Grande
Pero de allí en más no
vimos una gota de agua por kilómetros... A medida que avanzábamos hacia el
oeste la sequedad del ambiente se hacía más intensa teniendo como único paisaje
grandes superficies de estepa arbustiva.
Zona árida de Chubut con
estepa arbustiva y blancos cúmulos, signo de buen tiempo
A ciento ochenta y
cinco kilómetros de Trelew se encontraba la localidad de Las Plumas, donde
desde 1928 hasta 1961 había funcionado la estación cabecera del Ferrocarril
Central del Chubut. Cuando desapareció el ferrocarril el pueblo perdió su
identidad ferroviaria para pasar a ser eminentemente ganadero, con una
población para ese entonces, año 2006, de quinientos habitantes.
Ya llevábamos tres
horas de viaje y por eso el micro se detuvo en un parador de ruta donde pudimos
descansar un rato.
Omar corriendo a Martín
como forma de movilizar un rato el cuerpo
Cuando debíamos
regresar al micro, esperé a subir última para pedirle al chofer que me
permitiera permanecer parada sobre los escalones de acceso para poder tomar
fotografías del camino. Y como la mayoría de las veces me lo niegan o lo admiten
refunfuñando, me sorprendí cuando aceptó gustoso, por lo que pude quedarme allí
durante el resto del trayecto con la cámara pegada al parabrisas.
Con la cámara pegada al
parabrisas
Muy entusiasmado con
mi interés por la zona el conductor me indicó que próximo a Las Plumas, en
pleno valle de los Mártires, se encontraba el sitio de la masacre por el cual
el lugar se denominaba así. Que se trataba de un episodio de violencia producido
contra un pequeño grupo de galeses por parte de los indígenas al mando del
cacique Foyel, en el marco de la denominada “Conquista del Desierto”. Y
que aparentemente el brutal asesinato se había debido a haberlos confundido con
espías del Ejército Nacional o bien que trabajaban para el Gobierno. Y
enseguida me dio un papel impreso con un texto escrito por el único sobreviviente
quien había relatado el hecho de esta manera:
(…) “Los cuatro exploradores
éramos Richard B. Davies, Zacarías Jones, John Parry, y yo John Daniel Evans”
(…)
(…) “El sábado cuatro de
marzo (1884) se asomó el sol lentamente en el horizonte y yo agarré el mejor
caballo el Malacara, con el fin de cazar algunas liebres maras que habían por
los recodos del río, algún avestruz o cualquier otro animal que nos
proporcionara carne.
Todo este tiempo habíamos
viajado carabina en mano, pero ahora pensábamos que no sería necesario y así
las pusimos en el carguero menos dos revólveres y sables, de esta manera
viajaríamos más descansados.
Eran dos las carabinas que
habíamos puesto en el pilchero. Después de haber caminado hacia el norte dejé
mis compañeros para que arriaran despacio la caballada siguiendo un viejo
camino indígena, el que se alejaba de las vueltas del río. Agarré dos maras
preciosas y luego de haber viajado seis millas ya venía al encuentro de mis
compañeros tranquilo y sin sospechar nada, seguimos juntos la marcha, llegando
a las inmediaciones donde está la balsa (hoy puente Las Plumas).
Los cascos de nuestros
caballos retumbaban en la tierra dura una especie de laguna seca era esto,
donde se juntaban las aguas de lluvia de la loma, pero en ese momento el
terreno estaba seco y duro.
Yo arreaba la caballada al
lado derecho, Parry a mi izquierda, después John Hughes y último Richard Davies,
formábamos un pequeño círculo para arrear catorce caballos sin pensar en nada,
despreocupados, sin ni siquiera mirar atrás. Cuando de pronto sentimos un
tremendo aullido y grito de guerra de los indios e inmediatamente la
atropellada de los caballos. Eché una mirada hacia atrás y vi sus lanzas
brillar al sol, nos cerraron en círculo; sentí el chuzaso de la lanza en mi
paleta izquierda y antes de que pueda reaccionar vi a Parry caer a tierra con
una lanza clavada al lado derecho y no sé si los otros compañeros estarían
heridos porque hasta ese momento se mantenían sobre sus caballos.
