En media hora más llegamos a la estación de
Rancagua y en un taxi fuimos hasta la plaza de los Héroes, en pleno Centro
donde José Antonio Manso de Velasco había fundado la ciudad con el nombre de
Villa Santa Cruz de Triana, el 5 de octubre de 1743.
Característico de esa plaza, donde en su centro se
había erigido un monumento a Bernardo O’Higgins, era que la cruzaban dos calles
formando la “Santa Cruz”, apuntando hacia los cuatro puntos cardinales. Las
calles Estado Norte y Sur, la Germán Tiesco hacia el Este y Paseo Independencia
al Oeste.
En ese mismo lugar, los días 1ro. Y 2 de octubre de
1814 había tenido lugar la Batalla de Rancagua, durante la cual las tropas
patriotas no pudieron contener a un poderoso ejército de cinco mil hombres al
mando de Mariano Osorio, habiéndose cancelado temporalmente el proceso
independentista de Chile, y dando inicio a la reconquista española. Dicha
situación fue revertida definitivamente con la Batalla de Maipú el 5 de abril
de 1818 que tuviera como broche de oro el abrazo entre San Martín y O’Higgins,
considerados por los chilenos como los dos libertadores.
Pero como en los libros del colegio de la Argentina
no se hacía mención al “Desastre de
Rancagua” yo había tenido presente en mi memoria, desde niña, a la ciudad
de Rancagua, a partir de una anécdota vivida allí por mi padre.
Él había ido a trasmitir el Mundial de Fútbol que
se llevó a cabo en Chile en 1962, y en esa oportunidad, a la Argentina le había
tocado jugar en Rancagua. A pesar de haberle ganado a Bulgaria, el seleccionado
argentino perdió por tres a uno con Inglaterra, y después de un empate con
Hungría, quedó descalificada. ¡Otro desastre!
Entonces, tanto el equipo, como los periodistas,
debían pegar la vuelta, razón por la cual, el Club de Leones brindó a la
comitiva argentina, una cena de despedida. De pronto, de manera inesperada,
cada uno de los comensales debía pronunciar unas palabras, y cuando le tocó el
turno a mi padre, tras agradecer todas las atenciones recibidas, dijo lo
siguiente:
-
“Así como Rancagua ha significado un mojón en la
historia, ahora Rancagua vuelve a ser un mojón para el fútbol argentino.”
Y si bien él advirtió que algunos se tapaban el
rostro con la servilleta, no le dio importancia al hecho y continuó conversando
con sus adláteres sin hacerse problema. Pero al día siguiente, antes de
emprender el viaje de vuelta, se encontró con otro periodista argentino que
estaba viviendo en Chile desde un tiempo atrás, quien le preguntó: - “¿Te
acordás lo que dijiste anoche en la cena?”
“No del todo. Tuve que improvisar…”, -contestó mi
padre.
-
“Pero
dijiste que Rancagua era un mojón…”
-
“Sí, quise decir que representaba una marca,
un hito, una señal…”
-
“Pero en
Chile…, ¡mojón significa sorete!”
Mi padre se quiso morir, jamás habría querido decir
semejante cosa. Él pensaba que si en lugar de haberlo dicho en ese círculo
social de elevada instrucción y camaradería, donde todos comprendieron que se
trataba de una expresión errada y desafortunada, lo hubiese hecho en un
circuito popular, tal vez, al sentirse ofendidos, le hubieran dado una flor de
paliza.
De todos modos, el mojón como marca, le quedó a él para siempre, al punto, que pasaron los años y siempre recordaba ese hecho, inculcándome que fuera cautelosa cuando saliera del país, porque, aunque en otras partes también se hablara en español, los significados de cada palabra o expresión no siempre eran los mismos. Sin embargo, al margen de ese consejo que me había servido de mucho en mis viajes por países de habla hispana, habían grabado en mi mente el nombre de la ciudad de Rancagua y mi curiosidad por conocerla, tal como estaba ocurriendo recién cincuenta años después.
