martes, 6 de agosto de 2024

El sueño de Martín de regresar a Chile

  A pesar de que no fuera sencillo viajar con mi hijo Martín debido a tratarse de un joven autista, siempre he tratado de llevarlo conmigo adonde me fuera posible. Y era así como en febrero de 2012 ya había conocido gran parte del territorio argentino además de Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador y Chile. Y justamente este último país era su preferido, ya que predominaba el paisaje montañoso que tanto le gustaba y la presencia del mar donde disfrutaba tanto de las playas como de la variedad de pescados y mariscos; aunque su mayor placer era andar en el metro de Santiago, al punto de constituir una verdadera obsesión.

Pero debido al episodio vivido dos años atrás en Antofagasta donde lo corriera un perro con la consecuente fobia y ataques de pánico posteriores cada vez que se le cruzara un can, así estuviera atado y con bozal, habíamos dejado de llevarlo al vecino país, ya que, en gran parte de las ciudades, y mayormente en su capital, estos animales abundaban abandonados y sin que la “Sociedad Protectora” permitiera a los municipios tomar medidas sobre ellos.

Desde ese entonces había probado diversas terapias que abarcaron diferentes escuelas psicológicas incluyendo medicación alopática y homeopática, pero su permanencia periódica en la residencia “San Ignacio” en las afueras de Buenos Aires fue lo que más contribuyó a superar su problema llegando a darles de comer a los perritos que allí habitaban. Por lo que ante el enorme esfuerzo que había hecho, y los grandes progresos de su tratamiento, decidí premiarlo cumpliendo con su sueño de regresar a Chile.

Tanto por una cuestión de costos como por la comodidad de partir desde el Aeroparque “Jorge Newbery” de la ciudad de Buenos Aires, y no desde Ezeiza, es que opté por una oferta de LAN en que volaríamos a la ciudad de Córdoba y desde allí tomar otro avión hasta Santiago. Y como debíamos presentarnos en el mostrador a las cinco y media de la mañana, le pedí a mi madre, quien formaría parte del grupo, que estuviera en mi casa desde la noche anterior. Pero pese a ese recaudo, ¡nos quedamos dormidos! Nos levantamos a las cinco menos diez y tuvimos que hacer todo muy rápido, y a pesar de que ya estaba el taxi esperando en la puerta, mi mamá que en ese momento ya tenía ochenta y ocho años, no dejaba de maquillarse.

Llegamos sobre la hora y para colmo a LAN no le otorgaban manga por lo que al ver a mi madre viejita y caminando con lentitud, le ofrecieron trasladarla en una silla de ruedas. ¡Para qué! ¡Cómo se puso! No hubo peor ofensa que esa. Apuró el paso, subió al bus y luego a la escalerilla del avión demostrándoles a todos su vitalidad. A todo esto, Martín no dejaba de sonreir.  

Martín y mi madre a punto de subir al avión

  

Martín posando como si fuera un personaje importante, y mi mamá detrás sin aceptar ayuda alguna

 

 Llegamos a nuestros asientos detrás del ala y Martín se alegró mucho balanceándose y moviendo sus manos durante el decolaje. ¡Le encantó!

Rumbo al norte pasamos por el delta del Paraná en su desembocadura en el río de la Plata, con sus aguas rojizas por los suelos lateríticos arrastrados desde su alta cuenca.  

Delta del Paraná en su desembocadura en el río de la Plata

 

Uno de los brazos del río Paraná en el delta

 

Aprovechando que el día estaba despejado, Martín no dejaba de mirar por la ventanilla los campos sembrados del sur de la provincia de Santa Fe hasta que le ofrecieron un pequeño desayuno que se sirvió con gusto.

En una hora y diez minutos arribamos al Aeropuerto Internacional “Ingeniero Ambrosio Taravella” (más conocido como “Pajas Blancas”), de la ciudad de Córdoba, y al ver las sierras Martín se puso mucho más contento de lo que ya estaba. 

Vista del estadio “Mario Alberto Kempes” al sudoeste del aeropuerto de Córdoba

 

Tras una corta espera, tomamos el avión que en otra hora y diez de vuelo nos llevaría a Santiago. Era la primera vez que Martín iba a Chile por aire por lo que el cruce de la cordillera de los Andes lo sorprendió mucho, sin embargo, después me reclamó volver a esas montañas en el micro.