Clavé la espuela en las
costillas del Malacara, rompí el primer círculo de lanzadores y un indio que se
encontraba a retaguardia detrás del círculo tomó su lanza con las dos manos y
me la arrojó; logré desviarla con mi brazo y la vi clavarse en la arena al lado
de mi caballo y antes de que tuvieran una segunda ocasión mi Malacara en dos
saltos había salido de su alcance y disparaba tremendas brazadas a todo lo que
daban sus patas hacia el noroeste y un tropel de indios me seguía.
A unos trescientos metros
adelante corría un zanjón hondo por el cual bajan las aguas de lluvia de la
loma, era un lugar muy conocido por los indios y por mí, sus intenciones eran
arrinconarme contra el zanjón para bolear mi caballo y ese era mi tremendo
miedo.
Yo tenía en mano mi revolver
listo pero de pésima calidad y en su tambor tenía cuatro balas que las reservé
hasta último momento por si fuera capturado.
Estaba bien seguro que a uno
o a dos de ellos bajaría por lo menos.
Me veía acorralado. El
zanjón tenía una altura aproximada de tres metros sesenta, en el fondo del
mismo había arena blanda. El caballo creo que percibió mi intención, y obedeció
a mi desesperada orden, saltó al fondo del barranco y cayó extendido, manos y
patas abiertas. De repente se levantó dando un brinco, yo me mantenía aferrado
al recado del terror que sentía, sin lastimarse, sin detenerse, franqueó el
nuevo obstáculo un barranco más abajo. Resollaba, como pidiendo un poco más de
tiempo.
Con el salto del barranco
puse varios cientos de metros de distancia con el indio, ellos habían buscado
un lugar para poder bajar, y lo único que oía era ‘que el huinca no escape’.
Era consciente que mi caballo ganaba distancia; los veía a los indios como si
estuviesen parados y sólo yo avanzaba. Puse más de mil metros de distancia, los
gritos y aullidos retumbaban en el roquerío.
Aminoré la velocidad de mi
caballo, un sudor blanco corría por las tablas del cogote del Malacara, era una
tarde muy calurosa.
Orienté mi caballo hacia el
sur con dirección al río Chubut por encima de una loma alta y a pique que baja
al río; seguí aguas abajo por unas cortaderas altas y muy tupidas; pensé en un
momento esconderme allí, hasta que llegara la noche.
Pero una voz dentro de mí me
decía ‘No’ y aproveché lo mejor del día que tenía por delante. Hice correr mi
caballo al río, encontré un paso, pero la barranca opuesta era tan alta que el
Malacara cayó de rodillas; desmonté, lo sostuve del cabestro y lo ayudé a salir.
La distancia que me separaba
de los indios era de cuatro millas. Bajé por un cañadón que más tarde se llamó
Cañadón de Harris. La noche me sorprendió en este Cañadón, le di agua a mi
caballo y yo también sacié mi sed; el agua era como una bendición después de
correr por un desierto arenoso y rocoso.
Frené un poco el caballo,
las estrellas titilaban sobre mi cabeza, torcí mi rumbo y tomé como punto de
referencia una estrella que brillaba al norte, viajé toda esa noche y no
sucedió nada, solamente que me asusté mucho cuando me metí en una manada de
guanacos que dormían.
Cuando apareció el lucero en
el norte me sentí mejor al ver que mi camino era exacto.
En esta zona de cañadones es
muy difícil seguir el camino, hay rocas muy altas y murallones a pique” (…)
Valle de los Mártires
Rocas muy altas y
murallones a pique
Relieve amesetado en todo el camino
Como en la mayor parte
de la Patagonia Extraandina las tierras no sólo que no eran fiscales ni estaban
despobladas, sino que estaban ocupadas por enormes estancias dedicadas a la
ganadería ovina. Sin embargo esa zona era la que tenía menor capacidad
ganadera, siendo en algunos casos de sólo cabeza cada cuatro hectáreas.
