Terminal de ómnibus de Villa Ángela
Barrial en las plataformas de la terminal
El Chaco, una de las provincias con mayores
niveles de pobreza de la Argentina, se caracterizaba, sin embargo, por la
cantidad de esculturas en diversas ciudades, y no podía faltar alguna en la
moderna terminal.
Sin asfalto pero con esculturas
Sala de espera de la
terminal de Villa Ángela con las sillas de espaldas al televisor
Me
alojé en el hotel Bariloche en la esquina de las calles 25 de Mayo y
Balcarce. Era uno de los mejores o el
mejor de la ciudad y ya había estado allí seis años atrás. Comí un sándwich en
el bar del hotel cuyas mesas de vidrio tenían debajo copos de algodón, y salí
rápidamente a caminar por la ciudad para localizar comercios relacionados con
la producción algodonera, con el fin de realizar algunas entrevistas.
Una
de las personas con las que mantuve una conversación era una mujer que atendía
un comercio donde se vendían principalmente artículos de librería y ropa, pero
había un poco de todo, era casi un almacén de ramos generales. Y entre otras
muchas cosas, me dijo: -“Antes la gente venía para la cosecha desde Paraguay
y de otras provincias, además del interior del Chaco; pero ahora los buscan en
los alrededores de Villa Ángela, a los más pobres. Muchas mujeres van a la
cosecha con sus hijos porque los hombres vienen cada vez peores, y abandonan a
sus familias. Ellos se van a trabajar a otras partes y no vuelven”.
Comercio de venta de bolsas para cargar el algodón
Al
día siguiente me dirigí al hospital “Dr. Salvador Mazza” con el objetivo de
entrevistar al director, que ahora era el Dr. Ramón Cáceres, un ginecólogo malhumorado
quien después de tenerme esperando toda la mañana, me hizo anunciar que ese día
no me podría atender. Nada que ver con el anterior quien tenía las cosas muy
claras y me había hecho conocer la estadística paralela que él llevaba al
margen de la que le exigieran las autoridades provinciales y nacionales de
salud.
Ya
había dejado el hotel y sólo llevaba conmigo una pequeña mochila con la ropa
indispensable y un cuaderno de notas. Así que tomé un colectivo de línea que me
llevara hasta San Bernardo, cabecera del departamento O’Higgins, otro sitio de
gran producción algodonera.
San Bernardo – Capital de la Primavera
Silos destinados a conservar el
algodón
El
colectivo había tomado la ruta provincial número noventa y cinco y al llegar al
cruce con la seis, había girado a la izquierda para llegar a destino, dejándome
en una banquina a la entrada del pueblo, donde vi pasar a los hombres que eran
llevados en camión a la cosecha y a la gente del lugar trasladándose en un
endeble carrito tirado por un desnutrido caballo.
Cosecheros cargados en camión como si fueran ganado
Padre e hijas en carrito por la ruta provincial
número seis
Había
tardado casi cuarenta y cinco minutos, pero ya había pasado el mediodía, por lo
que sin tener ni idea de qué dirección debía tomar, comencé a buscar un lugar
donde comer algo.
Las gallinas caminaban
plácidamente por las calles del pueblo
Cuando
pedí la cuenta la mesera me preguntó qué había ido a hacer al pueblo. Le dije
que estaba buscando el hospital, y después de indicarme dónde quedaba, me
preguntó: -“¿Usted es doctora? Si es así será muy bienvenida, porque el
hospital es muy lindo y grande, pero no tiene casi servicios. Fíjese que no
tiene ginecóloga, y acá hay muchos nacimientos. Las enfermeras ayudan a los
partos. Lo que pasa es que el intendente es Iván Sirich, y como es de la
Alianza, el gobierno provincial no le pasa plata.”
Le
expliqué que iba sólo a estudiar las enfermedades de los trabajadores del
algodón, y eso le pareció también muy bueno: -“La gente del pueblo es
municipal o maestro. Para las cosechas traen a los peones en camiones y los
llevan de vuelta en el día para no pagarles la mutual. Los chicos varones
trabajan desde los ocho años”.
