Después de la
hiperinflación que sufriera la Argentina a fines de la década del ’80, que
obligara al presidente Raúl Alfonsín a entregar anticipadamente su mandato, se
inició un modelo económico basado en un tipo de cambio fijo (uno a uno peso –
dólar), privatización de empresas públicas y liberalización del sistema
financiero.
En una primera
etapa, la economía logró estabilizarse, aunque sólo en apariencia, con un
importante consumo por gran parte de la población, que catapultó al presidente
Carlos Saúl Menen en la presidencia de la nación por un segundo período a
partir de las elecciones realizadas en el mes de mayo de 1995, lo que fuera
conocido como “voto cuota”, ya que muchos tuvieron temor de que otro gobierno
derogara la Ley de Convertibilidad, que había permitido controlar la inflación,
y posibilitar viajes al exterior por parte de la clase media, como nunca antes
había sucedido. Sin embargo, en 1997 el modelo comenzó a mostrar sus
deficiencias, creciendo el desempleo y aumentando la brecha entre ricos y
pobres; y para sostenerlo saludable se necesitaba del ingreso de divisas, lo
que al principio fuera equilibrado a partir de la privatización de empresas
estatales, pero ya vendidas las “joyas de la abuela”, no hubo de dónde obtener
más dinero tanto debido a las falencias estructurales del programa económico
como al bajo precio internacional de los granos, lo que hiciera necesario
refinanciar la deuda a intereses más altos para poder mantener la estabilidad.
En diciembre de
1999 asumió Fernando de la Rúa como primer mandatario, en medio de una gran
recesión, con el apoyo de la mayoría de la población que supuso que las cosas
iban a mejorar, pero ocurrió exactamente lo contrario. El año 2000 fue muy
duro, aunque la gente consideraba que había que darle tiempo al nuevo
presidente. Pero a partir de 2001, la Argentina vivió una crisis económica,
política y social de enorme envergadura y de imprevisibles consecuencias.
De la Rúa había
decidido sostener la Ley de Convertibilidad, tal como lo había prometido en su
campaña electoral, lo que provocó que la situación financiera fuera cada vez
más crítica, aplicándose medidas como el “blindaje” o el “megacanje”, que
consistían en endeudamiento exterior para darle oxígeno al modelo, lo que
redundó en continuos cambios de ministros de economía.
El 4 de marzo José
Luis Machinea fue reemplazado por Ricardo López Murphy, quien contó con fuerte
apoyo de los mercados, mientras Fernando de la Rúa aseguraba que se cumplirían
las metas pactadas con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y reafirmaba el
sistema de cambio fijo que desde 1991 ataba el peso al dólar en paridad uno a
uno.
El 16 de marzo
el Gobierno anunció un nuevo plan económico que preveía un recorte en el gasto
público por 1962 millones de dólares en 2001 y por 2485 millones en 2002, para
combatir el abultado déficit fiscal, lo que originara la renuncia de tres
ministros y seis funcionarios del FREPASO (Frente País Solidario).
El 20 de marzo,
Domingo Cavallo, ex ministro de Menem, aceptó la cartera de Economía, tras la
dimisión de López Murphy; y nueve días después, el Congreso le otorgó “superpoderes”
con el supuesto fin de restablecer la economía.
El 16 de abril,
lunes siguiente a las Pascuas, el Gobierno anunció que planeaba recortar 300
millones de dólares en el gasto para cumplir un déficit fiscal anual acordado
con el FMI en 6500 millones.
Yo había pasado
la Semana Santa en Suiza en la casa de mi amiga Alejandra Bonazzi, y allí me
había enterado de que los bancos europeos le habían bajado el pulgar a Cavallo
por considerar que no era democrático que un país tuviera un super-ministro,
sin estar reguladas sus decisiones a través del Parlamento, por lo que no me
sorprendieron las medidas que tomara el Gobierno para tratar de capear el
temporal.
Por otra parte,
cuando el martes 17 de abril me presenté a dar una charla ante los estudiantes
de Geografía de la Université de la Bretagne Occidental, en la ciudad de Brest,
en el oeste de Francia, me resultó increíble lo informados que estaban acerca
de la situación de la Argentina, preguntándome antes de comenzar mi
disertación: “¿Pour quoi Cavallo?”
