Si
bien estaban enfrente una de otra, mientras la terminal de ómnibus, que sólo
pertenecía a la empresa, era muy precaria en comparación con otras estaciones
de buses de América Latina, la de trenes era una preciosura. No sólo el
edificio en sí, sino la atención y los servicios, siendo un verdadero shopping.
Además,
mientras el tren a New York tardaba sólo tres horas y veinte minutos cumplidos
puntualmente, en los horarios de los ómnibus, que según el camino que tomaran
podían ser de cuatro horas y media a algo más de cinco, aclaraban que se
trataba de tiempos estimativos, dependiendo del tráfico, de las condiciones
meteorológicas y de lo que se tardara en cada parada, ya que si los pasajeros
que bajaban para ir al baño o comprar algo de comida se demoraban, ese tiempo
no se iba a recuperar aumentando la velocidad.
Pero
los precios también representaban la diferencia, lo que se me hacía prohibitivo
optar por el ferrocarril. Así que muy a mi pesar, crucé a las oficinas de
Greyhound y reservé un servicio nocturno evitando así una noche más de hotel.
Confitería
en el Hall central de la Washington Union Station
Las
principales marcas en la Union Station
Uno
de los amplios y relucientes pasillos de la Union Station
Y
mientras en toda América Latina se habían desmantelado los principales
servicios ferroviarios, en los Estados Unidos se enorgullecían con carteles que
afirmaban “Trains move our economy”.
LOS TRENES MUEVEN NUESTRA ECONOMÍA
Debido
al peso de los libros y al maltrato en los aeropuertos, se me había roto la
valija, y como regresaría con más papeles, necesitaba hacerme de una nueva.
Pero Washington era una ciudad muy cara, por lo que tuve que recurrir, como en
casi todo el mundo, a los negocios de los chinos. Así que subterráneo mediante,
en ocho minutos estuve en Chinatown.
El Barrio
Chino de Washington
Mucho
tránsito en la 7th St. NW
En
cuanto bajé del metro, además de encontrar las calles repletas de población
oriental como era esperable, y del infaltable Mc Donald’s, me sorprendió una
enorme cantidad de gente de todos los orígenes vestidos con camisetas rojas. Se
trataba de los simpatizantes del equipo de hockey sobre hielo Washington
Capitals, cuya arena era el Verizon Center, que se encontraba a pasos de donde
yo estaba, donde poco después comenzaría un partido importante.
El
infaltable Mc Donald’s también en el Barrio Chino
Simpatizantes
del Washington Capitals cruzando la avenida
Los
Washington Capitals lo habían invadido todo
Si
bien la mayor parte de los comercios correspondían a la comunidad china, los
clientes pertenecían a todos los sectores étnicos y socioeconómicos de la
ciudad. Y como era de esperar, conseguí un muy práctico bolso con rueditas de
origen chino en un negocio chino, y a un precio similar a los del barrio de
Once en Buenos Aires.
La
clientela de Chinatown era muy cosmopolita
Ya
cambiada y con mi nuevo bolso casi vacío regresé a los salones donde se hacía
el evento, y lo cargué con nuevos libros para llevar a Buenos Aires. Me despedí
de mis viejos amigos y de los colegas recientemente conocidos, y acepté la
invitación de Rolf Sternberg para cenar en ese lujoso hotel.
En
las grandes salas, cada uno con su computadora
Algunos
despidiéndose y otros descansando
Cenando
con Rolf Sternberg, su mujer Francis y un amigo
Esa
misma noche tomaría el ómnibus hacia New York, y como ya había dejado mi hotel,
en el subte fui directamente hasta la terminal de Greyhound.
Qué
clase de pasajeros solía viajar en autobús estaba muy claro. Mientras que en la
estación de trenes era raro encontrar en las boleterías alguien que hablara en
español, en la de buses no sólo que varios lo hacían, sino que todas las
indicaciones y folletería eran bilingües.
Tanto
por comodidad como por el ambiente del lugar, debía ponerme ropa más sencilla,
lo que hice incómodamente en el baño, que como en otras ciudades
norteamericanas, además de las clásicas inscripciones, había jeringas tiradas en
el piso.
Después
de dos horas, que se me hicieron eternas, subí al micro y me senté casi por la
mitad del lado de la ventanilla. Más adelante había algún que otro rubio y
varios latinos, y en la parte trasera se habían ubicado los negros.
Como
los asientos eran muy incómodos y habíamos salido con la mitad de la capacidad
cubierta, pude estirarme sobre el asiento de al lado; pero los negros, que eran
muy altos, sobrepasaban las piernas a través del pasillo apoyándolas en la fila
de enfrente, y algunos otros se habían acostado en el piso, ya que como no
había baño a bordo, no sería necesario desplazarse de un lado a otro.
A
pesar de no contar con las excelentes condiciones de los micros argentinos,
pude dormirme rápidamente, hasta que de pronto, me desperté sobresaltada a
causa de una mujer que gritaba: -“¡Don´t touch my as…!”, cuya traducción
literal es: “¡No me toque el culo…!”
