sábado, 16 de abril de 2022

Al Chaco por trabajo de campo para mi tesis doctoral

   Eran los primeros días del mes de mayo de 2010 cuando debí regresar al Chaco con el fin de realizar un trabajo de campo para mi tesis doctoral sobre el impacto de los agroquímicos en la zona algodonera. Por lo que el domingo dos a la tarde tomé un micro que fuera directo a la ciudad de Villa Ángela, al sur de la provincia, cabecera del departamento Mayor Fontana, verdadera capital del algodón. Y después de viajar toda una noche, como había estado lloviendo me encontré con que la terminal de ómnibus era un barrial debido, ante mi sorpresa, que no estaba asfaltada. 

 

Terminal de ómnibus de Villa Ángela

 

 

Barrial en las plataformas de la terminal

  

El Chaco, una de las provincias con mayores niveles de pobreza de la Argentina, se caracterizaba, sin embargo, por la cantidad de esculturas en diversas ciudades, y no podía faltar alguna en la moderna terminal.

   

Sin asfalto pero con esculturas

 

 Antes de dirigirme hacia el hotel, consulté los horarios hacia los diversos destinos que iba a visitar, y para organizar la información decidí sentarme en la sala de espera y guardar los papeles que me habían entregado; y allí me causó mucha gracia que las sillas estuvieran acomodadas de espaldas al televisor.

   

Sala de espera de la terminal de Villa Ángela con las sillas de espaldas al televisor

  

Me alojé en el hotel Bariloche en la esquina de las calles 25 de Mayo y Balcarce.  Era uno de los mejores o el mejor de la ciudad y ya había estado allí seis años atrás. Comí un sándwich en el bar del hotel cuyas mesas de vidrio tenían debajo copos de algodón, y salí rápidamente a caminar por la ciudad para localizar comercios relacionados con la producción algodonera, con el fin de realizar algunas entrevistas.

Una de las personas con las que mantuve una conversación era una mujer que atendía un comercio donde se vendían principalmente artículos de librería y ropa, pero había un poco de todo, era casi un almacén de ramos generales. Y entre otras muchas cosas, me dijo: -“Antes la gente venía para la cosecha desde Paraguay y de otras provincias, además del interior del Chaco; pero ahora los buscan en los alrededores de Villa Ángela, a los más pobres. Muchas mujeres van a la cosecha con sus hijos porque los hombres vienen cada vez peores, y abandonan a sus familias. Ellos se van a trabajar a otras partes y no vuelven”.

 

Comercio de venta de bolsas para cargar el algodón

  

Al día siguiente me dirigí al hospital “Dr. Salvador Mazza” con el objetivo de entrevistar al director, que ahora era el Dr. Ramón Cáceres, un ginecólogo malhumorado quien después de tenerme esperando toda la mañana, me hizo anunciar que ese día no me podría atender. Nada que ver con el anterior quien tenía las cosas muy claras y me había hecho conocer la estadística paralela que él llevaba al margen de la que le exigieran las autoridades provinciales y nacionales de salud.

Ya había dejado el hotel y sólo llevaba conmigo una pequeña mochila con la ropa indispensable y un cuaderno de notas. Así que tomé un colectivo de línea que me llevara hasta San Bernardo, cabecera del departamento O’Higgins, otro sitio de gran producción algodonera.

    

San Bernardo – Capital de la Primavera

  

Silos destinados a conservar el algodón

  

El colectivo había tomado la ruta provincial número noventa y cinco y al llegar al cruce con la seis, había girado a la izquierda para llegar a destino, dejándome en una banquina a la entrada del pueblo, donde vi pasar a los hombres que eran llevados en camión a la cosecha y a la gente del lugar trasladándose en un endeble carrito tirado por un desnutrido caballo.

  

Cosecheros cargados en camión como si fueran ganado

  

Padre e hijas en carrito por la ruta provincial número seis

  

Había tardado casi cuarenta y cinco minutos, pero ya había pasado el mediodía, por lo que sin tener ni idea de qué dirección debía tomar, comencé a buscar un lugar donde comer algo.

   


Pasado el mediodía no había nadie en la calle a quien preguntarle nada

  

Las gallinas caminaban plácidamente por las calles del pueblo

 

 De pronto sentí un fuerte aroma a guiso y encontré que en una casa se había improvisado un comedor para obreros del lugar, y allí entré. Sólo había un menú y lo acepté sin preguntar demasiado. Yo era la única mujer, salvo la cocinera y la mesera, por lo que evidentemente me sentía como la mosca blanca, ya que todos me miraban extrañados y en el mostrador algo murmuraban.

