Fue un verdadero placer dormir hasta mitad de mañana un día lunes. Y cuando nos levantamos fuimos a desayunar a la vuelta del hotel, al aire libre en la costanera. Comimos huevos revueltos con pan y nos tomamos un tinto, que en Colombia significaba café solo. Y salimos a caminar por Santa Marta sin rumbo fijo.
Pasado el mediodía, buscando un lugar donde
almorzar, encontramos un bar restaurante, donde había un cartel que prohibía el
ingreso con “cualquier tipo de armas”. Jamás en Argentina habíamos visto
algo así, y no porque estuviera permitido, sino porque no era habitual que la
gente anduviera armada. Para nosotros eso era típico de una serie del Far West.
PROHIBIDO EL INGRESO DE:
- MENORES DE EDAD – CUALQUIER TIPO DE ARMAS –
LICORES O CUALQUIER TIPO DE BEBIDAS
Como había desayunado huevos, almorcé ensalada de frutas. Exactamente al revés que en Buenos Aires. Y después fuimos al Centro con el fin de comprar algunos regalitos para nuestras familias. Estaba repleto de gente, casi no se podía caminar. Había muchas ferias callejeras y abundaban quienes ofrecían llamadas por celular a bajo costo el minuto. Era lo equivalente a los locutorios argentinos pero incomodísimos. Había que hablar de parado, con el teléfono atado a una cuerda, y plagados de ruidos. Privacidad = CERO.
Teléfonos
celulares a modo de teléfonos públicos
Regresamos al hotel a dejar los paquetes, y en el camino volvimos a ver a los perros que siempre estaban durmiendo, día y noche. Y decidimos imitarlos durmiendo una pequeña siesta. Estábamos de vacaciones y traíamos un gran cansancio de varios días de viajes poco confortables.
Los perros a
los que siempre veíamos durmiendo, continuaban haciéndolo
Cuando bajó un poquito el sol, en un taxi nos
dirigimos a El Rodadero, una zona balnearia que se encontraba a cinco
kilómetros de las playas centrales que estaban muy contaminadas.
Jardines muy
bien cuidados en El Rodadero
El sector turístico de El Rodadero había
surgido en el año 1954 cuando el gobernador militar Brigadier General Rafael
Hernández Pardo comenzara la construcción de la carretera por el cerro Ziruma.
De dicho dirigente se afirmaba que había sido un líder progresista que apostó al turismo y supervisó personalmente las obras ya que era ingeniero del Ejército Nacional y constataba la calidad de los materiales. Por lo que en su honor la carrera cuarta, recibía el nombre de avenida Hernández Pardo.
Vista parcial
de la playa de El Rodadero
Por otra parte, el entonces presidente de la
Republica, General Gustavo Rojas Pinilla dio apoyo para iniciar la construcción
en la bahía Tamaca (antiguo nombre de El Rodadero en honor al cacique del mismo
nombre), del ambicioso proyecto hotelero Tamacá, vocablo que en lengua de los
pueblos originarios significaba Casa Grande en la Playa.
Apartamentos y
hotelería de primer nivel en El Rodadero
Los apartamentos y hoteles de lujo eran un
claro indicador de un sector social muy diferente al que habíamos visto en las
otras playas de Santa Marta.
Costanera de El
Rodadero
Estas playas se veían además más tranquilas,
con arenas blancas de textura intermedia que no se adherían al cuerpo, y con la
posibilidad de que los niños estuvieran sin peligros ya que las aguas estaban
más limpias y calmas. Además, había otras atracciones como bicicletas
acuáticas, jet ski banano, y paseos en lancha.
Carpas en la playa de El Rodadero con la bandera
colombiana y vista del morro
Aunque de buen poder adquisitivo, el turismo
predominante era el interno, a diferencia de Cartagena de Indias, donde la
mayor parte de los visitantes provenían del exterior.
Diferentes ofertas gastronómicas en la playa
A diferencia de otros lugares, en El Rodadero cuando caía el sol nadie se iba de la playa porque durante la noche continuaban abiertos los restoranes, las tiendas y frecuentaban varios grupos de vallenatos, cumbia y salsa, y se hacían fiestas y juegos en la playa hasta las tres de la mañana, ya que se consideraba que sus alrededores eran muy seguros.
Trencito con pelotera circulando por las calles
de El Rodadero
Simpática chiva para recorrer El Rodadero
A pesar de las buenas condiciones generales, la
marginalidad estaba presente a cada paso
Si bien trataron de entusiasmarnos para que
nos quedáramos a disfrutar de la noche, merendamos en un barcito y nos subimos
a un taxi. Pero al indicarle al conductor que pretendíamos ir a la terminal de
ómnibus, éste observó que no llevábamos equipaje y nos preguntó por qué motivo
pretendíamos allegarnos en ese momento. Le dijimos que íbamos a sacar un pasaje
para viajar al día siguiente a Maracaibo, a lo que nos sugirió que lo
hiciéramos por la mañana. Nosotros pensamos que era un capricho el no querer ir,
pero luego insistió:
-
“A mí me conviene llevarlos porque el trayecto es largo, pero
sinceramente cuando cae la noche, no se los recomiendo. De todos modos, la
decisión es de ustedes”.