Monumento a O’Higgins en la plaza
de los Héroes
Como en la mayoría de las ciudades
hispanoamericanas, alrededor de la plaza principal, además de edificios
públicos, se encontraba la Iglesia Catedral de Rancagua también denominada
Parroquia El Sagrario de Rancagua. El primer edificio de este templo se había
ido deteriorando con el tiempo, y, además, quedó en malas condiciones después
de la terrible batalla de 1814, inaugurándose la nueva iglesia parroquial en
1876, aunque las torres fueron construidas en 1937 y la cripta en 1988. Cuando
nosotros estábamos allí, en febrero de 2012, llevaba solo diez meses de ser
restaurada tras los daños sufridos nuevamente por el terremoto del 27 de
febrero de 2010.
Catedral de Rancagua y monumento a
O’Higgins en la plaza de los Héroes
Caminamos por el Paseo Independencia que era
peatonal, y a medida que se acercaba el mediodía la gente comenzaba a
desaparecer. Era lógico, si bien se encontraba en un proceso de crecimiento, su
población era de poco más de doscientos mil habitantes, lo que implicaba que ese
tamaño permitiera que en las horas de la tarde los negocios se cerraran y que
los rancagüinos pudieran ir a sus casas a almorzar y tener un merecido
descanso. Pero, además, en esta ocasión, se trataba de un domingo, día en que
la administración pública no atendía y que quienes pudieran, en una jornada a
pleno sol y de alta temperatura, se volcaran hacia los espacios verdes.
A trescientos metros de la plaza, cruzamos la calle
Bueras llegando hasta la siguiente, que llevaba el nombre de San Martín. José
Santiago María Estanislao Bueras fue un militar que participó en la Guerra de
la Independencia, y tras la victoria realista en Rancagua se había refugiado en
Mendoza donde aceptó el encargo del General José de San Martín de viajar en
secreto a Chile y organizar una guerrilla en Aconcagua en 1816, siendo
descubierto y hecho prisionero. Fue liberado en 1817 después de la Batalla de
Chacabuco, pero perdió la vida heroicamente en la Batalla de Maipú en 1818, por
lo cual era considerado “Padre del Alma
de Caballería del Ejército de Chile”.
Martín y Omar caminando por el
Paseo Independencia
Paseo Independencia en el Centro
de Rancagua
Paseo Independencia y Bueras
Ingresamos a un local de comidas rápidas y pedimos
chorrillana, un plato típico chileno que consistía en papas fritas mezcladas
con distintos tipos de carne, vienesas y otros elementos como huevos o cebolla
frita, a los que se les agregaban aliños y sal. Y mientras mi mamá y Omar se
quedarían en el Centro buscando un sitio al amparo del sol para tomar alguna
bebida digestiva y dedicar la tarde a la lectura de “El Mercurio” dominical, yo fui con Martín al Parque Safari.
La idea de llevarlo a esos espacios con animales
había tenido que ver con cerrar la etapa de su tratamiento respecto de la
pérdida del pánico a los animales que se había originado justamente en Chile
dos años atrás, cuando un perro lo había corrido en la costanera de
Antofagasta. Y desde ese momento, cada día le tenía temor a un nuevo animal,
incluso a las palomas. Después de varios intentos de superar la situación con
la intervención de psicólogos, el problema se había resuelto, aparentemente,
mediante medicación homeopática con el apoyo fundamental de la maestra especial
Gabriela Velasco. Justamente, el regreso a Chile se debía a poder andar sin
problemas por espacios públicos, y en especial por Santiago, donde abundaban
tantos perros callejeros. Y una demostración de sus avances había sido la
elección de una remera del club de fútbol Universidad de Chile con un búho como
símbolo, algo que no hubiese ocurrido poco tiempo atrás, y que sumaba tener
como base el color azul, preferido por las personas con autismo.