Cuando pedí la cuenta la mesera me preguntó qué había ido a hacer al pueblo. Le dije que estaba buscando el hospital, y después de indicarme dónde quedaba, me preguntó: -“¿Usted es doctora? Si es así será muy bienvenida, porque el hospital es muy lindo y grande, pero no tiene casi servicios. Fíjese que no tiene ginecóloga, y acá hay muchos nacimientos. Las enfermeras ayudan a los partos. Lo que pasa es que el intendente es Iván Sirich, y como es de la Alianza, el gobierno provincial no le pasa plata.”

Le expliqué que iba sólo a estudiar las enfermedades de los trabajadores del algodón, y eso le pareció también muy bueno: -“La gente del pueblo es municipal o maestro. Para las cosechas traen a los peones en camiones y los llevan de vuelta en el día para no pagarles la mutual. Los chicos varones trabajan desde los ocho años”.

Agradecí la información y la mujer me despidió como si me conociera de toda la vida, pidiéndome que los ayudara lo más que pudiera, lo que me generó un compromiso muy grande, y a la vez mucha impotencia. De todos modos, recordé lo que me había dicho una de las toxicólogas que integraba el equipo del Programa de Accidentes por Plaguicidas del Ministerio de Salud de la Nación, en el cual yo había participado varios años atrás, y era que no estaba en manos de nosotras solucionar todo, pero que cada una desde su lugar podía salvar algunas vidas, aunque lamentablemente no fueran todas. Y allí pensé que, al margen de presentar mi tesis, que sería leída por unos pocos, podía colaborar publicando de diferentes formas todo lo que estaba sucediendo. Y que además de formar a mis estudiantes y a algunos becarios y tesistas, que también constituían grupos limitados, debía hacer una especie de periodismo científico divulgando a los cuatro vientos las diferentes problemáticas sobre las que investigara, para contrarrestar, aunque fuera en escasa magnitud, toda la caterva de falsas informaciones que diariamente se escuchaban y que no eran más que cortinas de humo para que la mayor parte de la gente desconociera la realidad. Y que para eso debía expresarme en un lenguaje sencillo y dejar los términos académicos sólo para ciertos círculos universitarios donde las formas eran fundamentales para lograr credibilidad y seriedad, aunque muchas veces se oscurecieran las aguas para que parecieran más profundas.

Caminé las pocas cuadras que me separaban del hospital “José Ingenieros”, y al llegar me sorprendió positivamente el edificio. Recorrí varios pasillos donde el silencio era absoluto y el sol traspasaba los vidrios sin que se produjeran sombras porque no había absolutamente nadie. Y asomándome a una salita apareció una enfermera que me preguntó qué necesitaba. Le dije que pretendía hacerle una entrevista al director, quien se encontraba en su casa, por lo que, sin preguntarme la razón, simplemente porque venía de Buenos Aires, me comunicó telefónicamente.

El Dr. Roberto Giménez era pediatra, se había recibido en la Universidad de Buenos Aires y ya llevaba veintiocho años en San Bernardo. Consideraba que el edificio del hospital era muy bueno pero que no tenía quirófano. Me confirmó que no había ginecólogos, ni obstetras, ni traumatólogos, sino sólo algunos pocos médicos generales y que la pediatra atendía en un consultorio a nivel privado.

Y si bien el hospital debería ser de nivel de complejidad III, en los hechos era de I o II, siendo el de Villa Ángela de nivel IV y el de Sáenz Peña, de nivel VI. Y en ese orden derivaban a los pacientes, y si el caso era muy complejo, los trasladaban a Resistencia. Los casos más frecuentes eran los partos, que ante una complicación debían derivarse a Villa Ángela, cuya distancia era cubierta en alrededor de media hora por la ambulancia.

Y él notaba que desde veinte años atrás, las neumonitis y otras afecciones respiratorias se estaban tornando en asmáticas y alérgicas, sin haber casi casos tan comunes como antes, además de las frecuentes dermatitis. Y eso lo atribuía a las fumigaciones aéreas. Agregando, que años atrás, cuando se utilizaban organofosforados en el algodón había muchos casos de intoxicaciones. Él había realizado un trabajo al respecto junto con una bioquímica, pero según él, se había perdido.