Agradecí
la información y la mujer me despidió como si me conociera de toda la vida,
pidiéndome que los ayudara lo más que pudiera, lo que me generó un compromiso
muy grande, y a la vez mucha impotencia. De todos modos, recordé lo que me
había dicho una de las toxicólogas que integraba el equipo del Programa de Accidentes
por Plaguicidas del Ministerio de Salud de la Nación, en el cual yo había
participado varios años atrás, y era que no estaba en manos de nosotras
solucionar todo, pero que cada una desde su lugar podía salvar algunas vidas,
aunque lamentablemente no fueran todas. Y allí pensé que, al margen de
presentar mi tesis, que sería leída por unos pocos, podía colaborar publicando
de diferentes formas todo lo que estaba sucediendo. Y que además de formar a
mis estudiantes y a algunos becarios y tesistas, que también constituían grupos
limitados, debía hacer una especie de periodismo científico divulgando a los
cuatro vientos las diferentes problemáticas sobre las que investigara, para
contrarrestar, aunque fuera en escasa magnitud, toda la caterva de falsas
informaciones que diariamente se escuchaban y que no eran más que cortinas de
humo para que la mayor parte de la gente desconociera la realidad. Y que para
eso debía expresarme en un lenguaje sencillo y dejar los términos académicos
sólo para ciertos círculos universitarios donde las formas eran fundamentales
para lograr credibilidad y seriedad, aunque muchas veces se oscurecieran las
aguas para que parecieran más profundas.
Caminé
las pocas cuadras que me separaban del hospital “José Ingenieros”, y al llegar
me sorprendió positivamente el edificio. Recorrí varios pasillos donde el
silencio era absoluto y el sol traspasaba los vidrios sin que se produjeran
sombras porque no había absolutamente nadie. Y asomándome a una salita apareció
una enfermera que me preguntó qué necesitaba. Le dije que pretendía hacerle una
entrevista al director, quien se encontraba en su casa, por lo que, sin
preguntarme la razón, simplemente porque venía de Buenos Aires, me comunicó
telefónicamente.
El
Dr. Roberto Giménez era pediatra, se había recibido en la Universidad de Buenos
Aires y ya llevaba veintiocho años en San Bernardo. Consideraba que el edificio
del hospital era muy bueno pero que no tenía quirófano. Me confirmó que no
había ginecólogos, ni obstetras, ni traumatólogos, sino sólo algunos pocos
médicos generales y que la pediatra atendía en un consultorio a nivel privado.
Y
si bien el hospital debería ser de nivel de complejidad III, en los hechos era
de I o II, siendo el de Villa Ángela de nivel IV y el de Sáenz Peña, de nivel
VI. Y en ese orden derivaban a los pacientes, y si el caso era muy complejo,
los trasladaban a Resistencia. Los casos más frecuentes eran los partos, que
ante una complicación debían derivarse a Villa Ángela, cuya distancia era
cubierta en alrededor de media hora por la ambulancia.
Y
él notaba que desde veinte años atrás, las neumonitis y otras afecciones
respiratorias se estaban tornando en asmáticas y alérgicas, sin haber casi
casos tan comunes como antes, además de las frecuentes dermatitis. Y eso lo
atribuía a las fumigaciones aéreas. Agregando, que años atrás, cuando se utilizaban
organofosforados en el algodón había muchos casos de intoxicaciones. Él había
realizado un trabajo al respecto junto con una bioquímica, pero según él, se
había perdido.
Entrada principal del hospital
“José Ingenieros” de San Bernardo
Ingreso para la única ambulancia
del hospital “José Ingenieros” de San Bernardo
Desde
allí caminé hasta la Escuela Provincial de Educación Especial Nro. 13, dirigida
por Flora Valeria Vastik, oriunda de Presidencia Roque Sáenz Peña, quien me
brindó una serie de informaciones que llamaron mucho mi atención. El
establecimiento contaba con ciento veinte niños en su mayoría con retraso
mental más algunos con síndrome de Down y autismo, en un pueblo de sólo doce
mil habitantes. Estaba claro que no todos pertenecían a San Bernardo, pero sí a
lugares no muy lejanos ya que se trataba de asistencia diaria sin internación.
Ella lo atribuyó a la desnutrición como causa central, pero luego agregó que en
la vecina localidad de La Tigra había una alta incidencia de hipoacúsicos y que
eso tenía directa relación con los plaguicidas que se utilizaban en el lugar. Pero
por otra parte, dijo indignada: -“La gente quiere hacer pasar al hijo como
discapacitado. Acá todos son vagos, viven de los planes sociales. Los de los
planes tienen cuotas a sola firma y los empleados de Gobierno necesitan dos
garantías”.
Cuando
nos despedimos me indicó dónde quedaba la terminal de ómnibus y hacia allí fui.