Tomamos un auto colectivo, que consistía en una
especie de taxi con un recorrido fijo, y que por unos pesos más nos llevó hasta
nuestro destino que se encontraba a ocho kilómetros, dado que su circuito
habitual terminaba mucho antes.
El Parque Safari había sido una iniciativa personal
de Iván Sánchez Lobos, un empresario de la zona. Y por su discapacidad, Martín
tuvo la entrada liberada, así como el safari herbívoro. El sitio era muy amplio
y descampado. No había demasiadas especies, pero gozaban de una mayor libertad
relativa que en los zoológicos tradicionales.
En cuanto comenzamos a caminar por el lugar, se cruzaron a cada paso gallos y gallinas, lo que significó una situación graciosa para Martín. Luego pasamos un puente supuestamente colgante, pero que se encontraba ya sumergido en las aguas de una lagunita por donde nadaban varios patos, y en los alrededores había diversas aves, así como tortugas y animales de granja.
Martín disfrutando del Parque Safari y luciendo la remera del club de fútbol Universidad de Chile con un búho
Amplios espacios en el Parque
Safari
Martín cruzando un puente sobre la
laguna de los patos
Una pata con sus patitos
Casal de tortugas
Un ñandú junto a los patos
Varios animales de granja
Cuando vi que la reacción de Martín era positiva, lo acerqué al recinto del oso pardo. El oso pardo era un mamífero omnívoro característico de los bosques de Europa, el Asia templada y América del Norte. En primavera y otoño se alimentaba de vegetales, aunque también apreciaba las carroñas, aunque, era muy goloso, ya que su alimento preferido eran los panales de miel. Además, cazaba pequeños vertebrados e insectos, y se hacía pescador cerca de las orillas de los ríos cuando remontaban los salmones. Los más grandes capturaban grandes presas como los ciervos. No tenían predadores naturales, sino que los seres humanos constituían su única amenaza. Su longevidad llegaba a treinta años en vida silvestre y cuarenta y siete en cautividad. Y si bien no contaban con buena vista, el oído era extremadamente agudo al igual que el olfato, siendo su sentido más fino y de mayor utilidad en la vida cotidiana, detectando a distancia su fuente de alimento y el estado de otros animales en la época de celo. La madurez sexual la alcanzaban entre los tres y los cinco años siendo polígamos. La gestación duraba unos dos meses pariendo de una a tres crías que permanecían junto a su madre hasta el año y medio. Los osos pasaban el invierno en un estado de hibernación guardando en los tejidos adiposos un setenta y cinco por ciento de la energía obtenida de los alimentos. En las últimas comidas antes de la hibernación ingerían hierbas y tierra para que se mezclara con la saliva formando un bolo alimenticio que al llegar al intestino grueso colapsara el orificio excretor e impidiera su salida. Gracias a ese tapón, los alimentos se iban amontonando para que así, aparte de la grasa acumulada, también pudieran extraer nutrientes realizando la digestión en una forma más lenta. También utilizaban tierra y hierba para acomodar sus madrigueras, en las que dormían con un sueño entrecortado, sin variaciones en su temperatura corporal. Cuando despertaban, la obstrucción se expulsaba sin problema y era también en ese período cuando las osas parían y comenzaban a criar a sus hijos. Se encontraban en situación vulnerable con extinciones parciales coincidiendo con las zonas más humanizadas. Las mayores amenazas consistían en la destrucción del hábitat y la caza furtiva.
Martín viendo al oso pardo
El oso pardo, un mamífero omnívoro
Habiendo tomado confianza, me animé a hacer el
safari herbívoro a bordo de un vehículo con el cual comenzamos a transitar por
espacios muy abiertos cubiertos por verdes pasturas con un maravilloso entorno
montañoso.
Al principio, veíamos una variedad de animales a la distancia como ciervos, burros, cebras y otros mamíferos pastando, pero a medida que avanzábamos, se nos comenzaron a acercar algunas llamas y carneros buscando alimento, lo que estaba previsto, ya que el vehículo contaba con gran cantidad de hierbas.