Desde el Aeropuerto Internacional “Comodoro Arturo Merino Benítez” tomamos un taxi TRANS VIP que nos cobró 13.000 chilenos (130 ars - 30U$S) hasta la calle José Victorino Lastarria 43, a media cuadra de la estación de metro Universidad Católica en la Alameda, donde estaba el apart hotel que habíamos reservado. Se trataba de un edificio reciclado en uno de los tantos espacios de gentrificación de la ciudad de Santiago, por lo que no contaba con ascensor a pesar de que cada piso equivaliera a casi dos de las construcciones modernas.

El ambiente estaba buenísimo. Tenía dos habitaciones con mobiliario para dos personas cada una más un sofá-cama matrimonial en el living. Y todos los chiches en la kitchenette, incluso hornallas sin llama con encendido electrónico.

Pero debido a que ya era el mediodía y no teníamos víveres, dejamos el equipaje y enseguida cruzamos a comer a la Casa Lastarria, un lugar de intelectuales decorado con anuncios de obras literarias y teatrales. El restorán estaba emplazado en una hermosa casona de tres pisos completamente reconstruida. La cocina era internacional con algunos representantes de la cocina chilena pasados por la mirada de autor. Y un almuerzo que incluía una entrada, un segundo con agregados, postre, café y bebidas costaba 5.400 chilenos (54 ars – 15 U$S).  

Mi madre con una ensalada en base a hojas de estación en la Casa Lastarria

  

Luego caminamos unas cuadras bordeando el cerro Santa Lucía, y tomamos el paseo Ahumada buscando un lugar donde sirvieran un buen café, algo casi privativo del Centro santiaguino y de algunos barrios de elevado nivel socioeconómico. Y después de encontrarnos con que casi todos eran “cafés con piernas”, ingresamos al Haití donde si bien también atendían chicas con faldas cortas, había un público más heterogéneo que incluía tanto a hombres mayores como a mujeres que trabajaban en las oficinas circundantes. Nos ubicamos de pie junto a una de las altas mesas y enseguida vino alguien a decirnos que no podíamos permanecer allí con un menor debido a que se trataba de un local donde estaba permitido fumar. Pero aclarado que Martín ya tenía veintiún años pudimos saborear el mejor café de Santiago.

Y después de pasar por una casa de cambio fuimos al supermercado a comprar lo esencial. Si bien muchos productos eran semejantes a los que consumíamos en la Argentina, otros se diferenciaban bastante, por lo que mi mamá no podía creer que no vendieran ni yerba ni mate cocido. Tampoco había café en saquitos porque en Chile se acostumbraba a tomar NESCAFÉ, tanto en las casas como en la mayoría de los bares y principales hoteles. En un taxi cargamos con la compra y regresamos al departamento donde hicimos una corta pero reparadora siesta. 

Martín ayudó a guardar las vituallas

  

Martín en su super sofá-cama

  

A la noche dije de ir a comer a alguno de los establecimientos gastronómicos de la calle Pio Nono, en el barrio de Providencia. Como era martes supuse que habría poca gente, pero durante el trayecto en el taxi nos llamó la atención ver a muchos hombres llevando ramos de flores. Y allí recordamos que era 14 de febrero, Día de los Enamorados, así que el patio Bellavista estaba repleto de parejas. Dos sopranos y un tenor cantaron boleros y otras canciones de amor. ¡Maravilloso! Cuando conseguimos una mesa libre, pedimos pizza y lo pasamos de diez. 

Mi mamá en el Patio Bellavista

  

Martín comiendo pizza

 

El miércoles 15 Martín reclamó con impaciencia hacer paseos en subte. Así que caminamos unas cuadras hasta la estación Santa Lucía y cargué la tarjeta BIP. El metro costaba 5,50$ ars en momentos de baja demanda, 6,00$ en el valle y 6,60$ en horario pico (1,5U$S). Y si bien las vías, los trenes y el servicio en general eran muy buenos, resultaba carísimo. De todos modos, en los períodos de alta se viajaba mucho peor que en los subtes de Buenos Aires.

Tras trece estaciones llegamos a San Pablo donde cambiamos de andén y volvimos a tomarlo en el sentido en que habíamos venido hasta Estación Central. Increíble la alegría de Martín, y mucho más cuando en las estaciones Pajaritos y Neptuno el metro salía a la superficie.  