  

Entrada principal del hospital “José Ingenieros” de San Bernardo


    

Ingreso para la única ambulancia del hospital “José Ingenieros” de San Bernardo

  

Desde allí caminé hasta la Escuela Provincial de Educación Especial Nro. 13, dirigida por Flora Valeria Vastik, oriunda de Presidencia Roque Sáenz Peña, quien me brindó una serie de informaciones que llamaron mucho mi atención. El establecimiento contaba con ciento veinte niños en su mayoría con retraso mental más algunos con síndrome de Down y autismo, en un pueblo de sólo doce mil habitantes. Estaba claro que no todos pertenecían a San Bernardo, pero sí a lugares no muy lejanos ya que se trataba de asistencia diaria sin internación. Ella lo atribuyó a la desnutrición como causa central, pero luego agregó que en la vecina localidad de La Tigra había una alta incidencia de hipoacúsicos y que eso tenía directa relación con los plaguicidas que se utilizaban en el lugar. Pero por otra parte, dijo indignada: -“La gente quiere hacer pasar al hijo como discapacitado. Acá todos son vagos, viven de los planes sociales. Los de los planes tienen cuotas a sola firma y los empleados de Gobierno necesitan dos garantías”.

Cuando nos despedimos me indicó dónde quedaba la terminal de ómnibus y hacia allí fui. Eran pocas cuadras, pero gran parte eran de tierra y después de la lluvia estaban totalmente anegadas. Y cuando ya estaba cerca, sin poder esquivar el barrial, me patiné y quedé tendida en el suelo patas para arriba como una cucaracha. Lo terrible era que no había absolutamente nadie para que me ayudara, y cuando intentaba darme vuelta para ponerme de pie, volvía a resbalarme y a enchastrarme pareciéndome a esas mujeres que luchan en el barro.

Después de varios intentos logré salir del lugar y vi que estaba ya cerca de la terminal de ómnibus que la sentía como un oasis, y en cuanto llegué entré rápidamente al baño con la intención de lavarme un poco, pero insólitamente ¡no había agua! Y así como estaba, ante la mirada de todos, me paré en la plataforma para esperar el micro que iba a Presidencia Roque Sáenz Peña. Cuando subí, para no ensuciar demasiado el asiento, saqué algunas prendas de la mochila y me senté sobre ellas.

    

Calles anegadas después de varios días de lluvia intensa

 

 

El Chaco siempre ha pasado de la inundación a la sequía

  

El ómnibus volvió a tomar las rutas provinciales números seis y noventa y cinco y después de más de una hora, me dejó en la plazoleta de ingreso a la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña, donde me puse en la fila a la espera de un colectivo local que me llevara hasta el Centro. ¡No quieran pensar las caras del chofer y de los demás pasajeros cuando subí! Pero como en el Chaco todos son amables y solidarios, permanentemente me ofrecían el asiento, lo que yo no aceptaba para no ensuciar a los demás.

 

 Todo inundado en el camino entre San Bernardo y Presidencia Roque Sáenz Peña

  

Me bajé cerca de la catedral y comencé a buscar algún hotelito barato, pero en todos los que entré me dijeron que no había lugar, lo que yo atribuí a mi estado calamitoso. Continué por otros de mejor nivel, y tampoco conseguí alojarme. Ellos adujeron que había muchos viajantes y algunos eventos, así que no me quedó otra opción que intentarlo en el hotel Presidente, nada menos que de cuatro estrellas. Cuando entré al gran lobby iluminado “a full”, pensaron que se trataba de una pordiosera pero al acercarme al mostrador y preguntar si había lugar, se apresuraron a darme el precio de la noche. Y si bien no era barato, lo consideré bastante accesible en comparación con los hoteles de la misma categoría de la región pampeana. Así que acepté, lo que al conserje le resultó extraño, hasta que saqué varias tarjetas de crédito y entonces los rostros fueron suavizándose. Rápidamente tomaron mi asquerosa mochila y me acompañaron a la habitación que era espectacular, pero lo único que yo ansiaba era meterme en la bañera con jacuzzi, aunque previamente lavé como pude mi ropa y la puse a secar entre dos sillas con el aire acondicionado.

Eran ya las diez de la noche cuando me había recuperado un poco y algunas prendas ya estaban secas, por lo que antes de que cerraran fui a cenar a un buen restorán y después…, ¡a dormir entre un montón de almohadas! Creí habérmelo merecido.

Ya era miécoles cinco. Me levanté muy temprano y fui hasta el hospital de Presidencia Roque Sáenz Peña. La entrada estaba llena de perros abandonados que merodeaban por todas partes, y la gente haciendo largas filas para que la atendieran. Yo pedí tener una entrevista con el director, pero me informaron que no podría atenderme y en su defecto lo iba a hacer el co-director, el Lic. Carlos Navarro, especialista en Salud Mental egresado de la Universidad Nacional del Nordeste.

A él le interesó mucho la temática que yo estaba abordando y no hizo más que confirmarme muchos de los datos que venía obteniendo hasta el momento.