Eran pocas cuadras, pero gran parte eran de tierra y después de la lluvia
estaban totalmente anegadas. Y cuando ya estaba cerca, sin poder esquivar el
barrial, me patiné y quedé tendida en el suelo patas para arriba como una
cucaracha. Lo terrible era que no había absolutamente nadie para que me
ayudara, y cuando intentaba darme vuelta para ponerme de pie, volvía a
resbalarme y a enchastrarme pareciéndome a esas mujeres que luchan en el barro.
Después
de varios intentos logré salir del lugar y vi que estaba ya cerca de la
terminal de ómnibus que la sentía como un oasis, y en cuanto llegué entré rápidamente
al baño con la intención de lavarme un poco, pero insólitamente ¡no había agua!
Y así como estaba, ante la mirada de todos, me paré en la plataforma para esperar
el micro que iba a Presidencia Roque Sáenz Peña. Cuando subí, para no ensuciar
demasiado el asiento, saqué algunas prendas de la mochila y me senté sobre
ellas.
Calles anegadas después de
varios días de lluvia intensa
El Chaco siempre ha pasado
de la inundación a la sequía
El
ómnibus volvió a tomar las rutas provinciales números seis y noventa y cinco y después
de más de una hora, me dejó en la plazoleta de ingreso a la ciudad de
Presidencia Roque Sáenz Peña, donde me puse en la fila a la espera de un
colectivo local que me llevara hasta el Centro. ¡No quieran pensar las caras del
chofer y de los demás pasajeros cuando subí! Pero como en el Chaco todos son
amables y solidarios, permanentemente me ofrecían el asiento, lo que yo no
aceptaba para no ensuciar a los demás.
Me
bajé cerca de la catedral y comencé a buscar algún hotelito barato, pero en
todos los que entré me dijeron que no había lugar, lo que yo atribuí a mi
estado calamitoso. Continué por otros de mejor nivel, y tampoco conseguí
alojarme. Ellos adujeron que había muchos viajantes y algunos eventos, así que
no me quedó otra opción que intentarlo en el hotel Presidente, nada menos que
de cuatro estrellas. Cuando entré al gran lobby iluminado “a full”, pensaron
que se trataba de una pordiosera pero al acercarme al mostrador y preguntar si
había lugar, se apresuraron a darme el precio de la noche. Y si bien no era
barato, lo consideré bastante accesible en comparación con los hoteles de la
misma categoría de la región pampeana. Así que acepté, lo que al conserje le
resultó extraño, hasta que saqué varias tarjetas de crédito y entonces los
rostros fueron suavizándose. Rápidamente tomaron mi asquerosa mochila y me
acompañaron a la habitación que era espectacular, pero lo único que yo ansiaba
era meterme en la bañera con jacuzzi, aunque previamente lavé como pude mi ropa
y la puse a secar entre dos sillas con el aire acondicionado.
Eran
ya las diez de la noche cuando me había recuperado un poco y algunas prendas ya
estaban secas, por lo que antes de que cerraran fui a cenar a un buen restorán
y después…, ¡a dormir entre un montón de almohadas! Creí habérmelo merecido.
Ya era miécoles cinco. Me levanté
muy temprano y fui hasta el hospital de Presidencia Roque Sáenz Peña. La
entrada estaba llena de perros abandonados que merodeaban por todas partes, y
la gente haciendo largas filas para que la atendieran. Yo pedí tener una
entrevista con el director, pero me informaron que no podría atenderme y en su
defecto lo iba a hacer el co-director, el Lic. Carlos Navarro, especialista en
Salud Mental egresado de la Universidad Nacional del Nordeste.
A él le interesó mucho la temática
que yo estaba abordando y no hizo más que confirmarme muchos de los datos que
venía obteniendo hasta el momento.
Primeramente me dijo que ese hospital
era el receptor de los casos complejos de casi toda la provincia, antes de
recurrir al de Resistencia, por lo que me podía dar un panorama general al
margen del área sobre la cual yo estaba interesada.
Estimaba que una de las zonas más
afectadas era la de Gancedo, al sudoeste de allí, donde predominaba la soja, ya
que antes fumigaban con el mosquito y ahora lo hacían en forma aérea. Y que los
gringos del campo padecían cáncer, parálisis cerebral, malformaciones
congénitas, dermatitis e intoxicaciones varias debidas al Roundup, nombre
comercial del glifosato producido por Monsanto, sólo por el hecho de consumir
agua. Y que además desde Charata hasta Santiago del Estero habían encontrado
arsénico en agua hasta doce metros de profundidad, por lo que había más
enfermos de cáncer en el campo que en la ciudad. Y que, además, muchos sufrían
de leptospirosis que era una enfermedad que se trasmitía a través de las ratas
por aguas contaminadas, convirtiéndose en epidemia durante las inundaciones,
algo estacional en todo el Chaco. Pero que sin duda, el gran problema del
momento se situaba al nordeste de la provincia, donde los agroquímicos
utilizados para la producción de arroz estaban causando estragos.