Martín en el trayecto entre las estaciones Santa Lucía y San Pablo

  

Martín con mi mamá saliendo de la estación Pajaritos

  

En Estación Central convergían el metro, una estación de trenes y otra de buses, y allí había centros comerciales donde se podían conseguir tanto prendas como diferentes artículos electrodomésticos y electrónicos a buen precio. Yo conseguí unos buenos suecos y mi mamá le compró a Martín una remera del equipo de fútbol Universidad de Chile (la “U de Chile”), pero nada que la convenciera para ella a pesar de haber estado entrando y saliendo de los negocios toda la mañana.

Entonces, para beneplácito de Martín, volvimos a tomar el metro, dirigiéndonos esta vez a la otra punta de la línea uno, pasando por diecisiete estaciones hasta llegar a Manquehue, en pleno barrio Las Condes para ingresar al Centro Comercial Apumanque donde inmediatamente fuimos a almorzar al patio de comidas. 

Mi mamá y Martín durante el almuerzo en el patio de comidas del Centro Comercial Apumanque

 

Volvimos a deambular por los locales donde mi madre consiguió la prenda que quería, aunque se rehusó a probársela. Y si bien los precios eran mucho más elevados que los del mall de la Estación Central, para los argentinos resultaban bastante satisfactorios por lo que los tres nos atendimos en una de las peluquerías del lugar pagando algo menos que en los barrios de clase media de Buenos Aires.

Volvimos al metro, fuimos y vinimos varias veces sin sentido para darle el gusto a Martín, y antes de que reventara de gente a la hora de salida de las oficinas, bajamos en la estación Universidad Católica para volver al departamento.  

Martín en la línea 1 del metro de Santiago

 

Nos cambiamos, y ya producidos, fuimos en un taxi hasta la avenida 11 de Septiembre (uno de los últimos símbolos en conmemoración al golpe de estado de 1973). El alcalde de Providencia, una de las comunas más elegantes del Área Metropolitana de Santiago, el ex-militar Cristián Labbé Galilea, a pesar de haber sido elegido democráticamente, todavía defendía en público la figura y obra de Augusto Pinochet, habiendo pertenecido durante la dictadura a la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), y haber sido escolta de la casa y posteriormente jefe de seguridad personal del general.

Después de mirar algunas vidrieras en la zona, subimos hasta el piso dieciséis del edificio donde se encontraba el restorán “La Estancia”, justo debajo del giratorio.

Antes de cenar, mientras teníamos una vista panorámica de la ciudad, nos convidaron con un delicioso pisco sour, bebida elaborada en base a pisco y jugo de limón.   

Mi mamá brindando con pisco sour

  

Martín comió pescado, mi mamá lomo y yo pavo al champignon, abundantes ensaladas, postres, vino y café. La cuenta era de 24.000 chilenos más el 10% de propina, que generalmente se incluía a menos que alguien rehusara hacerlo explícitamente. Pero el mozo, oriundo de Ushuaia, le dio charla a mi mamá quien recordó los tiempos en que ella había vivido allí, y se cobró más del 20%. Y cuando yo iba a reclamárselo, el lugar se llenó de gente que entró a los gritos, y como Martín se había puesto nervioso, preferí retirarme.  

Martín comiendo pescado

 

Mi mamá con su lomo con agregados

  

Mi mamá pidió ensalada de frutas como postre

  

Martín durmió casi toda la mañana, pero era necesario salir para que limpiaran el departamento por lo que fuimos a la plazoleta que estaba en la misma cuadra donde se entretuvo hamacándose.

Al mediodía llegó Omar y fuimos a comer a la vuelta del departamento, en el pasaje José Ramón Gutiérrez, a un restorán llamado “Malas Artes”, que a diferencia de la mayoría de los del barrio Lastarria, era muy sencillo.

A la tarde regresamos en metro al mall de Manquehue para cambiar la prenda que mi mamá había comprado el día anterior. Y allí tomamos la “once”, término que para los chilenos significa “merienda”.   

Martín volviendo a disfrutar del subte

 

Martín tomando té con torta en el mall Apumanque

 

Volvimos al departamento y salimos a cenar alrededor de las diez de la noche. Muchos lugares de Lastarria ya estaban cerrados y otros ofrecían sólo copas. Conseguimos uno en que nos sirvieron una especie de tortilla con ensaladas, para nada abundantes. Salvo muy selectos lugares de Santiago, todo se terminaba demasiado temprano. Evidentemente como la noche de Buenos Aires, no había dos. De todos modos, no nos vino mal ir a la cama a una hora prudencial porque al día siguiente nos trasladaríamos a la costa del Pacífico para que Martín pudiera vivir otras atracciones de su amado Chile.

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