Así que,
teniendo una visión externa, y por lo tanto más acertada, de lo que iba a
ocurrir en un futuro próximo, en cuanto regresé de Europa, insté a mis
familiares quienes tuvieran dinero en los bancos, a que lo retiraran y lo
guardaran bajo el colchón.
El 10 de julio
Cavallo anunció que llevaría a cero el déficit público mediante recortes en el
gasto; y el 30 de julio el Senado aprobó un recorte del 13% en salarios y
pensiones públicas que superaran los 500 pesos (dólares).
Y así las cosas
fueron de mal en peor por lo que el 19 de noviembre el Gobierno
inició la masiva reestructuración de su deuda pública. El riesgo-país rozaba
los 3000 puntos. Dos días después, Economía decidió prorrogar una semana el
plazo de los tenedores locales de títulos para presentarse al canje de deuda, y
unos días más tarde, retrasaba de nuevo el plazo hasta el 7 de diciembre para
que los inversores “minoristas” pudieran participar plenamente.
Pero el 29 de noviembre la
crisis llegó a un punto insostenible cuando los grandes inversionistas
comenzaron a retirar sus depósitos monetarios de los bancos, y, en
consecuencia, el sistema bancario colapsó por la fuga de capitales y la
decisión del FMI de negarse a refinanciar la deuda y conceder un rescate.
El 3 de diciembre el
Gobierno limitó a 250 pesos (dólares) la cantidad semanal que podría retirar
cada ciudadano de su cuenta bancaria para frenar la fuga de capitales, medida
que se popularizó con el nombre de “corralito” financiero. En mi caso, en que
mi salario era de alrededor de 1000 pesos, desde ya, que no podía afrontar el
pago de todas las cuentas que llegaban los primeros días del mes; y eso le
sucedía a gran parte de la población. Yo en ese momento ya estaba separada, con
cuatro de mis hijos viviendo conmigo y la casa en refacción. Lógicamente me
endeudé terriblemente, porque los bancos no consideraron la situación para sus
clientes, y los punitorios de las tarjetas fueron elevadísimos. Y si bien, ante
tal situación, Cavallo amplió a 1000 pesos a la semana la cantidad de efectivo
que podían sacar los argentinos y a 10000, el máximo que se podía sacar del
país, esto no pudo cumplirse porque los cajeros automáticos estaban vacíos y
las filas en las cajas eran interminables.
El 5 de diciembre el FMI
decidió no conceder un préstamo de 1260 millones de dólares ante la falta de
cumplimiento de las metas fiscales de Argentina. El Banco Mundial (BM) y el
Banco Interamericano de Desarrollo (BID) congelaron préstamos de 1230 millones
de euros, por lo que el superministro admitió que el país había entrado en una
“virtual” suspensión de pagos y se trasladó urgentemente a Washington a
negociar con el FMI la concesión del préstamo, pero no lo consiguió.
El 13 de diciembre se hizo
una huelga general contra las impopulares restricciones bancarias. Al día
siguiente, dimitió “por motivos personales” el Viceministro de Economía, Daniel
Marx. Mientras, Argentina cancelaba los 700 millones de dólares en obligaciones
evitando así la suspensión de pagos. El FMI exigió al Gobierno un presupuesto
2002 “creíble” previendo un retroceso del PIB (Producto Interno Bruto) en torno
al 1,4%.
En la madrugada del 18 de
diciembre estalló una violenta ola de saqueos a supermercados, sobre todo en
busca de comida, en todo el país, salvo en la Patagonia, llegando a la ciudad
de Buenos Aires. Visto esto, los comerciantes bajaron las persianas en todas
las grandes ciudades. Porque primeramente los blancos elegidos habían sido los
grandes supermercados, pero en general, la vigilancia superior lo impidió.
