Todos los
eneros de Buenos Aires habían sido muy desagradables para mí. El calor
asfixiante, húmedo, sin casi descenso por la noche, y para peor, la mayor parte
de los espectáculos se desplazaban hacia los centros turísticos costeros o
serranos, y la calle Corrientes, la que “nunca duerme”, dormía hasta la siesta.
Pero aquel enero de 2002 fue especialmente lúgubre, ya que el país estaba
sufriendo una de las crisis más duras de su historia. Buenos Aires estaba
literalmente desierta. Los espectáculos suspendidos, y los cacerolazos
continuaban en todas las plazas del país.
Y en ese clima
de incertidumbre y pesimismo, yo decidí no suspender las vacaciones porque de
lo contrario no tendría fuerzas para llevar adelante todo lo que se me vendría
encima. Y paradójicamente, conseguí alquilar un departamento en el balneario de
San Bernardo, algo que me había sido prohibitivo en otras oportunidades, ya que
todo estaba vacío y “regalaban” las locaciones.
Fue así como
partí en micro al lugar elegido junto con mis hijos Martín (10) y Joaquín (17),
mi madre (78), mi tía Velia (88), y mi ex - suegra Anita (86), para ocupar un
departamento en planta baja a tres cuadras de la playa.
Martín
y su abuela Anita en la puerta del departamento
Digamos que el
elenco no era para nada sencillo, pero la intención era pasarla bien; así que, siendo
muy temprano y no estando aún abiertos los locales comerciales, mientras las
mujeres mayores acomodaban sus cosas, salí con Joaquín y Martín a hacer un
reconocimiento del lugar.
San Bernardo
era un pueblo muy bonito, y contaba con frondosa arboleda en todas sus calles,
lo que permitía hacer largas caminatas sin sufrir las consecuencias del fuerte
sol del verano, además de tener una playa extensa y medanosa.
A la
mañana temprano, sombrillas y sillas descansaban de tanta actividad del día
anterior
Calles
con frondosas arboledas
Mucho
verde por todas partes
El mar
poco después del amanecer
La extensa playa sin gente por la mañana
temprano
El tiempo
estuvo espectacular, por lo que alquilamos una carpa y todos los días íbamos a
la playa.
Mi mamá, mi tía Velia y la abuela Anita rumbo a
la playa
Mi
mamá y mi tía Velia en la carpa y Joaquín acostado sobre la arena
Martín
animándose, de a poco, a pasar entre la gente
La
abuela Anita, disfrutando un montón
Martín
jugando con la arena
El sol
estaba muy fuerte, aunque el viento lo atemperaba
Martín rumbo al
mar
De a poquito, Martín fue al
agua…
Martín
saltando de alegría
La
abuela Anita saliendo del mar mientras Martín continuaba saltando
Con la
abuela Anita
Martín
comiendo galletitas al regresar del mar
Martín
descansando junto a la carpa
Martín se portó
muy bien, como generalmente lo hacía, pero en una oportunidad, a causa de la
presencia repentina de un perro, cruzó raudamente la calle, momento preciso en
que circulaba a toda velocidad una moto. De hecho, la calzada era
suficientemente ancha como para que lo pudiera esquivar, pero nosotros
exageramos el peligro y lo retamos mucho para que no volviera a suceder.
Martín volviendo de la calle después de que
pasara velozmente una moto
Martín
quieto después de recibir nuestro reto
Joaquín y yo
nos encargábamos de hacer las compras con el fin de llenar las alacenas, y para
que nada fuera una carga concentrada siempre en la misma persona, las demás
tareas imprescindibles de orden y limpieza las jugábamos a las cartas como
prenda; aunque mi mamá quiso reservarse el derecho a cocinar.
Área medanosa en las
proximidades de San Bernardo
Y así pasamos
quince días disfrutando del mar y de la tranquilidad del lugar, teniendo largas
conversaciones, y tratando de hacer de todo una diversión, a pesar de las
permanentes quejas de mi madre.
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