Nos pareció sincero, y entonces decidimos regresar al hotel.
Mientras hacíamos tiempo para ir a cenar, nos
pusimos a ver televisión. Y de pronto, apareció un cartel de “ÚLTIMO MOMENTO”,
que ocupaba toda la pantalla, y un locutor en off, que decía:
-
“Apenas pasadas las 7 p. m.,
en la esquina de la avenida del Ferrocarril con carrera 19, a pocos pasos de la
pizzería El Vómito, tres pasajeros de un taxi fueron asesinados y el chofer se
encuentra en grave estado. Los sicarios actuaron desde una moto de alto
cilindraje, mientras el semáforo estaba en rojo.”
¡Quedamos paralizados! Por ese mismo lugar y a
esa misma hora debíamos haber pasado si hubiésemos ido a la terminal. Luego
continuaron más noticias con detalles, como que las víctimas habían sido
identificadas como Eduardo José Oviedo, José Antonio Bonilla Moncada y Maribel
Brito Brito, quienes aparentemente eran gremialistas. Y que el triple homicidio
se registraba en momentos en que en la ciudad había restricción del porte de
armas de fuego. Entonces comprendimos lo del cartel del restobar que habíamos
visto al mediodía.
Y al respecto, el alcalde de Santa Marta,
Carlos Caicedo, expresó: - “Es un imperativo el establecimiento de la Policía Metropolitana y es
necesario prohibir la circulación de motocicletas en horarios nocturnos”. Esto último era debido a que el 90% de los
crímenes en Santa Marta se cometían desde motocicletas y el 70% entre las 7
p.m. hasta las 5 a.m.
Ya eran las 9 y media de la noche cuando
fuimos a cenar con mucho temor, pero la gente del lugar no hacía demasiado caso,
aunque ciertos comentarios eran inevitables. Y si bien algunos consideraban que
la solución vendría con la incorporación de más policías, otros aseguraban que
justamente los “representantes
de la ley” eran lo menos
confiable que tenía el país. De hecho, los actos de violencia eran muchísimo
más frecuentes de lo que en la Argentina estábamos acostumbrados. Durante 2012,
a pesar de las medidas tomadas, llegaron a registrarse doscientos nueve
homicidios dolosos en Santa Marta, de los cuales diecisiete se produjeron
durante el mes de enero. La ciudad tenía para ese entonces 461.810 habitantes,
siendo la tasa de asesinatos de más de cuarenta y cinco cada cien mil
habitantes para ese año.
Antes de dormir nos pusimos a mirar algunos
culebrones colombianos como para distraernos, pero también las novelas incluían
algún asesinato, como un hecho absolutamente folklórico.
Nos levantamos muy temprano y desayunamos café
con huevos. Yo los comí revueltos, y Omar pidió pericos (revueltos con cebolla
y tomate). La mañana estaba hermosa. La temperatura agradable y el cielo
despejado, ideal para la playa… Pero lejos del riesgo de quedarnos, ¡¡¡lo único
que queríamos era irnos!!!!
Recogimos las maletas y en un taxi fuimos directamente a la terminal por la avenida del Ferrocarril, sin saber siquiera si había lugar en algún ómnibus. Tomaríamos el primero que saliera para Venezuela.
Santa Marta
tiene tren, pero no tiene tranvía…
A eso de la 1 p.m. saldría el Expreso Brasilia
que supuestamente llegaría a Maracaibo en siete horas. Y después de almorzar
una comida rápida estilo basura, subimos al ómnibus que ofrecía un servicio
mucho mejor que los que habíamos tomado durante toda nuestra larga recorrida
por Colombia.
Partimos por la ruta transversal 90 y bordeamos el Parque Nacional Natural Tayrona, surcado por varios cursos de agua que nacían en la montaña, corrían entre piedras y una frondosa vegetación, para posteriormente desembocar en el mar Caribe.
Cruce del río Piedras sobre la ruta 90 a pocos
kilómetros al este de Santa Marta
Luego pasamos por el río Guachaca, que nacía en la Sierra Nevada de Santa Marta, en el Parque Nacional del mismo nombre, área de protección de la flora y fauna de la zona. Sus crecidas solían producir graves inundaciones y avalanchas en su cuenca, ya que las precipitaciones anuales oscilaban entre 1000 y 3000 mm.
Río Guachaca, cuyas crecidas solían producir
serias inundaciones en la zona
Cruzamos el Puente Bomba en La Guajira…
Puente Bomba en
La Guajira
Y continuando hacia el noreste nos detuvimos
unos minutos en el puesto de peaje El Ebanal, donde nuevamente, tal cual, en el
sector occidental colombiano, la miseria extrema estaba a la vista de todos.
