jueves, 29 de octubre de 2020

Una malograda tarde en Antofagasta

  Antofagasta era una de las ciudades del norte chileno donde rara vez llovía, siendo su promedio anual de precipitaciones de dos a cuatro milímetros, por lo que sus playas se presentaban como ideales desde el punto de vista climático. Así que decidí salir con Martín rumbo al mar para que disfrutara de esa hermosa tarde.

Yo sabía que las mejores playas estaban fuera de la ciudad, pero sin vehículo propio era muy complicado llegar, así que le pedí a un taxista que me llevara hasta algún lugar donde pudiera regresar sin dificultad. Entonces me dejó en el Balneario Municipal desde donde, en caso de no conseguir movilidad, podría acceder al Centro de la ciudad caminando.

 

 

 

Martín en el Balneario Municipal de Antofagasta

  

Por cuestión de latitud Antofagasta tenía una temperatura más elevada que otras zonas del sur de Chile donde las aguas del Pacífico eran demasiado frías; y además, se trataba de un lugar donde habían construido espigones de piedra para frenar la fuerza del mar, y derramado toneladas de arena para contrarrestar el borde rocoso que caracterizaba a gran parte de la costa. 

Balneario Municipal con espigones de piedra frente a una línea de edificios de altura

 

 

Toneladas de arena habían sido derramadas para crear el balneario

 

Este balneario era absolutamente familiar donde sólo asistían locales y turistas de otras regiones de Chile, por lo que me animaría a decir que éramos los únicos extranjeros. Estaba repleto como también solía ocurrir en la costa argentina durante el verano; y desde una plataforma flotante, muchos jóvenes se tiraban a nadar, ya que como en casi todas las playas chilenas, la profundidad era inmediata.

Además de la gente, andaban deambulando a veces, y corriendo otras, una gran cantidad de perros. Algunos eran domésticos y sus amos los tenían que salir a buscar desplazándose con dificultad entre tantas sombrillas, pero otros estaban abandonados. Yo no me metí en el agua, permanecí sentada en la arena cuidando de Martín que les tenía miedo, y en una de esas, un perro enorme, por correr a otro me dio un fuerte golpe en la espalda. No hice caso, pero me dejó un tanto dolorida.   

Se trataba de un balneario familiar donde no había turismo internacional

 

 

Era un mundo de gente por lo que costaba desplazarse

  

Desde una plataforma flotante muchos jovenes se tiraban a nadar

  

Martín se entretenía en la arena que, a pesar de la cantidad de gente, permanecía muy limpia

  

Permanecimos allí gran parte de la tarde, y cuando bajó el sol nos preparamos para retornar al hotel.

Salimos caminando por la avenida Grecia, paralela a la costa, donde se habían construido varios edificios de altura. Allí el tránsito era bastante intenso y muy rápido, sin embargo, en ese momento no pasaba ningún transporte público, ni siquiera algún taxi libre. Pero no me hice ningún problema porque la temperatura era muy agradable y no había viento, por lo que podríamos disfrutar del Paseo del Mar.

  

  Avenida Grecia, paralela a la costa, de tránsito intenso y muy rápido

  

Martín se detuvo a observar un sector que tenía juegos inflables, y yo, a ver un enorme barco, porque como a grandes alturas correspondían grandes profundidades, en todo el Pacífico los buques de gran calado podían navegar muy cercanos a la costa, habiendo muchos puertos naturales.

 

Pasamos por un sector que contaba con juegos inflables

  

Barco que había partido desde el puerto cercano navegando hacia el sur

  

El oleaje era muy fuerte por lo que se oía el sonido del golpe en las rocas y el graznido de las gaviotas que revoloteaban por todas partes. Martín disfrutaba de ese panorama a lo que se le sumó una maravillosa puesta del sol, que comencé a fotografiar entusiasmadamente… 

Fuerte oleaje en el Paseo del Mar

 

Atardecer en el océano Pacífico

  

Y mientras estábamos detenidos observando todo plácidamente, de repente, desde un basural cercano salió corriendo un perro que venía hacia nosotros. Martín, que siempre les había temido, se abrazó a mí gritando a más no poder, por lo que el perro se detuvo y comenzó a chumbar. Yo lo sostuve lo más fuerte que pude hasta que quiso soltarse y ante el intento de detenerlo, me quedé con su remera en la mano. ¡Y en un santiamén cruzó la avenida Grecia…!

Empecé a gritar desesperadamente pero no lo pude seguir dada la cantidad de autos que circulaban en ambos sentidos. Algunos frenaron y otros lo esquivaron, y él continuó su huida por la vereda de enfrente.

Unos jóvenes ciclistas que pasaban largaron sus vehículos; uno de ellos desvió al perro que ladraba desaforadamente, y el otro, junto conmigo logró cruzar la avenida corriendo detrás de Martín. Pero él, ciego de miedo, entró a un fino restorán y se dirigió rápidamente al baño rompiendo el vitral de una puerta. Se escondió debajo del lavabo y no quería salir. Le sangraba la rodilla y no le importaba. Gritaba: “Perro…, perro…, perro…” Y no le podíamos hacer entender que ya el animal no estaba. Los comensales estaban sorprendidos y los mozos me ofrecieron agua para que me tranquilizara. Y recién después de un rato, cuando vio que en la puerta estaba el auto que habían llamado, logré que saliera, y el ciclista me preguntó si ya se podía retirar, ¡como si tuviera obligación de quedarse! Y cuando quise pagar el cristal roto, el encargado me dijo que cuando llegara el dueño le iba a decir que yo sólo tenía dinero para el remis. Yo no sabía cómo agradecerles semejante actitud, pero me dijeron que no me preocupara, que lo único importante era que el chico estuviera bien.

En el coche lo llevé al hospital. Martín seguía en situación de shock y yo no sé de dónde saqué fuerzas porque me había asustado mucho. El médico de guardia logró limpiarle la herida confirmando que no le había quedado ningún vidriecito, pero me dijo que sin psiquiatra no podía darle ningún calmante, a menos que yo tuviera alguno previamente recetado. Me comentó que la ciudad estaba llena de perros callejeros, que todos los días tenían algún episodio semejante o peor, porque la gente llegaba mordida, pero que la alcaldesa Marcela Hernando Pérez, que era médica, no podía hacer nada al respecto porque la Sociedad Protectora de Animales no se lo permitía.

En el hospital no me cobraron nada, pero me indicaron una clínica psiquiátrica privada que era bastante cara, y que, a pesar del costo, no tenía médico en forma permanente, sin asegurarme cuánto debía esperar en caso de llamarlo. Entonces decidí retirarme y darle el clonazepam que me había quedado, lo que le permitió descansar toda la noche sin contratiempos.

 

 

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