miércoles, 11 de julio de 2018

A la Villa de Merlo por el Encuentro Humboldt


Entre el 19 y el 23 del mes de setiembre de 2005, se realizaba en la Villa de Merlo, provincia de San Luis, el VII Encuentro Internacional Humboldt. Así que el viernes 16 a la noche partimos en un micro de la terminal de ómnibus de Retiro, Omar, mi hijo Martín, mis padres y yo. El ómnibus tomó la ruta nacional número ocho, y vía Río Cuarto, llegamos a la Villa de Merlo a la mañana del sábado 17.
Habíamos reservado varias habitaciones en la Hostería Argentina donde nos instalamos, justo en diagonal a la vieja terminal de ómnibus, a quince cuadras del lugar donde se realizaría el Encuentro.
 Estaba bueno contar con un tiempo de relax antes de comenzar las actividades debido al stress que traíamos desde Buenos Aires, ya que justamente uno de los mayores atractivos de Merlo era el clima, que se caracterizaba por su escasa regulación marítima, por lo que la amplitud térmica era elevada, no sólo entre el día y la noche sino también entre las estaciones. Era así como en verano las temperaturas podían alcanzar los 35ºC, mientras que en el invierno llegaban a registrarse hasta 5ºC bajo cero. Y debido a que los días de sol llegaban a más de trescientos al año, las tardes del invierno solían ser muy agradables. Pero una de las características más relevantes del Microclima Merlino era la de ser el tercero a nivel mundial después de los registrados en California y Suiza, que actuaban en forma benéfica en la salud humana. Dicho microclima se formaba a partir de diferentes factores. Uno de ellos era la ozonización de la atmósfera, es decir, que contaba con proporciones de ozono más altas que las normales debido a que la desintegración del granito anfíbol (constituido por Uranio y Torio) que se encontraba en las sierras, producía un cambio en la composición molecular del oxígeno integrando cada molécula con tres átomos y generando consecuentemente una cámara hiperbórica natural, siendo el olor característico que quedaba en el aire después de la lluvia. Otro factor era la ionización, fenómeno por el cual los átomos se transformaban en iones, es decir, adquirían o perdían uno o más electrones, y por lo tanto, poseían una o más cargas elementales positivas o negativas; y la Villa de Merlo era una de las regiones del mundo que contaba con mayor porcentaje de ionización negativa, produciendo un efecto energizante y estimulante en el ser humano. Sumado a esto, al desintegrarse el granito anfíbol, desprendía nitrógeno que al entrar en contacto con el oxígeno de la atmósfera, producía óxido nitroso, que por vía de inhalación generaba sensación de bienestar a las personas. Pero también se manifestaba radioactividad en forma natural en la atmósfera merlina, a partir de su condición de uranífera. Y todo esto era considerado como un gran aporte para la oxigenación del cerebro, que era lo que estábamos necesitando.
Y además se sumaba que en la Villa de Merlo, la hora de la siesta se consideraba sagrada, lo que era un muy buen pretexto para dedicarle a Morfeo mayor cantidad de horas al día. 
Ya al día siguiente estábamos en condiciones de salir a pasear y optamos por el denominado Circuito Sur, que se trataba de todos los pueblos a la vera de la ruta número uno, al oeste de la sierra de Comechingones.
La forma y el origen de las sierras de los Comechingones eran similares a las de las sierras de San Luis, por conformar ambos macizos parte de las Sierras Pampeanas, que fueron formadas en el Paleozoico Medio y reactivadas por la Orogenia Andina. Por esa razón tenían forma disimétrica con abrupta pendiente hacia el oeste, observable desde el valle de Concarán, y un suave declive hacia el este, en territorio cordobés, introduciéndose imperceptiblemente en la llanura Pampeana. Y en este sector conformaban un prolongado paredón montañoso que presentaba dirección norte-sur por cuyo borde occidental corría el límite con la provincia de Córdoba, decreciendo las alturas en la misma dirección. Mientras el cerro Toros Muertos medía 1940 metros, el cerro del Horno llegaba a los 1635 metros, para terminar en el arroyo La Punilla como una pequeña manifestación serrana. La cubierta vegetal ascendía hasta los 1300 metros, y por las laderas descendían arroyos a la vera de los cuales se habían asentado los principales pueblos.