Primeramente me dijo que ese hospital era el receptor de los casos complejos de casi toda la provincia, antes de recurrir al de Resistencia, por lo que me podía dar un panorama general al margen del área sobre la cual yo estaba interesada.

Estimaba que una de las zonas más afectadas era la de Gancedo, al sudoeste de allí, donde predominaba la soja, ya que antes fumigaban con el mosquito y ahora lo hacían en forma aérea. Y que los gringos del campo padecían cáncer, parálisis cerebral, malformaciones congénitas, dermatitis e intoxicaciones varias debidas al Roundup, nombre comercial del glifosato producido por Monsanto, sólo por el hecho de consumir agua. Y que además desde Charata hasta Santiago del Estero habían encontrado arsénico en agua hasta doce metros de profundidad, por lo que había más enfermos de cáncer en el campo que en la ciudad. Y que, además, muchos sufrían de leptospirosis que era una enfermedad que se trasmitía a través de las ratas por aguas contaminadas, convirtiéndose en epidemia durante las inundaciones, algo estacional en todo el Chaco. Pero que sin duda, el gran problema del momento se situaba al nordeste de la provincia, donde los agroquímicos utilizados para la producción de arroz estaban causando estragos.

Respecto de la zona algodonera comentó que el Dr. Héctor Lanza, como parte de la Fundación Cirugía Patria Solidaria, iba todos los años a hacer operaciones de labio leporino y otras malformaciones. Que la gran cantidad de casos de hipoacusia en La Tigra tenía que ver con malformaciones congénitas producidas por los plaguicidas; y que además, como los bidones donde se envasaban eran lindos, los gringos los lavaban y los usaban para llevar agua, lo que expandía mucho más los niveles de contaminación. Pero que antes, cuando se utilizaban los fosforados, morían entre tres y cuatro personas por día por intoxicación.

Respecto de las causas de muerte registradas en el hospital de Sáenz Peña, mencionó hipertensión, accidentes de tránsito, enfermedades respiratorias, oncológicas, ginecológicas y renales como las más destacables. También hizo referencia a los casos de TBC (tuberculosis) y de dengue, siendo Corzuela y Campo Largo los principales focos, agregando que dicha información fue ocultada por razones políticas.

Me dio varios datos para continuar con mi trabajo y me despidió ofreciéndose para otras gestiones que pudiera necesitar.

Ya era el mediodía y crucé enfrente a un bolichón donde iba la gente del lugar, y comí un tremendo plato de tallarines con estofado de carne. Justo lo ideal para irse a dormir la siesta, pero yo no tenía tiempo que perder, y en la parada de remises del hospital, tomé uno para que me llevara a las afueras de la ciudad donde se encontraba el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria).

El remisero, llamado Elvio, resultó ser un maestro rural que hacía algunos viajes para complementar su magro salario. Era hijo de un pequeño productor a quien no le daba la escala y terminó abandonando la producción. Comentaba que antes la cosecha se pagaba sesenta pesos cada cien kilos, juntando ciento sesenta kilos diarios. Pero que en ese momento sólo se recolectaban entre noventa y cien kilos diarios porque estaban obligados a que los obreros trabajaran menos horas. Y que a los colonos los obligaban a poner a los cosecheros en blanco por lo que contrataban a un intermediario que se encargaba de recolectar gente y llevarla en camión o en ómnibus diariamente. La escuela donde él enseñaba se encontraba cerca de Sáenz Peña y sus alumnos tenían entre ocho y quince años, y que a partir de los diez años iban a la cosecha solos o con sus familias, abandonando la escuela durante ese período. Y luego agregó que la gente ya estaba dejando el campo por tener planes de ayuda. Que la DGI no les permitía trabajar en la cosecha si cobraban planes, por lo cual en La Tigra había una desmontadora que estaba abandonada.

En poco más de veinte minutos estuve en la estación del INTA que quedaba a sólo cinco kilómetros al sur de Saénz Peña sobre la ruta noventa y cinco. Le pedí al remisero que me esperara, e ingresé sin ningún tipo de recomendación.

Allí me atendieron las ingenieras agrónomas Marita Simonella y Laura Fogar, especialistas en plagas, quienes mostraron muy buena predisposición. Y lo primero que me hicieron ver fue un cartel que decía: “A veces puedo elegir lo que como o lo que bebo, pero nunca puedo elegir lo que respiro”. ¡Nada más apropiado para lo que estaba estudiando!

Y si bien consideraron que el glifosato no era tóxico, la Ing. Fogar se quejó: -“Los aviones fumigadores a veces se cargan de agua para limpiar los tanques y tiran los residuos en cualquier parte. Al propio campo de experimentación del INTA le cayó 2-4-D desde los campos vecinos a través del aire”.