Ese hecho se debía a
la aridez del lugar y al tipo de pastura, ya que se trataba de arbustos de
escasa altura, achaparrados, espinosos y amargos; y ese bajo rendimiento hacía
que muchos de los campos no contaran con alambrados debido al altísimo costo
que ello demandaría, marcando a los animales y dejándolos pastar por donde pudieran.
Campo de
producción sin alambrado
Y en otros casos, la
ruta cortaba los campos por lo que habiendo alambrados, éstos llegaban hasta el
camino para luego continuar en forma de guardaganado, que consistía en un
enrejado sobre el asfalto que los animales no se animaban a cruzar.
En ambos casos esto
ponía en peligro a los automovilistas causando, sobre todo de noche, graves
accidentes, ya que cuando una oveja se cruzaba, todas las demás la seguían.
Campos con alambrado
Guardaganado en plena ruta
número veinticinco
Tanto por la mala
calidad del alimento como por el relieve desparejo sólo las ovejas podían
adaptarse. Pero justamente se trataba de un tipo de ganado destructor del
bioma, ya que arrancaba la pastura no permitiendo su rápida renovación en un
ambiente seco y con temperaturas extremas.
Relieve desparejo en un
ambiente seco y con temperaturas extremas
Cada tanto se presentaba
algún oasis bajo riego cercano al río Chubut
Pasando por el valle
de las Ruinas accedimos al de Los Altares, a poco más de cien kilómetros de Las
Plumas.
Acceso al valle de Los
Altares a través del de las Ruinas
El chofer me dijo que
el nombre de Los Altares se debía a las formaciones rocosas que se encontraban
a su alrededor conformando elevados bloques producto de movimientos epirogénesis
en el macizo patagónico, que en muchos casos alcanzaban los setenta metros de
altura.
Transitando por el valle de
Los Altares
Conos de deyección formados
al pie de las elevaciones
También agregó que ese
había sido un lugar obligado de huida para los pueblos originarios, cuando
venían siendo exterminados por el ejército expedicionario.
Lugares de refugio para los
pueblos originarios durante la “Campaña al Desierto”
Y luego de casi dos
horas después de haber salido de Las Plumas hicimos otra breve parada en Los
Altares, pequeño caserío con alrededor de doscientos habitantes.
Cercanías del caserío Los
Altares
La zona era una de las
más áridas del país por no llegar casi los vientos del Atlántico y sólo recibir
los del Pacífico, que habiendo descargado su humedad en la región andina,
soplaban con fuerza pero extremadamente secos, lo que explicaba las
particularidades del bioma de la región.
Estepa arbustiva en el
valle de Los Altares
La única fuente de
agua en la zona era el río Chubut, que siendo alóctono, mantenía su caudal a
expensas y deshielos de la región cordillerana.
Cruzando el río Chubut,
única fuente de agua en la zona
Continuamos
ascendiendo lentamente ya que las mesetas iban tomando altura de este a oeste,
y muchas de ellas se presentaban rojizas, signo seguro de la presencia de óxido
de hierro.
Mesetas rojizas por
presencia de óxido de hierro
Y mientras yo miraba
maravillada el paisaje y tomaba fotografías, el chofer me decía que las mesetas
se habían formado durante el Precámbrico y que se habían depositado diferentes
materiales tanto de origen continental como marino, muchas de las cuales
estaban cubiertas por mantos de basalto producto de erupciones volcánicas
durante la era Cenozoica, o por fragmentos de rocas redondeados por el desgaste
y transportados por las aguas del deshielo.
Mesetas acolinadas en Los
Altares
Si bien yo no
desconocía el origen de las mesetas patagónicas quedé perpleja ante las
precisiones que me daba el conductor. Y mucho más me sorprendí cuando de pronto
paró el micro y me invitó a bajarme para poder fotografiar de cerca los
estratos con materiales marinos de la formación que teníamos ante nuestros
ojos.