Habiendo recorrido apenas siete kilómetros, ya estábamos en Carpintería. Las raíces del pueblo se remontaban al año 1712 con el primer reparto de tierras a familias tradicionales, cuyos descendientes continuaban viviendo en la localidad. Sin embargo, la fundación del pueblo era considerada recién en 1856. 
En el siglo XVII, los dominicos provenientes de San Juan, en la antigua estancia “Las Tablas”, desarrollaban actividades relacionadas con la madera, construyendo en rudimentarios talleres, sus carretas para comercializar con la provincia de Córdoba. 
En el momento que llegamos allí el pueblo no tenía más que seiscientos habitantes. Y era tan apacible que hasta andaban a caballo por las calles linderas a la plaza.
 En sólo cinco kilómetros más estábamos en Los Molles, lugar denominado así debido a estar rodeado de estos árboles de hojas perennes, que eran ampliamente usados en la medicina tradicional. Los lugareños nos explicaban que su corteza y resina tenían propiedades antiespasmódicas y cicatrizantes, como que también las utilizaban para aliviar las caries; mientras que los frutos frescos en infusión se tomaban como diurético; que las hojas secas expuestas al sol se utilizaban como cataplasma para aliviar el reumatismo y la ciática; y que al frotarse la semilla en la piel generaba una sustancia que alejaba a los mosquitos. Pero además de los usos locales, industrialmente el molle se utilizaba como materia prima de dentífricos, perfumes y jabones. Este árbol era conocido en otras regiones como aguaribay, gualeguay, anacahuita, pirú, pirul o falso pimentero. 
Todos los pueblos localizados al borde de la sierra de los Comechingones conservaban las costumbres y el saber popular de la provincia de San Luis, lo que se estaba perdiendo en la Villa de Merlo, siendo rechazado por los viejos pobladores, quienes decían que los que venían de grandes ciudades no sabían leer los secretos de la Naturaleza. 
Y al cruzar el arroyo Los Molles, vimos el desvío hacia el balneario El Talar, pero continuamos camino porque la temperatura no estaba como para darnos un chapuzón.
En el kilómetro catorce, ingresamos al establecimiento “Don Francisco” que se dedicaba al cultivo de hierbas aromáticas, destinadas tanto a gastronomía como a perfumería y farmacia.
Y además de visitar los campos, estuvimos también en los galpones de acopio.
La planta, que se especializaba en aceites esenciales para masajes, perfumes y condimentos, permaneció cerrada durante la Convertibilidad. Y en ese momento había re-iniciado sus actividades destinando parte de la producción a la exportación.
Entre las hierbas destinadas a la alimentación se destacaban el romero y el orégano. Y si bien el clima de la zona favorecía el secado natural, al desarrollarse en grandes proporciones, era esencial la utilización de hornos que aceleraran el proceso.
 Volvimos a la ruta y antes de llegar a Cortaderas, nos desviamos hacia el este para visitar Villa Elena, el lugar más top de la zona. La villa estaba enclavada al pie de la sierra de Comechingones, a unos veinte kilómetros de Merlo, y contaba en ese momento con una población estable de alrededor de doscientos habitantes. A ese lugar se lo conocía antiguamente como Quebrada del Molino, debido a que en sus cercanías existía un molino propiedad de los primeros pobladores.
Sin duda el lugar era muy apacible y las construcciones estaban hechas con muy buen gusto, contando con infraestructura suficiente para pasar veraneos absolutamente alejados del resto del mundo. Pero los precios, tanto de terrenos como de servicios eran considerablemente mayores que en el resto de la región. 
Desde allí, sin parar hasta Villa Larca…, a treinta y cinco kilómetros de Merlo, y continuando por la ladera occidental de la sierra de los Comechingones. 
Ya en Villa Larca comenzamos a caminar hacia el este por senderos que iban bordeando al río.
 Sin darnos cuenta, estábamos ascendiendo por la ladera de la sierra… Y tras caminar alrededor de seiscientos metros, alcanzamos el Chorro de San Ignacio.