Luego, grupos de vecinos, muchos de ellos provenientes de las villas de
emergencia, se decidieron por los medianos y los más pequeños que eran más
vulnerables, y sobre todo los más chicos, que solían estar atendidos por la
familia del dueño. La imagen de un propietario chino en Ciudadela, Wang Zhao He,
llorando ante el minimercado vacío y diciendo en su difícil español: “En China, 1300 millones, no tanto lobo”,
fue paradigmática de lo que estaba ocurriendo. Algunos comerciantes irritados
dispararon, y causaron algunas muertes, y la policía con balas de goma hirió a
más de cien personas, tirando gases lacrimógenos para responder a los
piedrazos. Un padre explicando que no robaba, sino que buscaba comida. Otro con
dos hijos en brazos y una anciana diciendo que sólo querían comer. Un muchacho
diciendo que hacía dos años que no tenía trabajo y que debía mantener a su
familia. Y escenas de gente caminando tranquila, a la salida de un
supermercado, con cajas en la mano. Chicos sin miedo a la policía ni a los
gases, o indiferentes.
Eran pasadas las diez y
media de la noche del 19 de diciembre cuando yo iba caminando por la calle Tte.
Gral. Perón con la intención de tomar el colectiva 50 al llegar a Rodríguez
Peña, cuando me topé con una gran cantidad de gente amontonada en el interior y
la vereda de un local de comidas económicas, con el fin de escuchar el mensaje que
de la Rúa estaba por trasmitir. Y decidí sumarme yo también.
Primeramente, anunció la
entrega de nuevas raciones de comida en todo el país, y a continuación,
argumentando que habían acontecido en el país actos de violencia colectiva que
implicaban un estado de conmoción interior, decretaba el estado de sitio, algo
que, según establecía la Constitución, era función exclusiva del Congreso de la
Nación cuando se encontraba en período de sesiones.
A las once de la noche el
Presidente dejó la Casa Rosada después de verse por televisión, mientras todo
el país se preguntaba qué pasaría en el Gran Buenos Aires, sin cámaras de
televisión que pusieran un límite a la violencia y dieran visibilidad a la
represión. Con esta medida, sin duda, intentaba amedrentar a los saqueadores y
a los manifestantes, pero produjo el efecto contrario. De pánico se había
pasado al repudio, incluso muchos habían interpretado el estado de sitio, que
suspendía las garantías constitucionales, como un toque de queda, que impedía
caminar de noche. Y la gente comenzó a salir de sus casas y correr hacia el
Congreso con cacerolas, sartenes, espumaderas y tapas, golpeándolas sin parar.
En Parque Chacabuco eligieron el gran árbol de Navidad para protestar juntos, y
cuando se sumaros los vecinos de la villa 1-11-14 se juntaron miles y
decidieron marchar hasta José María Moreno y Rivadavia, en el barrio de
Caballito. En Santa Fe y Juan B. Justo cortaron la calle, lo mismo que en
Boedo. El mismo fenómeno se verificó en Almagro, Villa Crespo, y hasta en
Belgrano, donde salieron con las cacerolas de teflón. Y miles gritaban al
compás de sus utensilios de cocina: - “¡Qué
boludos, qué boludos, el estado de sitio, se lo meten en el culo!”
Ya avanzada la noche, desde
todos los barrios la gente se dirigía a la Plaza de Mayo exigiendo la renuncia
del presidente y comenzando a corear una consigna que caracterizaría al
movimiento: “¡Que se vayan todos, que no
quede ni uno solo!” Todo el país había tomado las calles. Esto se conoció
como “el Cacerolazo”.
En Ocampo y Libertador, se
juntaron cientos frente a la entrada del edificio donde vivía Cavallo y
cortaron parte de la calle, dando origen a la renuncia del ministro a las tres
de la madrugada.
En la mañana del 20 de
diciembre se encontraban en la plaza de Mayo manifestantes predominantemente
oficinistas, empleados, familias, y organizaciones como Madres de Plaza de Mayo
y grupos piqueteros pertenecientes a la agrupación Quebracho. Y si bien estos
últimos fueron quienes apedrearon las vidrieras de negocios y bancos, la
represión fue generalizada, ya que la Policía Federal cubrió la plaza de un gas
lacrimógeno que descomponía, sin respetar ancianos, mujeres embarazadas o
niños. Esta represión, que fuera trasmitida por todos los canales de televisión
y radio, e incluso por emisoras internacionales, en directo durante todo el día,
lejos de amilanar a la población, generó que más grupos políticos y
manifestantes ocasionales, se acercaran a la Plaza.