Ellas me explicaron las principales características de la forma de fumigar cuyas diferencias estaban determinadas básicamente por el tamaño de los campos. Cuando se trataba de extensiones menores a doscientas hectáreas la fumigación se realizaba con un aparato llamado mosquito autopropulsado por una persona, mientras que si era mayor de ese valor, la máquina era transportada por un tractor. Pero cuando los establecimientos era muy grandes o bien no se podía ingresar a causa de las inundaciones, se utilizaba el avión fumigador.

Luego hablaron sobre la etapa de siembra en el área de la ruta provincial noventa y cinco, entre Presidencia Roque Sáenz Peña y Villa Ángela, justamente la elegida para el desarrollo de mi tesis. Y dijeron que se realizaba entre el quince de octubre y el treinta de noviembre, fechas fijadas por el SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria). Además, que debido a que las precipitaciones, que oscilaban entre novecientos y novecientos cincunta milímetros anuales concentradas durante el verano, siendo el invierno la estación seca, la plaga que predominaba era el picudo, ya que las elevadas temperaturas y la humedad le eran favorables para su rápida reproducción.

El picudo se alimentaba con polen del algodón por lo que ellas proponían la instalación de trampas desde antes de la siembra hasta pasada la cosecha cuando se destruía el rastrojo.

   

Picudo del algodonero

 

 

Principales lepidópteros capturados con trampas de luz

  

Red de trampas de luz

  

Las trampas colocadas antes de la siembra eran de feronoma, una hormona sexual que atraía a machos y hembras. Y luego pulverizaban los alrededores donde había mayor cantidad de insectos en las trampas, pero sólo en los bordes. El plaguicida utilizado era el endosulfan que quedaba en stock porque ya no se producía desde el año dos mil nueve, pero algunos aplicaban piretroides que eran repelentes recomendados por el SENASA.

  

Trampa de veneno para picudo

  

Trampa de veneno colocada en el campo de experimentación del INTA

  

Hicieron referencia a otros fosforados utilizados como el Mercaptotion y el IGR, insecticida más específico ya que impedía el desarrollo de la Oruga de la Hoja y de la Capullera o Bolillera del Algodonero, que si bien era más selectivo y dañaba menos la fauna benéfica, también era más residual, más caro y más difícil de conseguir. Mientras que para evitar los trips y pulgones, se sembraban semillas tratadas con Aldicarb, un insecticida perteneciente a la familia de los carbamatos. Pero las agrónomas adujeron que los agricultores, al tratar la semilla, no tomaban los recaudos necesarios, como ponerse una escafandra, justificándose a partir del intenso calor de la región; y que cuando en el INTA se daban charlas informativas, muchas veces se dormían. Por otra parte, la cosecha en campos de treinta a cien hectáreas se realizaba en forma manual, siendo sólo en los de mayor extensión que se hacían surcos más estrechos y se utilizaban máquinas.

 

Campo de algodón casi al fin de la cosecha

  

Y para evitar que los insectos continuaran reproduciéndose, el SENASA obligaba a destruir el rastrojo.

  

Métodos de destrucción de rastrojos del cultivo de algodón

  

Agradecí mucho el tiempo que me habían dedicado, y en el remis que me estaba esperando continué circulando por la ruta provincial noventa y cinco rumbo a La Clotilde, a cuarenta y cinco kilómetros de allí.

  

Dejando los campos del INTA

  

Extensa llanura con áreas de depresión formando bañados a la vera de la ruta 95

 

 

Presencia de variedad de aves y anfibios en los bañados

  

En poco más de media hora llegamos a destino y allí me despedí del chofer ya que no sabía cuánto iba a demorar en regresar a Villa Ángela, donde habían quedado varias entrevistas pendientes.

  

Arboleda de la avenida de ingreso a La Clotilde

  

 

Llegada a La Clotilde, departamento de O’Higgins

  

Rápidamente fui a “la salita”, forma en que denominaban al Puesto Sanitario de nivel A, los clotildenses. Me senté en la sala de espera junto con las mujeres que llevaban a sus hijos a vacunar y me puse a conversar informalmente con ellas. Todas me hablaron maravillas del gobernador, que en ese momento era Jorge Capitanich, pero muy especialmente de “La Cristina”. Me dijeron que teniendo una presidenta mujer habían logrado que se entendiera que ellas y sus hijos no debían ir a la zafra, y que con los planes podían quedarse en sus casas cuidándolos, ya que los hombres se gastaban el dinero en “cualquiera”.