El Chorro de San Ignacio era una cascada de dieciocho metros de altura, que nacía en la sierra de Comechingones.
La cascada terminaba en una pequeña hoya que luego confluía en el río de la zona.
Si bien visualmente la cascada pareciera no ser muy atractiva, el lugar escondido donde se encontraba, junto a la pared de la montaña, hacían que tanto el sonido del agua como el canto de los pájaros fueran una verdadera caricia para los oídos. Y a pesar de no tener voluntad de regresar, debimos hacerlo porque el sol ya estaba bajando y nos quedaban otros lugares por conocer.
Y en el camino de vuelta, recogimos algunas rocas, muchas de las cuales tenían grandes láminas de mica.
Continuando hacia el sur, me puse a fotografiar nubes que parecían grandes copos de algodón. A unos enormes cúmulos que indicaban buen tiempo le siguieron algunos cirros que ocuparon toda mi atención. 
Y ya en el kilómetro cuarenta y tres, estábamos en Papagayos, un lugar de especial atracción por la cantidad de palmeras Caranday, que se caracterizaban por crecer en suelos áridos y pedregosos.
La primera referencia a un palmar apareció una centuria después de la conquista de la región, en una carta de un jesuita mendocino que sólo los mencionó para el territorio de San Luis:
“(…) la palma cuyana (…) en su configuración y estructura, tiene semejanza con varias especies que de este vegetal tienen los reinos y provincias vecinas. No es de extraordinaria elevación su estatura. Crece formando siempre su tronco desnudo de ramazón que sólo conserva en su parte más alta y superior, y que le sirve como de copa. La madera de la palma no es sólida ni fuerte, antes medulosa y hebrosa, así sólo puede usarse de ella para postes de corredores bajos, o para los techos de casas campesinas que no llevan un peso más que de ordinario en su cubierta. Se halla sólo en la jurisdicción de San Luis”.
Papagayos era un pueblo que en ese entonces tenía algo más de trescientos habitantes, y que se veía en crecimiento. Todas las actividades de su población giraban en torno a las palmeras de las cuales sacaban una serie de productos artesanales.
Cuando preguntamos acerca del origen del nombre del pueblo, nos dieron dos versiones. Una de ellas era que la palabra derivaba de una planta silvestre utilizada medicinalmente por los Comechingones, llamada por ellos Papa-Gallo; mientras que la otra sostenía que los conquistadores habrían confundido una especie de Loro Barranquero típico de esas tierras con la especie tropical, implantándose así el nombre de Papagayos. 
El lunes 19 a la mañana comenzaba el Encuentro en el salón del hotel El Hornero, por lo que bien tempranito todos estábamos allí. 
Mi padre hizo la presentación del Acto de Apertura, tal como en otras oportunidades, oficiando como relator. Y luego, expusimos todos quienes formábamos parte de la mesa. 
Asistieron colegas de casi toda la Argentina y de gran parte de América Latina. 
Muchas veces, antes o después de asistir al Encuentro, aprovechábamos para tomar algo en un bar tradicional, frente a la plaza principal. 
Y en medio de la semana, algunos de los participantes hicimos una excursión hacia el norte de la Villa de Merlo, pasando así a la provincia de Córdoba.
Primeramente llegamos a Mina Clavero, a ciento diez kilómetros de Merlo, donde almorzamos, luego hicimos una breve parada en Cura Brochero, y con el solcito en la cara nos pegamos una siestita al atravesar la Pampa de Pocho. Pero al llegar a la Capilla de Nuestra Señora del Rosario de Las Palmas nos despertaron. El templo databa del siglo XVII y era el más antiguo en la zona. Y si bien su techo a dos aguas y el campanario lateral habían sido reconstruidos, no estaba en buen estado de conservación.
Más adelante comenzaría el camino de los Túneles, que se trataba de diecisiete kilómetros en zona de cornisa, construido en 1950 para unir a la provincia de La Rioja con la Pampa de Pocho y las Sierras Grandes. Y al llegar al mirador en la Quebrada de Mermela, los cóndores nos sobrevolaban y debido a la diafanidad del día, pudimos ver los llanos riojanos.