Estratos con materiales
marinos
Le agradecí el gesto y
lo felicité por todo lo que sabía, y fue entonces que me dijo que en realidad
era uno de los primeros viajes que hacía como chofer, ya que él era guía de
turismo de Puerto Madryn pero que pasada la temporada de las ballenas, se le
hacía imposible vivir con esa sola actividad. Y ahí se comprendían todas sus
actitudes respecto de mis inquietudes, ya que los demás pasajeros viajaban por
obligación, por lo que aproveché al máximo esa impensable excursión guiada.
Luego pasamos por un
valle agrícola formado por la acción erosiva del río Chubut donde podían verse
mesetas tabulares a distancia.
Valle agrícola formado por
la acción erosiva del río Chubut
Nuevamente se detuvo para que
tomara esta fotografía
También el guía-chofer
me indicó que las serranías que veía por encima de las mesetas eran los
Patagónides, que no superaban los dos mil metros de altura pero que poseían una
importante variedad de minerales. Y por otra parte, que gran parte del camino
que estábamos transitando había sido trazado a lo largo de cañadones, que eran
antiguos cauces de ríos capturados por las morenas formadas en los Andes
Patagónicos, y que ahora desembocaban en el Pacífico.
Ambiente de mesetas con los
Patagónides de fondo
Entre Los Altares y
Paso de Indios había cerca de sesenta kilómetros donde se veían más
establecimientos ganaderos. Allí predominaban las razas Merino y Corriedale; la
primera, pura lana de primera calidad, y la segunda de ambos propósitos, lana y
carne. La zona era ideal para lana porque la carne tenía un sabor muy fuerte
debido a la mala calidad de las pasturas, por lo que cuando el animal ya estaba
viejo, le daban esa utilidad para ser consumido por la población local.
La expansión de la
actividad pecuaria en nuestro país había sido la principal causante de las “Conquistas
del Desierto”, ya que se pretendió cambiar hombres por ovejas, dando lugar
a los mayores genocidios de la historia argentina.
La primera de ellas
había sido llevada a cabo entre los años 1833 y 1834 por Juan Manuel de Rosas,
destacado ganadero quien pretendiera “limpiar de indios” a la provincia
de Buenos Aires, para llevar a cabo negocios con Inglaterra, país donde pereciera
durante su exilio. La campaña había sido extremadamente cruenta según el relato
de Charles Darwin, quien en su diario de viaje publicado como “Viaje de un
naturalista alrededor del mundo”, dijera así: “Los indios formaban un
grupo de unas 110 personas (hombres, mujeres y niños); casi todos fueron
prisioneros o muertos, pues los soldados no dan cuartel a ningún hombre. Los
indios sienten actualmente un terror tan grande, que ya no se resisten en masa;
cada cual se apresura a huir por separado, abandonando a mujeres e hijos (…)
Sin disputa, esas escenas son horribles, ¡pero cuánto más horrible es el hecho
cierto de que se da muerte a sangre fría a todas las indias que parecen tener
más de veinte años! Y cuando yo, en nombre de la humanidad protesté, se me
replicó: ‘Sin embargo ¿qué otra cosa podemos hacer? ¡Tienen tantos hijos esas
salvajes!” El sector terrateniente
fue el que le diera sustento a semejante masacre por ser el que más se
beneficiaba con ese proceder, poblando de vacas, caballos y ovejas el otrora
territorio de los Pampas, Ranqueles, Tehuelche y Mapuche.
Pero cuando los negocios
con Inglaterra se incrementaron, especialmente a partir de la introducción del
frigorífico, se hacía necesario consolidar la producción vacuna en la región
pampeana, tanto protegiéndola del ataque de los malones como desplazando los
ovinos hacia la región patagónica.