Respecto de la zona algodonera
comentó que el Dr. Héctor Lanza, como parte de la Fundación Cirugía Patria
Solidaria, iba todos los años a hacer operaciones de labio leporino y otras
malformaciones. Que la gran cantidad de casos de hipoacusia en La Tigra tenía
que ver con malformaciones congénitas producidas por los plaguicidas; y que
además, como los bidones donde se envasaban eran lindos, los gringos los
lavaban y los usaban para llevar agua, lo que expandía mucho más los niveles de
contaminación. Pero que antes, cuando se utilizaban los fosforados, morían
entre tres y cuatro personas por día por intoxicación.
Respecto de las causas de muerte
registradas en el hospital de Sáenz Peña, mencionó hipertensión, accidentes de
tránsito, enfermedades respiratorias, oncológicas, ginecológicas y renales como
las más destacables. También hizo referencia a los casos de TBC (tuberculosis)
y de dengue, siendo Corzuela y Campo Largo los principales focos, agregando que
dicha información fue ocultada por razones políticas.
Me dio varios datos para continuar
con mi trabajo y me despidió ofreciéndose para otras gestiones que pudiera
necesitar.
Ya era el mediodía y crucé enfrente
a un bolichón donde iba la gente del lugar, y comí un tremendo plato de
tallarines con estofado de carne. Justo lo ideal para irse a dormir la siesta,
pero yo no tenía tiempo que perder, y en la parada de remises del hospital,
tomé uno para que me llevara a las afueras de la ciudad donde se encontraba el
INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria).
El remisero, llamado Elvio,
resultó ser un maestro rural que hacía algunos viajes para complementar su
magro salario. Era hijo de un pequeño productor a quien no le daba la escala y
terminó abandonando la producción. Comentaba que antes la cosecha se pagaba sesenta
pesos cada cien kilos, juntando ciento sesenta kilos diarios. Pero que en ese
momento sólo se recolectaban entre noventa y cien kilos diarios porque estaban
obligados a que los obreros trabajaran menos horas. Y que a los colonos los
obligaban a poner a los cosecheros en blanco por lo que contrataban a un
intermediario que se encargaba de recolectar gente y llevarla en camión o en
ómnibus diariamente. La escuela donde él enseñaba se encontraba cerca de Sáenz
Peña y sus alumnos tenían entre ocho y quince años, y que a partir de los diez
años iban a la cosecha solos o con sus familias, abandonando la escuela durante
ese período. Y luego agregó que la gente ya estaba dejando el campo por tener
planes de ayuda. Que la DGI no les permitía trabajar en la cosecha si cobraban
planes, por lo cual en La Tigra había una desmontadora que estaba abandonada.
En poco más de veinte minutos estuve
en la estación del INTA que quedaba a sólo cinco kilómetros al sur de Saénz
Peña sobre la ruta noventa y cinco. Le pedí al remisero que me esperara, e
ingresé sin ningún tipo de recomendación.
Allí me atendieron las ingenieras
agrónomas Marita Simonella y Laura Fogar, especialistas en plagas, quienes
mostraron muy buena predisposición. Y lo primero que me hicieron ver fue un
cartel que decía: “A veces puedo elegir
lo que como o lo que bebo, pero nunca puedo elegir lo que respiro”. ¡Nada
más apropiado para lo que estaba estudiando!
Y si bien consideraron que el
glifosato no era tóxico, la Ing. Fogar se quejó: -“Los aviones fumigadores a veces se cargan de agua para limpiar los tanques
y tiran los residuos en cualquier parte. Al propio campo de experimentación del
INTA le cayó 2-4-D desde los campos vecinos a través del aire”.
Ellas me explicaron las
principales características de la forma de fumigar cuyas diferencias estaban
determinadas básicamente por el tamaño de los campos. Cuando se trataba de
extensiones menores a doscientas hectáreas la fumigación se realizaba con un aparato
llamado mosquito autopropulsado por una persona, mientras que si era mayor de
ese valor, la máquina era transportada por un tractor. Pero cuando los
establecimientos era muy grandes o bien no se podía ingresar a causa de las
inundaciones, se utilizaba el avión fumigador.