Los días subsiguientes continuamos asistiendo al Encuentro, donde además de los paneles y ponencias, hubo presentaciones de películas con debate, abiertas a todo el público local.
Y el viernes 23 a la noche, se hizo una cena de despedida, después de la cual brindamos por próximos encuentros.
La actividad académica había finalizado, pero nosotros decidimos permanecer un poco más, por lo que el sábado 24 lo destinamos a hacer otro paseo que teníamos pendiente.
Salimos hacia el sudoeste para conocer el Aeropuerto Internacional Valle del Conlara, aquel que se había inaugurado inoportunamente el 20 de diciembre de 2001, momentos después de que Fernando de la Rúa abandonara la Casa Rosada definitivamente. ¡Semejante obra y casi abandonada!, ya que sólo había vuelos viernes y domingos, con una aeronave de poca monta, charteada por los comerciantes de la Villa de Merlo.
Luego tomamos la ruta número ciento cuarenta y ocho, y nos desplazamos hacia el sur, por la región del espinal. 
Y si bien en esta zona predominaban los bosques xerófilos, debido a la explotación agrícola-ganadera que se venía realizando desde tiempo atrás, sólo quedaban en pie algunas especies arbustivas que servían como testigos.
Varios establecimientos de la zona se dedicaban a una producción mixta, en la cual no solamente tenían ganado, sino también frutales y aromáticas.
 Y a sesenta kilómetros de la Villa de Merlo, llegamos a la localidad de Concarán, que en ese momento contaba con alrededor de cinco mil habitantes.
Si bien a mediados del siglo XIX era importante como posta entre San Luis y Buenos Aires, su crecimiento tuvo directa relación con la apertura de la Mina de los Cóndores, que iniciara la explotación de tungsteno a principios del siglo XX, momento en el cual comenzaron a llegar gran cantidad de inmigrantes especializados en minería. 
El pueblo se encontraba en las proximidades del río Conlara, que nacía en las sierras de San Luis, corriendo en sentido sur-norte.
El cauce del Conlara era muy ancho y vadeable, y además del típico estiaje del invierno, sufría captación de sus aguas por muchos canales de riego. 
Prontamente nos dirigimos hacia la Mina de los Cóndores, explotada sucesivamente por alemanes y norteamericanos, que llegara a ser el emprendimiento de explotación de tungsteno más grande del país y el segundo en Sudamérica. Con sus quince kilómetros de túneles y sus cuatrocientos metros de profundidad, ya no estaba en producción, sino que formaba parte del denominado turismo minero. 
Primeramente visitamos al sector donde se encontraba un pequeño museo y luego se nos entregaron los elementos necesarios para el acceso al túnel: impermeable, botas, casco y linterna.
Cuando todo estaba en su esplendor, los minerales eran transportados en vagonetas a través de una trocha económica.
Y tomando ciertas precauciones, todos nos animamos a ingresar con la asistencia de un guía que resultó ser hijo de uno de los mineros que habían trabajado allí por años.
Mi padre recordó que algunas décadas atrás había visitado esa misma mina para hacer una nota para el medio periodístico en el cual se desempeñaba.
El túnel estaba inundado y resultaba muy complicado el desplazamiento, y a medida que avanzábamos todo se hacía más difícil, por lo que a mitad de camino mi padre decidió regresar por temor a tener algún accidente.
Las condiciones habían sido sumamente hostiles para los trabajadores quienes habitualmente permanecían más de doce horas diarias dentro de la mina.
Gran parte de las paredes estaban cubiertas de malaquita (dihidróxido de carbonato de cobre), que toma ese color verde intenso.
Y con la ayuda del guía, de César y de Omar, pudimos llegar hasta los cuatrocientos metros de profundidad.
Al regresar a la Villa de Merlo, no pudimos dejar de volver a dar una vueltita por la plaza Marqués de Sobremonte, en el Centro del casco histórico.
Y después de una larga semana, regresamos a Buenos Aires, no sólo satisfechos por el buen éxito del Encuentro, sino también por los buenos momentos de esparcimiento que habíamos vivido.

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