Cuando tocó mi turno pregunté por el director, pero me dijeron que estaba en su casa durmiendo la siesta y que no quería ser molestado, por lo que me iba a atender Héctor, el enfermero que estaba a cargo de las estadísticas epidemiológicas.

Primeramente Héctor me indicó que la salita tenía escaso presupuesto, contaba con dos camas para emergencias y una ambulancia, y que el lugar del laboratorio se utilizaba como vacunatorio. Que la prevalencia en La Clotilde era la hipertensión, la diabetes, diversas enfermedades respiratorias como laringitis, faringitis y alergias, y la desnutrición. Pero luego me hizo ver que estaba indignado con la situación social que se estaba viviendo en los últimos años:

“Las mujeres vacunan a sus hijos a cambio de un kilo de leche. Y la mayoría considera que de algo hay que morir.” Agregó que muchas veces recorrían las casas para controlar a las embarazadas y recordarles que hicieran control pediátrico, y que cuando daban charlas se reían y no hacían caso. Y que mandaban a sus hijos a la escuela sólo para que les dieran de comer.

“La natalidad aquí es muy alta, muchas mujeres tienen entre siete y diez hijos. Y cuando las parturientas acuden a último momento las atendemos los enfermeros, de lo contrario, se las deriva al hospital de San Bernardo a dieciocho kilómetros, y si viene complicado al de Villa Ángela a cincuenta kilómetros porque en la Tigra que está a sólo diez kilómetros, tienen una sala nivel A y otra nivel B, pero no hay hospital” –dijo.

Yo le pregunté acerca de intoxicaciones o accidentes derivados del trabajo en los campos de algodón, a lo que me respondió:

- “No hay nada de eso porque casi nadie trabaja. Antes los accidentes eran de trabajo, ahora son de motos en la ruta o cuando hacen picadas. La gente ya no va a las cosechas porque cobra planes sociales y se compran motos y celulares.”

  

Puesto Sanitario “A” – La Clotilde

  

Comencé a caminar por el pueblo que era diminuto, contando con apenas tres mil trescientos habitantes de los cuales en ese momento no había ni uno solo en las calles. Evidentemente el director de la salita no era el único que dormía la siesta. Así que entré al único almacén-bar que encontré abierto para tomar algo fresco. Y allí había un grupo de jubilados a los que aproveché para entrevistar.

“Antes la gente trabajaba con el algodón, pero ahora todos están pensionados. La DGI obliga a los colonos a tomarlos en blanco y no les conviene porque algunos trabajan un día y quieren todos los beneficios.” – dijo uno de ellos.

Mientras que otro agregó: -“¡A los colonos les exigen poner a la gente en blanco y el estado paga en negro!”

 “Las mujeres viven para tener hijos y cobrar la pensión. Se consiguen un certificado de discapacidad para cobrar más y tener derecho a la vivienda. Casi todas cobran al menos mil pesos. El resto de la gente trabaja en la Municipalidad, la Policía, en bancos, en las escuelas primaria y secundaria, y ahora también terciaria porque pusieron el Magisterio” –dijo un tercero.

Ante mi comentario sobre las mejoras que veía respecto de mi visita seis años atrás, del crecimiento demográfico que se vislumbraba, y de la diferencia a favor respecto de pueblos vecinos, otro de ellos me dijo: -“Hoy en día tenemos todos los servicios. Agua de red desde 1978, y después pusieron luz toda la noche, cajero automático, varios colectivos al día y una ambulancia, aunque cuando las enfermedades son muy complejas nos vemos obligados a ir a Resistencia. Hay gente que vivía en Buenos Aires y por la inseguridad volvió a vivir con sus parientes y se está haciendo la casita. Tenemos mucho pavimento y el pueblo está muy lindo porque el intendente, Víctor Gasko, es justicialista y hace como veinte años que está; pero los que tienen intendentes radicales, no pueden decir lo mismo.”

  Otro de los pocos lugares abiertos durante las primeras horas de la tarde era el Banco del Chaco, donde había muchas personas esperando y una sola atendiendo, por lo que la esperé a la salida:

“El banco atiende lunes, miércoles y viernes. Lo que más hago es pagar pensiones porque todos viven de eso. Se forman colas muy largas. El mínimo es de seiscientos cincuenta pesos y ciento cincuenta pesos por cada hijo, y algunas mujeres tienen más de siete. A nadie le conviene ir a la cosecha. Algunos hombres lo hacen en negro pero la DGI controla mucho a los gringos. También prohiben y controlan mucho que no trabajen los niños. Las multas son muy altas. Este intendente recibe mucho dinero y es el pueblo con mayor cantidad de planes sociales. Hay casi cinco mil habitantes contando a la gente de zonas rurales que viene acá porque sabe que va a recibir pensiones. La Tigra está casi abandonada, aunque ahora empezaron a hacer algunas obras”, -dijo la joven empleada.