Miseria extrema
en el área rural nordcolombiana
Por un largo rato continuamos viendo las condiciones de marginalidad en que se encontraba la población rural, ya que las viviendas no contaban con las comodidades mínimas que permitieran soportar las características del clima del lugar cuya temperatura y humedad eran sumamente elevadas.
Viviendas
absolutamente precarias en una zona de elevada temperatura y humedad
Gran parte de los hombres trabajaba en los bananales de la zona, bajo el rayo del sol, pero evidentemente la retribución que recibían no les permitía mantener a una familia cubriendo las necesidades mínimas.
Bananales en el
nordeste de Colombia
Rumbeamos hacia el NNW, y después de bordear el Santuario de Flora y Fauna Los Flamencos, nos encontramos con amplios campos de pastizales, cercanos a la localidad de Camarones, donde el ganado vacuno pastaba plácidamente…
Amplios
pastizales ganados al bosque tropical
Ganado vacuno
pastando en campos muy verdes
Vacunos con
costillas a la vista y sus crías
Espejo de agua
en la hacienda de Camarones
Tras haber recorrido ciento sesenta y tres kilómetros, arribamos a la ciudad de Riohacha, cuyas calles estaban cubiertas de agua debido a las recientes lluvias.
Arribo a la
ciudad de Riohacha con las calles cubiertas de agua
Y en cuanto vieron llegar el ómnibus, una gran
cantidad de motocicletas se acercaron para trasladar a los pasajeros a modo de
taxis.
Parada en la
ciudad de Riohacha
En setenta y seis kilómetros más estuvimos en Maicao, ciudad de la que nos habían hablado sobre su esplendor económico por ser un centro comercial fronterizo, declarado “Puerto Libre Terrestre” desde 1936. No ingresamos a la ciudad, pero en sus alrededores, la marginalidad se presentaba tan extrema como en la mayor parte de las áreas rurales que habíamos recorrido.
Marginalidad en
las afueras de la ciudad fronteriza de Maicao
Lentamente detrás de un camión llegamos a la frontera, y pasamos rápidamente el control colombiano. Pero en la oficina de migraciones venezolana se había formado una larga fila. Además de estar atendiendo una sola persona que era bastante quisquillosa, había que llenar unos formularios que nadie entendía, y eso complicaba aun más el trámite. La lentitud era tal, que durante la espera, se fue haciendo de noche, ¡y de pronto, se cortó la luz! ¡Maldición! Nosotros pensamos que nos quedaríamos allí por horas, ¡¡¡pero no!!!!! Terminó siendo una bendición. El hombre comenzó a recibir los formularios sin leerlos, como tampoco los documentos, y en pocos minutos teníamos en nuestros pasaportes el sello de entrada a la República Bolivariana de Venezuela con fecha 24 de enero de 2012. Y antes de subir al micro, aprovechamos a cambiar algunos dólares por bolívares a quienes lo hacían de manera informal. Nos pagaron a más de 7, cuando el cambio oficial estaba a 4,30.
Denso tráfico
de camiones en la frontera colombiano-venezolana
Estábamos en Paraguachón. A pesar de la
oscuridad continué observando todo lo posible desde la ventanilla.
Aparentemente las casitas del pueblo eran mejores, y hasta había una escuela
especial. Se vislumbraba pobreza, pero no miseria. Y se notaba que el campo
venezolano no estaba tan poblado como el colombiano.
Nos quedaban todavía ciento veintidós
kilómetros para Maracaibo, donde llegamos casi tres horas después. Pero el
ómnibus no ingresó a la terminal y nos dejó bajo una intensa lluvia, en la
plaza de toros, que no quedaba para nada cerca. Justo detrás paró un taxi e
invitamos a compartirlo a un mochilero japonés que había viajado con nosotros.
Nuestra intención era continuar esa misma
noche para Mérida, pero la terminal era un caos. Todas las ventanillas estaban
cerradas, y montón de vendedores de pasajes estaban a los gritos ofreciendo sus
destinos, aunque ninguno para el nuestro, ya que los dos únicos buses que
estaban por salir, no tenían lugar.
Así que comimos algo rápido antes de que cerraran todo y le pedimos a un taxista que nos llevara a un hotel un poco más céntrico. Rápidamente tomó la autopista 1 y nos dejó en el hotel Caribe. Costaba 180 bolívares la noche, pero era de terror. Sentíamos que estábamos en un calabozo, no sólo por la cantidad de rejas sino por los colores lúgubres de las paredes, la escasa iluminación de la habitación, la calidad del colchón que era como estar sobre el elástico de la cama, la humedad de las toallas, y sin televisor. Pero era lo que había. En Maracaibo la tasa de homicidios era inferior a la de Santa Marta, pero llegaba a treinta y cinco cada cien mil habitantes, lo que indicaba que no era como para andar buscando otro alojamiento cuando ya nos estábamos acercando a la medianoche.
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