Luego hablaron sobre la etapa de
siembra en el área de la ruta provincial noventa y cinco, entre Presidencia Roque
Sáenz Peña y Villa Ángela, justamente la elegida para el desarrollo de mi
tesis. Y dijeron que se realizaba entre el quince de octubre y el treinta de
noviembre, fechas fijadas por el SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad
Agroalimentaria). Además, que debido a que las precipitaciones, que oscilaban
entre novecientos y novecientos cincunta milímetros anuales concentradas
durante el verano, siendo el invierno la estación seca, la plaga que
predominaba era el picudo, ya que las elevadas temperaturas y la humedad le
eran favorables para su rápida reproducción.
El picudo se alimentaba con polen
del algodón por lo que ellas proponían la instalación de trampas desde antes de
la siembra hasta pasada la cosecha cuando se destruía el rastrojo.
Picudo del algodonero
Principales lepidópteros
capturados con trampas de luz
Red de trampas de luz
Las trampas colocadas antes de la
siembra eran de feronoma, una hormona sexual que atraía a machos y hembras. Y
luego pulverizaban los alrededores donde había mayor cantidad de insectos en
las trampas, pero sólo en los bordes. El plaguicida utilizado era el endosulfan
que quedaba en stock porque ya no se producía desde el año dos mil nueve, pero
algunos aplicaban piretroides que eran repelentes recomendados por el SENASA.
Trampa de veneno para
picudo
Trampa de veneno colocada en
el campo de experimentación del INTA
Hicieron referencia a otros
fosforados utilizados como el Mercaptotion y el IGR, insecticida más específico
ya que impedía el desarrollo de la Oruga de la Hoja y de la Capullera o
Bolillera del Algodonero, que si bien era más selectivo y dañaba menos la fauna
benéfica, también era más residual, más caro y más difícil de conseguir.
Mientras que para evitar los trips y pulgones, se sembraban semillas tratadas
con Aldicarb, un insecticida perteneciente a la familia de los carbamatos. Pero
las agrónomas adujeron que los agricultores, al tratar la semilla, no tomaban
los recaudos necesarios, como ponerse una escafandra, justificándose a partir
del intenso calor de la región; y que cuando en el INTA se daban charlas
informativas, muchas veces se dormían. Por otra parte, la cosecha en campos de
treinta a cien hectáreas se realizaba en forma manual, siendo sólo en los de
mayor extensión que se hacían surcos más estrechos y se utilizaban máquinas.
Campo de algodón casi al fin de la
cosecha
Y para evitar que los insectos
continuaran reproduciéndose, el SENASA obligaba a destruir el rastrojo.
Métodos de destrucción de
rastrojos del cultivo de algodón
Agradecí mucho el tiempo que me
habían dedicado, y en el remis que me estaba esperando continué circulando por
la ruta provincial noventa y cinco rumbo a La Clotilde, a cuarenta y cinco
kilómetros de allí.
Dejando los campos del INTA
Extensa llanura con áreas de depresión formando
bañados a la vera de la ruta 95
Presencia de variedad de aves y anfibios en los
bañados
En poco más de media hora llegamos
a destino y allí me despedí del chofer ya que no sabía cuánto iba a demorar en
regresar a Villa Ángela, donde habían quedado varias entrevistas pendientes.
Arboleda de la avenida de ingreso a La Clotilde
Llegada a La Clotilde, departamento de O’Higgins
Rápidamente fui a “la salita”, forma en que denominaban al
Puesto Sanitario de nivel A, los clotildenses. Me senté en la sala de espera
junto con las mujeres que llevaban a sus hijos a vacunar y me puse a conversar
informalmente con ellas. Todas me hablaron maravillas del gobernador, que en
ese momento era Jorge Capitanich, pero muy especialmente de “La Cristina”. Me dijeron que teniendo
una presidenta mujer habían logrado que se entendiera que ellas y sus hijos no
debían ir a la zafra, y que con los planes podían quedarse en sus casas
cuidándolos, ya que los hombres se gastaban el dinero en “cualquiera”.
Cuando tocó mi turno pregunté por
el director, pero me dijeron que estaba en su casa durmiendo la siesta y que no
quería ser molestado, por lo que me iba a atender Héctor, el enfermero que
estaba a cargo de las estadísticas epidemiológicas.