A finales de 1875, los
“aborígenes del desierto” continuaban con los enfrentamientos en la
línea de la frontera sur de la provincia de Buenos Aires, por lo que Adolfo
Alsina quien se desempeñara como Ministro de Guerra y Marina, luego de dirigir
la defensa militarmente, fue partidario de resolver el “problema del indio”
mediante una política defensiva y no ofensiva, afirmando que emprendería una
campaña contra el desierto y no contra el indio, por lo que en 1876 iniciara la
construcción de la llamada “Zanja de Alsina”, que se extendía por más de
quinientos kilómetros desde el sur de Córdoba hasta Bahía Blanca, y que
consistía en una trinchera de dos metros de profundidad y tres de ancho con un
parapeto de un metro de alto por cuatro y medio de ancho, guarnecida por una
serie de fortines, muchos de ellos comunicados con sus comandancias por el
telégrafo, elemento de tecnología de punta para la época. Pero ante la muerte
repentina de Alsina en 1877, Julio Argentino Roca asumió su cargo,
desarrollando un plan opuesto que consistía en aplicar una táctica ofensiva
llevando la guerra al territorio indígena a través de un avance general, por considerar
que la única solución consistía en exterminarlos, subyugarlos o expulsarlos, lo
que fue autorizado por el Congreso Nacional financiando la campaña mediante la
venta anticipada de las tierras ganadas al indio, creándose simultáneamente la
Gobernación de la Patagonia, con asiento en Mercedes de Patagones (Viedma).
A finales de 1878
comenzaron las olas de “limpieza” en la zona entre la Zanja de Alsina y
el río Negro a través de ataques sistemáticos y continuos. Pero cuando Roca
asumió la Presidencia de la Nación en 1880 creyó que era imperativo proseguir
la campaña hacia el oeste y hacia el sur, incorporando las tierras del Neuquén
en 1882 y llegando hasta el río Chubut a fines de 1884, aunque algunos grupos
menores continuaron huyendo hasta 1888. De ahí la confusión y el odio con el
blanco que ocasionara la masacre de los galeses.
A pesar de los
cuestionamientos que pudieran recibir los genocidas Rosas y Roca han sido
homenajeados a lo largo de la historia argentina a través de actos, monumentos,
topónimos, y hasta se los ha incluido en los billetes de nuestra moneda
nacional.
Además de la destrucción
a nivel humano que indirectamente produjo, el ganado ovino contribuyó a
desertificar aún más a la estepa patagónica no sólo por su forma de obtener el
alimento sino por sobrepastoreo y sobrepisoteo, además de dejar relegado al
guanaco, antiguo habitante de ese ecosistema.
Tranquera de estancia
patagónica cortando el camino
En esa zona el clima
era muy similar a la del resto del recorrido, pero aumentaba la amplitud
térmica no sólo entre las estaciones sino entre el día y la noche, habiéndose registrado
una máxima de 38,3°C durante un verano y una mínima absoluta de -24,2°C en un
invierno, a pesar de haber cada tanto un área de regadío con plantaciones de
frutales y hortalizas con temperaturas más moderadas.
Área de riego en el valle
medio del río Chubut
Siendo casi las dos de
la tarde llegamos a la terminal de Paso de Indios, donde nos detuvimos un buen
rato para “almorzar”, si se podía llamar así a un sándwich de pan de
campo con salamín acompañado por una gaseosa.
Nuestro micro en la terminal de
Paso de Indios, en el centro de Chubut
Paso de Indios era un
pueblo muy pequeño, que en 2006 contaba con apenas mil doscientos habitantes,
pero continuaba siendo un buen lugar de abastecimiento de alimentos y
combustible tal como en tiempos pasados fuera una posta en el camino del
desierto.
Paso de Indios, antigua posta en
el camino del desierto
El primer asentamiento
con visos de población fue Manantiales, un paraje como todos los de la época,
con una posada, una oficina de registro civil y policía, conformado por dos
familias, los Terán y los López, a los que se sumaba la figura de una señora
que atendía la fonda: Doña Ramona, un grato recuerdo entre los viajeros de la
época. En 1899, Eluned Morgan, destacada escritora chubutense hija de Lewis
Jones, uno de los líderes de la colonización galesa, describió a ese manantial,
de la siguiente manera: “No habita nadie en un radio de cientos de millas de
este pequeño arroyo, pero para los cansados viajeros, es como un rayo de luz
del paraíso y su música es como el batir de alas de los ángeles…”
El nombre de Paso de
Indios, distante unos doce kilómetros de Manantiales, fue impuesto por los Rifleros
del Chubut, una expedición de unos cinco mil kilómetros realizada entre
octubre de 1885 y febrero de 1886, por el gobernador del Territorio Nacional
del Chubut, Luis Jorge Fontana, el baqueano John Daniel Evans y treinta
jinetes, en su mayoría galeses.