A
pesar de ser un tramo de cinco horas y de noche, había un solo chofer, quien sólo
atinó a encender las luces, cuando el autor de la grosería ya había retornado a
su lugar. No obstante haberse producido el hecho en los primeros asientos,
todos miraron hacia atrás donde estaban los negros, que continuaban durmiendo
sin percatarse del asunto.
Después
de algunas advertencias y de varios murmureos, se volvieron a apagar las luces.
Pero al rato, cuando ya todo parecía haber vuelto a la normalidad, la mujer
volvió a gritar lo mismo, siguiéndole una larga cadena de insultos. Y en ese
momento sí se pudo saber de quién se trataba… Justamente había sido el más
blanco de todos, al que todos comenzaron a señalar como “el polaco”. Así
que pocos minutos después, cuando llegamos a Baltimore, el conductor llamó a un
policía y lo hizo bajar.
Cuando
me desperté ya estábamos en pleno Manhattan y todavía no había amanecido, por
lo que hice tiempo, desayuné y ya con la luz del día caminé unas cuadras hasta
Penn Station desde donde partían servicios de ómnibus hasta el aeropuerto John
Fitzgerald Kennedy.
Era
la mitad de la mañana cuando llegué a la estación aérea y me encontré con un
gran escándalo por la cantidad de vuelos suspendidos a causa de que los cielos
europeos estaban cubiertos de ceniza volcánica. Algunas empresas habían
ofrecido hotelería a sus pasajeros, pero la mayoría consideraba que no les
correspondía porque se trataba de un problema ajeno, de orden natural. Pero el
hecho era que ese tema llevaba ya varios días y la gente con sus equipajes
tenía que dormir en el aeropuerto, así que las autoridades pusieron catres y
colchones como si se tratara de un campamento, así los damnificados podían
descansar, ¡pero a la vista de todos!
Catres tendidos en los pasillos del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy en New York
Vista general de una de las terminales de aeropuerto John Fitzgerald Kennedy
Sumado
a lo que significaba el estar en esas condiciones, había quienes estaban en
estado de shock por cuestiones de salud, por la pérdida de negocios, o bien por
la desesperación de no poder encontrarse con sus familiares. Llantos, gritos e
insultos ante los pobres empleados de los mostradores abundaron durante todo el
día.
Gente desesperada por no poder viajar
Yo
también debía permanecer allí hasta la noche, no porque mi vuelo se hubiera
atrasado, ya que hacia América del Sur no había problemas, sino por ahorrarme
el hotel de New York. Pero como en el ómnibus no había dormido lo suficiente,
cuando encontré un catre vacío, me hice una reparadora siesta.
Utilicé uno de esos catres para
dormir una reparadora siesta
A
las diez de la noche partí con el avión de LAN que en once horas me dejó en
Santiago de Chile, escala obligada de esa compañía. Pero de ese tramo no tengo
registro porque me dormí antes de que despegara y me desperté durante el aterrizaje.
En
Santiago ya no habría más esperas, porque todo estaba programado para que
rápidamente tomara el vuelo a Buenos Aires.
Subí
a un avión más chico donde ya tenía asignada, como siempre, una ventanilla. Y
en cuanto despegó pretendí tomar fotografías de la Cordillera pero rápidamente
se cubrió todo de nubes, pese a lo cual yo continué jugando con mi cámara.
Algunos cerros, apenas saliendo de
Santiago de Chile
Hermosos cúmulos cubrieron el
paisaje
Un cielo azul intenso y nada de
turbulencia
Y
de pronto me dí cuenta de que mi compañero de asiento, trataba de mirar el
panorama por encima de mi cabeza. Enseguida le advertí que se trataba sólo de
nubes pero que de todos modos me gustaba mucho verlas tan cerca de mí y
fotografiarlas para enseñarles a mis alumnos a diferenciarlas.
“Sí,
sí, ya veo. ¿Viene usted de un congreso de Geografía? –me preguntó señalando la
imagen e inscripción de mi bolsa.
“Así
es”, le contesté.
“Yo
también vengo de un congreso, pero mire, en mi portafolios en lugar de la imagen
de un mapa, tengo la de un esqueleto. Soy traumatólogo” –me dijo, riéndose.
Tenía
una máquina muy buena y cuando comenzó a despejarse le cedí mi ventanilla
porque yo ya había hecho ese viaje muchas veces y tenía bastantes fotografías.
Y durante la hora que faltaba para llegar a Buenos Aires lo pasamos conversando
sobre cámaras, filtros, fotógrafos famosos y otras cuestiones por el estilo.
Cuando
nos intercambiamos tarjetas descubrimos que ambos éramos profesores de la
Universidad de Buenos Aires, él de la cátedra de Traumatología en la Facultad
de Medicina, y yo de la de Geografía Económica en la de Ciencias Económicas. Se
trataba del Dr. Claudio Alonso, un reconocido especialista en cadera, que
acababa de operar exitosamente a su madre, a pesar de ser octogenaria.
Al despedirnos me ofreció sus influencias para poder acceder en el Hospital de Clínicas a los servicios que necesitara, lo que se cumplió al poco tiempo, ya que de seis meses de espera pasé a sólo una semana.
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