Entre el 19 y el 23 del mes
de setiembre de 2005, se realizaba en la Villa de Merlo, provincia de San Luis,
el VII Encuentro Internacional Humboldt. Así que el viernes 16 a la noche partimos
en un micro de la terminal de ómnibus de Retiro, Omar, mi hijo Martín, mis
padres y yo. El ómnibus tomó la ruta nacional número ocho, y vía Río Cuarto,
llegamos a la Villa de Merlo a la mañana del sábado 17.
Habíamos reservado varias
habitaciones en la Hostería Argentina donde nos instalamos, justo en diagonal a
la vieja terminal de ómnibus, a quince cuadras del lugar donde se realizaría el
Encuentro.
Y además se sumaba que en
la Villa de Merlo, la hora de la siesta se consideraba sagrada, lo que era un muy
buen pretexto para dedicarle a Morfeo mayor cantidad de horas al día.
Ya al día siguiente
estábamos en condiciones de salir a pasear y optamos por el denominado Circuito
Sur, que se trataba de todos los pueblos a la vera de la ruta número uno, al
oeste de la sierra de Comechingones.
La forma y el origen de las sierras de los
Comechingones eran similares a las de las sierras de San Luis, por conformar
ambos macizos parte de las Sierras Pampeanas, que fueron formadas en el
Paleozoico Medio y reactivadas por la Orogenia Andina. Por esa razón tenían
forma disimétrica con abrupta pendiente hacia el oeste, observable desde el
valle de Concarán, y un suave declive hacia el este, en territorio cordobés,
introduciéndose imperceptiblemente en la llanura Pampeana. Y en este sector
conformaban un prolongado paredón montañoso que presentaba dirección norte-sur
por cuyo borde occidental corría el límite con la provincia de Córdoba, decreciendo
las alturas en la misma dirección. Mientras el cerro Toros Muertos medía 1940 metros,
el cerro del Horno llegaba a los 1635 metros, para terminar en el arroyo La
Punilla como una pequeña manifestación serrana. La
cubierta vegetal ascendía hasta los 1300 metros, y por las laderas descendían
arroyos a la vera de los cuales se habían asentado los principales pueblos.
Habiendo recorrido apenas siete
kilómetros, ya estábamos en Carpintería. Las raíces del pueblo se remontaban al
año 1712 con el primer reparto de tierras a familias tradicionales, cuyos
descendientes continuaban viviendo en la localidad. Sin embargo, la fundación
del pueblo era considerada recién en 1856.
En el siglo XVII, los
dominicos provenientes de San Juan, en la antigua estancia “Las Tablas”,
desarrollaban actividades relacionadas con la madera, construyendo en
rudimentarios talleres, sus carretas para comercializar con la provincia de
Córdoba.
En el momento que llegamos
allí el pueblo no tenía más que seiscientos habitantes. Y era tan apacible que
hasta andaban a caballo por las calles linderas a la plaza.
Todos los pueblos localizados al borde de
la sierra de los Comechingones conservaban las costumbres y el saber popular de
la provincia de San Luis, lo que se estaba perdiendo en la Villa de Merlo, siendo
rechazado por los viejos pobladores, quienes decían que los que venían de
grandes ciudades no sabían leer los secretos de la Naturaleza.
Y al cruzar el arroyo Los Molles, vimos el
desvío hacia el balneario El Talar, pero continuamos camino porque la
temperatura no estaba como para darnos un chapuzón.
En el kilómetro catorce, ingresamos al
establecimiento “Don Francisco” que se dedicaba al cultivo de hierbas
aromáticas, destinadas tanto a gastronomía como a perfumería y farmacia.
Y además de visitar los campos, estuvimos
también en los galpones de acopio.
La planta, que se especializaba en aceites
esenciales para masajes, perfumes y condimentos, permaneció cerrada durante la
Convertibilidad. Y en ese momento había re-iniciado sus actividades destinando
parte de la producción a la exportación.
Entre las hierbas destinadas a la
alimentación se destacaban el romero y el orégano. Y si bien el clima de la
zona favorecía el secado natural, al desarrollarse en grandes proporciones, era
esencial la utilización de hornos que aceleraran el proceso.
Volvimos a la ruta y antes de llegar a Cortaderas, nos
desviamos hacia el este para visitar Villa Elena, el lugar más top de la zona.
La villa estaba enclavada al pie de la sierra de Comechingones, a unos veinte
kilómetros de Merlo, y contaba en ese momento con una población estable de
alrededor de doscientos habitantes. A ese lugar se lo conocía antiguamente como
Quebrada del Molino, debido a que en sus cercanías existía un molino propiedad
de los primeros pobladores.