Primeramente Héctor me indicó que
la salita tenía escaso presupuesto, contaba con dos camas para emergencias y
una ambulancia, y que el lugar del laboratorio se utilizaba como vacunatorio. Que
la prevalencia en La Clotilde era la hipertensión, la diabetes, diversas enfermedades
respiratorias como laringitis, faringitis y alergias, y la desnutrición. Pero
luego me hizo ver que estaba indignado con la situación social que se estaba
viviendo en los últimos años:
“Las
mujeres vacunan a sus hijos a cambio de un kilo de leche. Y la mayoría
considera que de algo hay que morir.” Agregó que muchas veces recorrían las casas para controlar a
las embarazadas y recordarles que hicieran control pediátrico, y que cuando
daban charlas se reían y no hacían caso. Y que mandaban a sus hijos a la
escuela sólo para que les dieran de comer.
“La
natalidad aquí es muy alta, muchas mujeres tienen entre siete y diez hijos. Y cuando
las parturientas acuden a último momento las atendemos los enfermeros, de lo
contrario, se las deriva al hospital de San Bernardo a dieciocho kilómetros, y
si viene complicado al de Villa Ángela a cincuenta kilómetros porque en la
Tigra que está a sólo diez kilómetros, tienen una sala nivel A y otra nivel B,
pero no hay hospital” –dijo.
Yo le pregunté acerca de
intoxicaciones o accidentes derivados del trabajo en los campos de algodón, a
lo que me respondió:
- “No
hay nada de eso porque casi nadie trabaja. Antes los accidentes eran de
trabajo, ahora son de motos en la ruta o cuando hacen picadas. La gente ya no
va a las cosechas porque cobra planes sociales y se compran motos y celulares.”
Puesto Sanitario “A” – La
Clotilde
Comencé a caminar por el pueblo
que era diminuto, contando con apenas tres mil trescientos habitantes de los
cuales en ese momento no había ni uno solo en las calles. Evidentemente el
director de la salita no era el único que dormía la siesta. Así que entré al
único almacén-bar que encontré abierto para tomar algo fresco. Y allí había un
grupo de jubilados a los que aproveché para entrevistar.
“Antes
la gente trabajaba con el algodón, pero ahora todos están pensionados. La DGI
obliga a los colonos a tomarlos en blanco y no les conviene porque algunos
trabajan un día y quieren todos los beneficios.” – dijo uno de ellos.
Mientras que otro agregó: -“¡A los colonos les exigen poner a la gente
en blanco y el estado paga en negro!”
“Las mujeres viven para tener hijos y cobrar
la pensión. Se consiguen un certificado de discapacidad para cobrar más y tener
derecho a la vivienda. Casi todas cobran al menos mil pesos. El resto de la
gente trabaja en la Municipalidad, la Policía, en bancos, en las escuelas
primaria y secundaria, y ahora también terciaria porque pusieron el Magisterio” –dijo un tercero.
Ante mi comentario sobre las
mejoras que veía respecto de mi visita seis años atrás, del crecimiento
demográfico que se vislumbraba, y de la diferencia a favor respecto de pueblos
vecinos, otro de ellos me dijo: -“Hoy en
día tenemos todos los servicios. Agua de red desde 1978, y después pusieron luz
toda la noche, cajero automático, varios colectivos al día y una ambulancia,
aunque cuando las enfermedades son muy complejas nos vemos obligados a ir a
Resistencia. Hay gente que vivía en Buenos Aires y por la inseguridad volvió a
vivir con sus parientes y se está haciendo la casita. Tenemos mucho pavimento y
el pueblo está muy lindo porque el intendente, Víctor Gasko, es justicialista y
hace como veinte años que está; pero los que tienen intendentes radicales, no
pueden decir lo mismo.”
“El
banco atiende lunes, miércoles y viernes. Lo que más hago es pagar pensiones
porque todos viven de eso. Se forman colas muy largas. El mínimo es de
seiscientos cincuenta pesos y ciento cincuenta pesos por cada hijo, y algunas
mujeres tienen más de siete. A nadie le conviene ir a la cosecha. Algunos
hombres lo hacen en negro pero la DGI controla mucho a los gringos. También
prohiben y controlan mucho que no trabajen los niños. Las multas son muy altas.
Este intendente recibe mucho dinero y es el pueblo con mayor cantidad de planes
sociales. Hay casi cinco mil habitantes contando a la gente de zonas rurales
que viene acá porque sabe que va a recibir pensiones. La Tigra está casi
abandonada, aunque ahora empezaron a hacer algunas obras”, -dijo la joven empleada.