A principios del siglo
XX, Paso de Indios se conocía como La Herrería, debido que como sugerencia de
los viajeros que transitaban el camino entre la costa y la cordillera y
viceversa, don Teodoro Strobl instalara un taller para solucionar los problemas
que continuamente se presentaban en los carruajes, por el estado de los
incipientes caminos. Pero ya en la década del treinta, el lugar fue perdiendo
importancia con el advenimiento del automóvil por lo que la herrería fue vendida,
y se construyeron un hotel y una estación de servicio de YPF, para en los años
cuarenta, instalarse el edificio de la Policía y el Juzgado de Paz.
Monolito de ingreso a Paso de
Indios
Continuamos
desplazándonos por la más que interesante ruta veinticinco y el chofer volvió a
parar en la banquina para que yo pudiera tomar una fotografía de cerca de los
efectos de la erosión mecánica que se veían al pie de una de las mesetas.
La erosión mecánica es
característica de las zonas áridas ya que las altas variaciones de temperatura
entre el día y la noche imprimen a las rocas fuertes contracciones y
dilataciones, que provocan fisuras, y con el tiempo, su fragmentación.
Meseta estratificada con rocas
partidas como efecto de la erosión mecánica
Algo que me atraía
mucho de las formaciones geológicas sin vegetación era que a partir de la
coloración de sus rocas, se podía vislumbrar a simple vista parte de los
minerales que las conformaban. Y así como las tierras rojas indicaban la
presencia de óxido de hierro, las verdes mostraban el dihidróxido de carbonato
de cobre, más conocido como malaquita.
Formación estratificada con
alto contenido de óxido de hierro
Meseta estratificada con presencia de óxido de
hierro y dihidróxido de carbonato de cobre
Ladera mostrando tanto
óxido de hierro como malaquita
En medio de un área
absolutamente seca, cada tanto encontrábamos mallines, también conocidos como
vegas, que se trataba de praderas herbáceas desarrolladas sobre suelos cargados
de humedad a partir de un curso de agua que podía o no ser permanente, los que
constituían una importantísima fuente de recursos ganaderos.
Mallín o vega en el camino
entre Paso de Indios y Colán Conhué
Los animales típicos
de la meseta chubutense eran el guanaco, el choique o ñandú, la mara o liebre
patagónica, el puma o león americano, el zorro gris, el zorrino, el águila
mora, el aguilucho común, los jotes y los caranchos. Sin embargo, hasta el
momento, no había visto a ninguno de ellos. ¡Y de pronto! ¡Un choique!
El choique o ñandú de
Darwin (Pterocnemia pennata) tenía una altura aproximada de un metro, siendo
más bajo que el ñandú común (Rhea Americana), y destacándose como buen corredor
ya que alcanzaba una velocidad de sesenta kilómetros por hora. Como todos los
de su especie, era muy agresivo mientras empollaba sus huevos, que estaba a
cargo del macho. Pero se encontraba en vías de extinción no sólo por la
extensión de la frontera pecuaria que acotaba su hábitat natural sino por la
caza indiscriminada con el fin de extraer cueros y plumas para la exportación.
Uno de los principales mercados de Argentina lo había constituido Brasil que
demandaba plumas para sus festejos de Carnaval. Y si bien en 1986 la Secretaría
de Agricultura, Ganadería y Pesca había prohibido su comercialización, el
comercio ilegal continuó hasta que en 1992 se lo incluyera en el Apéndice II de
la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Flora y
Fauna Silvestre.
A pesar de lo borroso de la
imagen, es mi único documento sobre la aparición de un choique
Ya llevábamos casi una
hora y media desde que habíamos parado cuando llegamos a Colán Conhué, a ciento
veinte kilómetros de Paso de Indios.