Sin duda el lugar era muy apacible y las
construcciones estaban hechas con muy buen gusto, contando con infraestructura
suficiente para pasar veraneos absolutamente alejados del resto del mundo. Pero
los precios, tanto de terrenos como de servicios eran considerablemente mayores
que en el resto de la región.
Desde allí, sin parar hasta Villa Larca…, a treinta y
cinco kilómetros de Merlo, y continuando por la ladera occidental de la sierra
de los Comechingones.
Ya en Villa Larca comenzamos a caminar hacia el este
por senderos que iban bordeando al río.
El Chorro de San Ignacio era una cascada de dieciocho
metros de altura, que nacía en la sierra de Comechingones.
La cascada terminaba en una pequeña hoya que luego
confluía en el río de la zona.
Si bien visualmente la cascada pareciera no ser muy
atractiva, el lugar escondido donde se encontraba, junto a la pared de la
montaña, hacían que tanto el sonido del agua como el canto de los pájaros
fueran una verdadera caricia para los oídos. Y a pesar de no tener voluntad de
regresar, debimos hacerlo porque el sol ya estaba bajando y nos quedaban otros
lugares por conocer.
Y en el camino de vuelta, recogimos algunas rocas,
muchas de las cuales tenían grandes láminas de mica.
Continuando hacia el sur, me puse a fotografiar nubes
que parecían grandes copos de algodón. A unos enormes cúmulos que indicaban
buen tiempo le siguieron algunos cirros que ocuparon toda mi atención.
Y ya en el kilómetro cuarenta y tres, estábamos en
Papagayos, un lugar de especial atracción por la cantidad de palmeras Caranday,
que se caracterizaban por crecer en suelos áridos y pedregosos.
La primera referencia a un palmar apareció una
centuria después de la conquista de la región, en una carta de un jesuita
mendocino que sólo los mencionó para el territorio de San Luis:
“(…) la palma cuyana (…) en su configuración y estructura, tiene semejanza
con varias especies que de este vegetal tienen los reinos y provincias vecinas.
No es de extraordinaria elevación su estatura. Crece formando siempre su tronco
desnudo de ramazón que sólo conserva en su parte más alta y superior, y que le
sirve como de copa. La madera de la palma no es sólida ni fuerte, antes
medulosa y hebrosa, así sólo puede usarse de ella para postes de corredores
bajos, o para los techos de casas campesinas que no llevan un peso más que de
ordinario en su cubierta. Se halla sólo en la jurisdicción de San Luis”.
Papagayos era un pueblo que en ese entonces tenía algo
más de trescientos habitantes, y que se veía en crecimiento. Todas las
actividades de su población giraban en torno a las palmeras de las cuales sacaban
una serie de productos artesanales.
Cuando preguntamos acerca del origen del nombre del
pueblo, nos dieron dos versiones. Una de ellas era que la palabra derivaba de
una planta silvestre utilizada medicinalmente por los Comechingones, llamada
por ellos Papa-Gallo; mientras que la otra sostenía que los conquistadores
habrían confundido una especie de Loro Barranquero típico de esas tierras con
la especie tropical, implantándose así el nombre de Papagayos.
El lunes 19 a la mañana comenzaba el
Encuentro en el salón del hotel El Hornero, por lo que bien tempranito todos
estábamos allí.
Mi padre hizo la presentación del Acto de
Apertura, tal como en otras oportunidades, oficiando como relator. Y luego,
expusimos todos quienes formábamos parte de la mesa.
Asistieron colegas de casi toda la
Argentina y de gran parte de América Latina.
Muchas veces, antes o después de asistir
al Encuentro, aprovechábamos para tomar algo en un bar tradicional, frente a la
plaza principal.
Y en medio de la semana, algunos de los
participantes hicimos una excursión hacia el norte de la Villa de Merlo,
pasando así a la provincia de Córdoba.
Primeramente llegamos a Mina Clavero, a
ciento diez kilómetros de Merlo, donde almorzamos, luego hicimos una breve
parada en Cura Brochero, y con el solcito en la cara nos pegamos una siestita
al atravesar la Pampa de Pocho. Pero al llegar a la Capilla de Nuestra Señora
del Rosario de Las Palmas nos despertaron. El templo databa del siglo XVII y
era el más antiguo en la zona. Y si bien su techo a dos aguas y el campanario
lateral habían sido reconstruidos, no estaba en buen estado de conservación.