Calle de La Clotilde a la
hora de la prolongada siesta
Viendo por un lado que no había
muchos más a quienes preguntarles algo y a que casi todos coincidían con el
relato, me dirigí a la terminal con el fin de tomar el ómnibus que iba a Villa
Ángela. Y mientras esperaba que se despejara el camino debido al corte del
cruce de cuatro rutas, un viajante me decía lo siguiente: “Yo habitualmente recorro La Clotilde, La Tigra, San Bernardo y Villa
Berthet tomando pedidos que compro en Presidencia Sáenz Peña. Viajo en
colectivos y a dedo porque todos me conocen. Y puedo asegurarle que acá nadie
trabaja, todos quieren planes, y si no se los dan, cortan la ruta como está
pasando hoy. Las mujeres se compran celulares y ropa con las pensiones y no les
dan de comer a sus hijos. Tienen antena parabólica y los hombres se lo chupan.
La Clotilde tiene los mayores beneficios y está más cuidada que San Bernardo
que es la cabecera, pero que tiene intendente radical. La Tigra, La Clotilde y
San Bernardo tienen agua potable de red que les pusieron los milicos, pero los
de Villa Berthet se quedan con las napas vacías todos los inviernos, cuando hay
sequía, a pesar de la represa.”
Terminal de ómnibus de La Clotilde
Cuando llegó el micro retomó la
calle arbolada de la entrada del pueblo desde donde se veían los campos pelados
y sin gente trabajando. Y con la vista perdida en ese paisaje me quedé pensando
acerca de los comentarios de toda la gente con la que había estado, pudiendo tener
una idea clara de los enfrentamientos sociales que se sufrían en el pueblo. Y
si bien en líneas generales yo no coincidía con los subsidios, por lo menos los
permanentes, si en esos casos servían para disminuir la mortalidad infantil y
la materna, ¡bienvenidos! Por otra parte, y eso era generalizado en el resto
del país, cuando el estado otorgaba un beneficio a los sectores más pobres, la
clase media e incluso los no tan pobres se quejaban; pero cuando del erario
público se destinaban fondos para grandes empresas cuyas ganancias eran “exportadas” a centros financieros del
exterior, esos mismos sujetos ni chistaban. De hecho eso era no tener
conciencia de clase.
Saliendo de La Clotilde
Campos anegados entre La Clotilde
y Villa Ángela
En la mañana del jueves seis, fui al INTA de Villa Ángela
donde entrevisté a los ingenieros agrónomos Evelin Delceggio y José
Insaurralde.
Ellos no hicieron más que confirmar todos los datos que tenía
hasta el momento, pero agregaron que si bien en INTA Sáenz Peña había un banco
de germoplasma con todas las variedades de algodón y de árboles nativos,
prácticamente no se estaban utilizando porque los productores preferían el
algodón transgéncio para que resistiese el glifosato y así manejar las malezas.
“Monsanto está destruyendo al INTA. Los
colonos van a los negocios que venden agroquímicos y ponen lo que les venden”
– dijeron los profesionales.
De todos modos se mostraron satisfechos con que a pesar de
que en muchas áreas del Chaco ya estaba siendo reemplazado por soja, Villa
Ángela continuaba teniendo una mayor superficie sembrada con algodón. En ese
momento había cincuenta mil hectáreas de algodón, frente a diez mil de soja,
seis mil de sorgo y cuatro mil de maíz.
Luego regresé al hospital donde no me habían atendido unos
días atrás, y volví a preguntar por el director, quien, con cara de no muy
buenos amigos, me hizo saber que debía esperarlo. Pero mientras estaba allí
veía que entraban uno a uno diferentes empleados a su despacho, fueran médicos
o administrativos, para luego oir gritos y portazos al salir. Evidentemente el
ambiente estaba caldeado y yo comencé a pensar en que ese día tampoco me iba a
atender, pero pretendí que él mismo me lo dijera. Y cuando ya habían pasado casi
dos horas, alguien que me había visto se apiadó de mí y me preguntó cual era la
razón por la cual estaba esperando al Doctor. Le expliqué los motivos de mi
visita y me dijo: - “No espere más, no la
va a atender. Él es así, deja que la gente se canse y se vaya. Además no le
gusta que le pregunten nada que lo pueda comprometer. Venga conmigo que le
presento al Jefe de Estadística”.
El Señor Máximo Germán Benítez estuvo muy predispuesto y sacó
a relucir todos los datos que tenía a disposición.