   

Calle de La Clotilde a la hora de la prolongada siesta

  

Viendo por un lado que no había muchos más a quienes preguntarles algo y a que casi todos coincidían con el relato, me dirigí a la terminal con el fin de tomar el ómnibus que iba a Villa Ángela. Y mientras esperaba que se despejara el camino debido al corte del cruce de cuatro rutas, un viajante me decía lo siguiente: “Yo habitualmente recorro La Clotilde, La Tigra, San Bernardo y Villa Berthet tomando pedidos que compro en Presidencia Sáenz Peña. Viajo en colectivos y a dedo porque todos me conocen. Y puedo asegurarle que acá nadie trabaja, todos quieren planes, y si no se los dan, cortan la ruta como está pasando hoy. Las mujeres se compran celulares y ropa con las pensiones y no les dan de comer a sus hijos. Tienen antena parabólica y los hombres se lo chupan. La Clotilde tiene los mayores beneficios y está más cuidada que San Bernardo que es la cabecera, pero que tiene intendente radical. La Tigra, La Clotilde y San Bernardo tienen agua potable de red que les pusieron los milicos, pero los de Villa Berthet se quedan con las napas vacías todos los inviernos, cuando hay sequía, a pesar de la represa.”   

Terminal de ómnibus de La Clotilde

  

Cuando llegó el micro retomó la calle arbolada de la entrada del pueblo desde donde se veían los campos pelados y sin gente trabajando. Y con la vista perdida en ese paisaje me quedé pensando acerca de los comentarios de toda la gente con la que había estado, pudiendo tener una idea clara de los enfrentamientos sociales que se sufrían en el pueblo. Y si bien en líneas generales yo no coincidía con los subsidios, por lo menos los permanentes, si en esos casos servían para disminuir la mortalidad infantil y la materna, ¡bienvenidos! Por otra parte, y eso era generalizado en el resto del país, cuando el estado otorgaba un beneficio a los sectores más pobres, la clase media e incluso los no tan pobres se quejaban; pero cuando del erario público se destinaban fondos para grandes empresas cuyas ganancias eran “exportadas” a centros financieros del exterior, esos mismos sujetos ni chistaban. De hecho eso era no tener conciencia de clase.

   

Saliendo de La Clotilde

  

Campos anegados entre La Clotilde y Villa Ángela

  

En la mañana del jueves seis, fui al INTA de Villa Ángela donde entrevisté a los ingenieros agrónomos Evelin Delceggio y José Insaurralde.

Ellos no hicieron más que confirmar todos los datos que tenía hasta el momento, pero agregaron que si bien en INTA Sáenz Peña había un banco de germoplasma con todas las variedades de algodón y de árboles nativos, prácticamente no se estaban utilizando porque los productores preferían el algodón transgéncio para que resistiese el glifosato y así manejar las malezas. “Monsanto está destruyendo al INTA. Los colonos van a los negocios que venden agroquímicos y ponen lo que les venden” – dijeron los profesionales.

De todos modos se mostraron satisfechos con que a pesar de que en muchas áreas del Chaco ya estaba siendo reemplazado por soja, Villa Ángela continuaba teniendo una mayor superficie sembrada con algodón. En ese momento había cincuenta mil hectáreas de algodón, frente a diez mil de soja, seis mil de sorgo y cuatro mil de maíz.

Luego regresé al hospital donde no me habían atendido unos días atrás, y volví a preguntar por el director, quien, con cara de no muy buenos amigos, me hizo saber que debía esperarlo. Pero mientras estaba allí veía que entraban uno a uno diferentes empleados a su despacho, fueran médicos o administrativos, para luego oir gritos y portazos al salir. Evidentemente el ambiente estaba caldeado y yo comencé a pensar en que ese día tampoco me iba a atender, pero pretendí que él mismo me lo dijera. Y cuando ya habían pasado casi dos horas, alguien que me había visto se apiadó de mí y me preguntó cual era la razón por la cual estaba esperando al Doctor. Le expliqué los motivos de mi visita y me dijo: - “No espere más, no la va a atender. Él es así, deja que la gente se canse y se vaya. Además no le gusta que le pregunten nada que lo pueda comprometer. Venga conmigo que le presento al Jefe de Estadística”.

El Señor Máximo Germán Benítez estuvo muy predispuesto y sacó a relucir todos los datos que tenía a disposición.