Más adelante comenzaría el camino de los
Túneles, que se trataba de diecisiete kilómetros en zona de cornisa, construido
en 1950 para unir a la provincia de La Rioja con la Pampa de Pocho y las
Sierras Grandes. Y al llegar al mirador en la Quebrada de Mermela, los cóndores
nos sobrevolaban y debido a la diafanidad del día, pudimos ver los llanos
riojanos.
Los días subsiguientes continuamos
asistiendo al Encuentro, donde además de los paneles y ponencias, hubo
presentaciones de películas con debate, abiertas a todo el público local.
Y el viernes 23 a la noche, se hizo una
cena de despedida, después de la cual brindamos por próximos encuentros.
La actividad académica había finalizado,
pero nosotros decidimos permanecer un poco más, por lo que el sábado 24 lo
destinamos a hacer otro paseo que teníamos pendiente.
Salimos hacia el sudoeste para conocer el
Aeropuerto Internacional Valle del Conlara, aquel que se había inaugurado
inoportunamente el 20 de diciembre de 2001, momentos después de que Fernando de
la Rúa abandonara la Casa Rosada definitivamente. ¡Semejante obra y casi
abandonada!, ya que sólo había vuelos viernes y domingos, con una aeronave de
poca monta, charteada por los comerciantes de la Villa de Merlo.
Luego tomamos la ruta número ciento
cuarenta y ocho, y nos desplazamos hacia el sur, por la región del espinal.
Y si bien en esta zona predominaban los
bosques xerófilos, debido a la explotación agrícola-ganadera que se venía
realizando desde tiempo atrás, sólo quedaban en pie algunas especies arbustivas
que servían como testigos.
Varios establecimientos de la zona se
dedicaban a una producción mixta, en la cual no solamente tenían ganado, sino
también frutales y aromáticas.
Y a sesenta kilómetros de la Villa de Merlo, llegamos
a la localidad de Concarán, que en ese momento contaba con alrededor de cinco
mil habitantes.
Si bien a mediados del siglo XIX era
importante como posta entre San Luis y Buenos Aires, su crecimiento tuvo
directa relación con la apertura de la Mina de los Cóndores, que iniciara la
explotación de tungsteno a principios del siglo XX, momento en el cual comenzaron
a llegar gran cantidad de inmigrantes especializados en minería.
El pueblo se encontraba en las proximidades del río Conlara, que nacía en
las sierras de San Luis, corriendo en sentido sur-norte.
El cauce del Conlara era muy ancho y vadeable, y además del típico estiaje
del invierno, sufría captación de sus aguas por muchos canales de riego.
Prontamente nos dirigimos hacia la Mina de los Cóndores, explotada
sucesivamente por alemanes y norteamericanos, que llegara a ser el
emprendimiento de explotación de tungsteno más grande del país y el segundo en
Sudamérica. Con sus quince kilómetros de túneles y sus cuatrocientos metros de
profundidad, ya no estaba en producción, sino que formaba parte del denominado
turismo minero.
Primeramente visitamos al sector donde se encontraba un pequeño museo y
luego se nos entregaron los elementos necesarios para el acceso al túnel:
impermeable, botas, casco y linterna.
Cuando todo estaba en su esplendor, los minerales eran transportados en
vagonetas a través de una trocha económica.
Y tomando ciertas precauciones, todos nos animamos a ingresar con la
asistencia de un guía que resultó ser hijo de uno de los mineros que habían
trabajado allí por años.
Mi padre recordó que algunas décadas atrás había visitado esa misma mina
para hacer una nota para el medio periodístico en el cual se desempeñaba.
El túnel estaba inundado y resultaba muy complicado el desplazamiento, y a medida
que avanzábamos todo se hacía más difícil, por lo que a mitad de camino mi
padre decidió regresar por temor a tener algún accidente.
Las condiciones habían sido sumamente hostiles para los trabajadores
quienes habitualmente permanecían más de doce horas diarias dentro de la mina.
Gran parte de las paredes estaban cubiertas de malaquita (dihidróxido de
carbonato de cobre), que toma ese color verde intenso.
Y con la ayuda del guía, de César y de Omar, pudimos llegar hasta los
cuatrocientos metros de profundidad.
Al regresar a la Villa de Merlo, no pudimos dejar de volver a dar una
vueltita por la plaza Marqués de Sobremonte, en el Centro del casco histórico.
Y después
de una larga semana, regresamos a Buenos Aires, no sólo satisfechos por el buen
éxito del Encuentro, sino también por los buenos momentos de esparcimiento que
habíamos vivido.
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