La mayor parte de las
personas que participaron en las protestas fueron autoconvocadas, y no
respondían a ningún partido político, sindicato u organización social
estructurada. Durante el transcurso de las protestas, treinta y nueve personas
fueron asesinadas en todo el país, por las fuerzas policiales y de seguridad,
entre ellos nueve menores de edad, en el marco de la represión ordenada por el
gobierno para contener las manifestaciones tras la instauración del estado de
sitio.
En medio de semejante caos,
siendo las cuatro de la tarde, el presidente De la Rúa, mediante un discurso
trasmitido por cadena nacional, anunciaba que no renunciaría a la presidencia e
instaba a la oposición y a otros sectores a dialogar. Y ante el fracaso de su
propuesta, tres horas después dimitía saliendo de la Casa Rosada mediante el
helicóptero.
En sólo diez días el país
tuvo cinco presidentes, ya que de la Rúa fue reemplazado por Ramón Puerta,
quien, como Presidente del Senado, ocupara el cargo por tres días hasta tanto
la Asamblea Legislativa eligiera al sucesor, que resultó ser Adolfo Rodríguez
Saá. El interinato de “El Adolfo” se caracterizó por la declaración de no pago
de la deuda externa y por la conformación de un gabinete que no llegó a
calentar los sillones, ya que, al no pretender dar cumplimiento a lo pactado
con los caciques del peronismo, le quitaron el apoyo y terminó renunciando por
televisión desde San Luis, el 29 de diciembre. Entonces le llegó el turno a
Eduardo Camaño, Presidente de la Cámara de Diputados, quedando como Presidente
de la Nación el 31 de diciembre hasta la mañana siguiente, pasando la noche de
Año Nuevo en la Rosada. Y finalmente, el 2 de enero de 2002, Duhalde asumió la
presidencia, cargo para el que fuera elegido por la Asamblea Legislativa para
un período de dos años, hasta completar el mandato.
Y fue precisamente en el
momento en que asumió en que Duhalde pronunciara su célebre frase: “(…) quien
depositó pesos, recibirá pesos, y quien depositó dólares, recibirá dólares”.
Las semanas de las Fiestas
todo estaba desolado. La avenida Corrientes, la que nunca dormía, dormía hasta
la siesta. Negocios, restoranes, cines y teatros vacíos, o directamente
cerrados. Y desde ya, rotas las cadenas de pagos.
El 1ro. de febrero el
Supremo argentino declaraba inconstitucional el decreto firmado por el ex
presidente de la Rúa que limitaba la extracción de dinero (corralito).
El 3 de febrero, forzado
por la escasa confianza con el FMI y las empresas extranjeras, el Gobierno
anunció un nuevo paquete de decisiones. Entre ellas destacaba la
flexibilización del corralito, aunque no su desaparición. En concreto, a partir
del 6 de febrero, los argentinos podrían acudir al banco para retirar de golpe
sus salarios, así como las indemnizaciones por despido y las jubilaciones.
Además, se confirmaba la pesificación de la economía (las deudas, depósitos y
contratos privados se convertirían de dólares a pesos, y la cotización de éste
fluctuaría libremente con respecto a la divisa estadounidense). Sin embargo, no
podían retirar ahorros, a menos que tuvieran como destino la compra de una
propiedad dentro del país, amén de que, a pesar de las promesas de Duhalde,
quienes habían depositado dólares, recibieron pesos devaluados.
El Cacerolazo masivo siguió
prácticamente hasta el mes de marzo debido a la crisis que continuaba y se
profundizaba por la falta de efectivo, la incertidumbre, el temor a volver a
poner dinero en los bancos, y a la ola de despidos en la Administración Pública
Nacional. Sin embargo, lamentablemente se cumplió lo que había anunciado
Duhalde: “¡Ya se van a cansar!” Y así fue.
Continuaron las asambleas
populares en los barrios, y surgieron como hongos después de la lluvia, una
gran cantidad de locales y ferias donde se imponía el trueque de mercancías
tanto nuevas como usadas, además del intercambio de servicios. Un verdadero
desastre.