Primeramente hizo referencia a que ese hospital era la
cabecera de la Zona Sanitaria 3 que abarcaba los departamentos de Mayor Luis
Jorge Fontana, O’Higgins y Fray Justo Santa María de Oro, y que el nivel de
complejidad estaba entre cuatro y cinco, para luego enunciar todos los
servicios con que contaba, la cantidad de camas, de partos mensuales, de
cirugías y de consultas por especialidad. Luego diferenció las enfermedades por
estación. Dijo que en el invierno predominaban las respiratorias agudas,
neumonía, bronconeumonía, asma bronquial, bronquiolitis, síndrome febril e
influenza; mientras que en verano la deshidratación por alta temperatura, las
diarreas y la internación social por falta de trabajo.
Yo le pregunté respecto del impacto de los agroquímicos en la
zona. Y él me respondió que si bien la mayor parte de las intoxicaciones eran
de origen alimenticio por mala preparación de la comida o por su descomposición
ante la falta de refrigeración adecuada en una región tan calurosa, le seguían
las relacionadas con tóxicos de uso doméstico, para estar en tercer lugar las
causadas por pesticidas que tenían síntomas particulares como náuseas, vómitos,
dolor de cabeza, temblores y dermatitis. Y que justamente acababan de comenzar
a tener un registro específico debido al aumento de los casos. Que además, si
bien históricamente la mayoría de las enfermedades oncológicas habían sido de
carácter ginecológico, últimamente estaban apareciendo más casos de otro
origen, incluso en los niños. Y agregó que muchas de las enfermedades respiratorias
que había mencionado estaban relacionadas con las desmotadoras.
Después comencé a deambular por el hospital con el propósito
de hablar con algunos pacientes en las salas de espera de los consultorios,
pero como sólo atendían las urgencias por encontrarse de paro por setenta y dos
horas en reclamo por mejores salarios y seguridad ante hechos de violencia
acaecidos la semana anterior, entrevisté a otro empleado quien no quiso
identificarse por temor a represalias por parte del director. Y ante mis
preguntas aseguró que en ese momento la contaminación del aire era menor porque
las desmotadoras e hilanderías estaban con escasa producción y que de hecho las
consultas por enfermedades respiratorias habían mermado. Con respecto al agua
dijo que los problemas mayores estaban al sur de Villa Ángela, hacia Santa
Sylvina donde no había agua de red y la gente tomaba agua de pozo contaminada
con agrotóxicos. Y continuó: -“Mi padre
mantenía cien familias trabajando en el campo, pero cuando terminaba la cosecha
le hacían juicios y quebró. Ahora se dedican a cobrar el plan y gastarlo en
motos y celulares. Antes decían que durante la inundación el agua les llegaba a
la cintura, y ahora dicen que les llega al celular. Lo que pasa es que los
salarios son tan bajos que conviene cobrar los planes y quedarse en casa. La
gente viene al hospital a que el médico le haga un certificado de discapacidad,
y si no se lo hace, se enoja y arma escándalo.”
Y allí se sumó otro administrativo anónimo quien con mucha
bronca sentenció: -“Acá los salarios son
miserables. Los médicos cobran dos mil pesos y muchos se fueron al sur donde
cobran quince mil. En verano, con 45°C a la sombra se llenan las camas por
deshidratación de grandes y chicos. La gente y los abogados viven de juicios a
los médicos. Se muere alguien y hacen juicio. Cobran fortunas y al poco tiempo
no tienen más nada. El otro día murió un chico y vinieron, rompieron vidrios y
agredieron a dos pediatras. Después de un juicio ya no se es el mismo, no
importa tanto la plata, sino cómo lo denigran y su postura con la sociedad. Los
medios se hacen eco porque así venden. Pasó lo mismo con algunos casos de abusos
que no son tales, y a los hijos les enseñan a mentir. Todos tienen miedo, los
médicos y los maestros. Viven de eso. Se perdió la cultura del trabajo. Les dan
yuyos, les preparan jarabes a los chicos y cuando ya no hay nada que hacer, los
traen al hospital. Después lo culpan al médico y cobran el juicio. No les dan
de comer a los hijos, gastan los planes en celulares de última generación, pero
el gobierno junta votos.”
Ya se terminaban la semana, mi tiempo y mi dinero para
continuar con el periplo, ya que llevaba gastados más de ochocientos pesos de
mi bolsillo, así que esa misma tarde tomé el micro que me llevaría de regreso a
Buenos Aires.
Campos inundados en Santa
Sylvina, al sur de la provincia del Chaco
Puesta de sol en el norte de
la provincia de Santa Fe
Después de trece horas llegué a la terminal de Retiro. Estaba
cansada y con una laringitis que me duró varios días, pero muy satisfecha con
la información recabada, y dispuesta a analizarla, y además de redactar mi
tesis, divulgarla tanto como pudiera.
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