Colán Conhué, cuyo
significado era “lugar donde comienzan las aguas estancadas”, era una
comuna rural que en 2006 no llegaba a doscientos cincuenta habitantes. Pero pese
a su escasa población, la localidad era un paso obligado para los viajeros que
se desplazaban entre ambos extremos de la provincia, así como centro de
servicios para muchos ganaderos de la zona por contar con lugares de
abastecimiento de gran variedad de mercaderías, juzgado de paz, un destacamento
policial, un puesto sanitario, y una escuela que poseía el régimen de internado
para niños procedentes de distintos parajes de los alrededores.
Una de las callejuelas de
Colán Conhué
Y en un
boliche-almacén de ramos generales volvimos a tener una parada para tomar algo
caliente ya que siendo las cuatro de la tarde, la temperatura comenzaba a
disminuir.
Un proveedor llevando
mercadería al almacén de ramos generales de Colán Conhué
Peones de estancia junto al
boliche-almacén de ramos generales de Colán Conhué
Continuamos rumbo a
Gualjaina, dejando ya la zona de las mesetas para, de allí en más, bordear los
Patagónides, donde aumentaba considerablemente la cantidad de estancias.
Matas achaparradas en
primer plano y detrás, los Patagónides
Estancia que atravesaba la
ruta al pie de los Patagónides
Torres de trasmisión del
complejo hidroeléctrico de Futaleufú dentro de una estancia
Ovejas corriendo por otro
mallín al pie de los Patagónides
De Colán Conhué a Gualjaina
había doscientos cuatro kilómetros que recorrimos en tres horas.
Llegando a Gualjaina
Sierra Hualjaina
perteneciente al sistema de los Patagónides
El neneo (Mulinum
spinosum), un arbusto característico de los Patagónides
Gualjaina, nombre de
origen puelche que significaba “abra” o “cañadón”, contaba con
cerca de ochocientos habitantes, que además de trabajar en las estancias,
cultivaban algunos productos para su subsistencia. Allí subieron y bajaron
pasajeros, y volvimos a hacer una nueva pausa antes de llegar a destino.
Pequeña área de cultivos a
la vera del río
Cortina de álamos como reparo del
viento a la producción agrícola
La estepa ya se presentaba
con mayor densidad de matas
Faltaban sólo noventa
kilómetros para llegar a Esquel pero la velocidad debía ser reducida porque
comenzábamos a transitar por una zona de curvas y desniveles característica del
piedemonte de la cordillera. Estábamos agotados, especialmente yo, que
continuaba parada junto al parabrisas. ¡Ni qué hablar del chofer que no había
tenido reemplazante! Sin embargo, los Andes Patagónicos, majestuosos como
siempre con sus nieves eternas, nos hicieron olvidar del cansancio. ¡Un paisaje
espectacular!
En primer plano un mallín dentro
de una estancia y al fondo la Cordillera de los Andes
El paisaje había
cambiado por completo, la estepa y el bosque de coníferas se combinaban en los
piedemontes de la cordillera y en los valles glaciarios.
Estepa y bosque de
coníferas al pie de los Andes Patagónicos
Habíamos pasado del
nivel del mar a más de quinientos cincuenta metros, ascendiendo a través de
valles y mesetas, y ya teníamos ante nuestra vista los cordones Nahuel Pan y
Esquel, lo que indicaba que estábamos poniendo fin a un fascinante viaje. Y nos
parecía lamentable que semejante circuito no figuraba en ningún folleto de
turismo de Argentina, como tampoco en los recomendados por las oficinas de
turismo de Chubut.
Montañas con nieves eternas
que rodeaban a Esquel, con los estratos del atardecer
Eran las veintiuna
cuando arribamos a la moderna terminal de ómnibus de Esquel, pero aun no era de
noche debido a la latitud y al mes del año en que nos encontrábamos.
Tomamos un taxi y
fuimos hasta un hotel céntrico donde dejamos los equipajes y salimos a cenar a
un restorán cercano. Y mientras compartíamos la mesa, no podíamos dejar de
comentar todo lo que habíamos visto durante el día. Había sido una jornada
verdaderamente inolvidable.
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