Primeramente hizo referencia a que ese hospital era la cabecera de la Zona Sanitaria 3 que abarcaba los departamentos de Mayor Luis Jorge Fontana, O’Higgins y Fray Justo Santa María de Oro, y que el nivel de complejidad estaba entre cuatro y cinco, para luego enunciar todos los servicios con que contaba, la cantidad de camas, de partos mensuales, de cirugías y de consultas por especialidad. Luego diferenció las enfermedades por estación. Dijo que en el invierno predominaban las respiratorias agudas, neumonía, bronconeumonía, asma bronquial, bronquiolitis, síndrome febril e influenza; mientras que en verano la deshidratación por alta temperatura, las diarreas y la internación social por falta de trabajo.

Yo le pregunté respecto del impacto de los agroquímicos en la zona. Y él me respondió que si bien la mayor parte de las intoxicaciones eran de origen alimenticio por mala preparación de la comida o por su descomposición ante la falta de refrigeración adecuada en una región tan calurosa, le seguían las relacionadas con tóxicos de uso doméstico, para estar en tercer lugar las causadas por pesticidas que tenían síntomas particulares como náuseas, vómitos, dolor de cabeza, temblores y dermatitis. Y que justamente acababan de comenzar a tener un registro específico debido al aumento de los casos. Que además, si bien históricamente la mayoría de las enfermedades oncológicas habían sido de carácter ginecológico, últimamente estaban apareciendo más casos de otro origen, incluso en los niños. Y agregó que muchas de las enfermedades respiratorias que había mencionado estaban relacionadas con las desmotadoras.

Después comencé a deambular por el hospital con el propósito de hablar con algunos pacientes en las salas de espera de los consultorios, pero como sólo atendían las urgencias por encontrarse de paro por setenta y dos horas en reclamo por mejores salarios y seguridad ante hechos de violencia acaecidos la semana anterior, entrevisté a otro empleado quien no quiso identificarse por temor a represalias por parte del director. Y ante mis preguntas aseguró que en ese momento la contaminación del aire era menor porque las desmotadoras e hilanderías estaban con escasa producción y que de hecho las consultas por enfermedades respiratorias habían mermado. Con respecto al agua dijo que los problemas mayores estaban al sur de Villa Ángela, hacia Santa Sylvina donde no había agua de red y la gente tomaba agua de pozo contaminada con agrotóxicos. Y continuó: -“Mi padre mantenía cien familias trabajando en el campo, pero cuando terminaba la cosecha le hacían juicios y quebró. Ahora se dedican a cobrar el plan y gastarlo en motos y celulares. Antes decían que durante la inundación el agua les llegaba a la cintura, y ahora dicen que les llega al celular. Lo que pasa es que los salarios son tan bajos que conviene cobrar los planes y quedarse en casa. La gente viene al hospital a que el médico le haga un certificado de discapacidad, y si no se lo hace, se enoja y arma escándalo.”

Y allí se sumó otro administrativo anónimo quien con mucha bronca sentenció: -“Acá los salarios son miserables. Los médicos cobran dos mil pesos y muchos se fueron al sur donde cobran quince mil. En verano, con 45°C a la sombra se llenan las camas por deshidratación de grandes y chicos. La gente y los abogados viven de juicios a los médicos. Se muere alguien y hacen juicio. Cobran fortunas y al poco tiempo no tienen más nada. El otro día murió un chico y vinieron, rompieron vidrios y agredieron a dos pediatras. Después de un juicio ya no se es el mismo, no importa tanto la plata, sino cómo lo denigran y su postura con la sociedad. Los medios se hacen eco porque así venden. Pasó lo mismo con algunos casos de abusos que no son tales, y a los hijos les enseñan a mentir. Todos tienen miedo, los médicos y los maestros. Viven de eso. Se perdió la cultura del trabajo. Les dan yuyos, les preparan jarabes a los chicos y cuando ya no hay nada que hacer, los traen al hospital. Después lo culpan al médico y cobran el juicio. No les dan de comer a los hijos, gastan los planes en celulares de última generación, pero el gobierno junta votos.”

Ya se terminaban la semana, mi tiempo y mi dinero para continuar con el periplo, ya que llevaba gastados más de ochocientos pesos de mi bolsillo, así que esa misma tarde tomé el micro que me llevaría de regreso a Buenos Aires.

  

Campos inundados en Santa Sylvina, al sur de la provincia del Chaco

  

Puesta de sol en el norte de la provincia de Santa Fe

  

Después de trece horas llegué a la terminal de Retiro. Estaba cansada y con una laringitis que me duró varios días, pero muy satisfecha con la información recabada, y dispuesta a analizarla, y además de redactar mi tesis, divulgarla tanto como pudiera.

 

 

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