Martín en el vehículo del safari
herbívoro
Maravilloso entorno montañoso
Variedad de animales en el mismo
campo
Vista panorámica del sector de los
herbívoros
Un grupo de ciervos
Un burro
Una cebra pastando
Los animales se acercaban al
vehículo
Los visitantes los podíamos alimentar
Continuando con el recorrido divisamos ñandúes y
jirafas que deambulaban por los campos de un lado al otro.
Los ñandúes Rhea pennata pennata y Rhea pennata tarapacensis, o ñandú de Darwin, se distribuían dentro de Chile, y en otras áreas andinas, ya que habitaban áreas esteparias hasta los 4000 m.s.n.m. Su alimentación se basaba en hierbas y arbustos como gramíneas, juncáceas y ciperáceas. Se trataba de aves corredoras que con las alas pegadas al cuerpo podían alcanzar velocidades de hasta sesenta kilómetros por hora. Las hembras ponían los huevos cerca del nido, y los machos se encargaban de llevarlos dentro de él, dejando algunos afuera para que se pudrieran, y al nacer los pichones eran rotos por el padre atrayendo a las moscas, principal alimento de los polluelos. En ese período, los machos se ponían agresivos siendo muy sociables fuera de la estación de cría. En 1992 se los incluyó en el Apéndice II de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Flora y Fauna Silvestre (CITES), lo que sugirió adoptar una legislación muy estricta para revertir la situación, si bien, los científicos consideraban que también existían causas naturales que lo hacían vulnerable a su reproducción. Entre las causas naturales se destacaban los predadores como el carancho y el zorro, las inundaciones de los nidos, la puesta de las hembras fuera de los nidos, el comportamiento del macho que solo cuidaba a los primeros pichones que nacían abandonando al resto, lo que implicaba que solo eclosionaran el cuarenta por ciento de los huevos, y a los dos meses, solo tuvieran sobrevida el sesenta por ciento de los charabones.
Un ñandú pastando
Y a lo lejos, vimos dos jirafas desplazándose por el terreno. En este caso se trataba de animales ajenos al territorio americano, ya que su hábitat natural se limitaba al continente africano. Evidentemente, despertaron la curiosidad de todos los que nos encontrábamos en el safari debido a su altura y a las características de su cuerpo, no sólo por las manchas de su cuero sino por el largo cuello que le permitía consumir alimentos a los que los demás herbívoros no podían acceder. Los machos establecían una jerarquía social, mediante duelos en los cuales utilizaban el cuello y la cabeza como arma. Solo los machos dominantes podían acoplarse con las hembras, siendo ellas las que se dedicaban en forma exclusiva a la cría de los terneros. Sus enemigos naturales eran los leones, los leopardos, las hienas manchadas y los perros salvajes, además de los cocodrilos en el momento en que se inclinaban en los ríos para tomar agua. Y ocurría lo mismo que con en el resto de los animales, los seres humanos se constituían en sus más peligrosos predadores, ya que eran objetivos comunes para todo tipo de cazador a lo largo de África. Las diferentes partes del cuerpo tenían utilidad, ya que la carne era un alimento; los pelos de la cola servían como matamoscas, pulseras, collares e hilo; la piel era usada para fabricar escudos, sandalias y tambores; los tendones, como cuerdas de instrumentos musicales; los curanderos quemaban su piel para el tratamiento de hemorragias nasales; y los exploradores europeos del siglo XIX las cazaban por diversión. Por otra parte, también estaban sufriendo los efectos de la destrucción de su hábitat. Sin embargo, a pesar de todo, aún existía en 2012, un gran número de ellas en los parques nacionales y reservas de caza.
Las jirafas desplazándose por el
terreno
Un ñandú caminando plácidamente
Nuestro vehículo circulaba cada vez más lentamente,
y de repente, se comenzaron a acercar los ñandúes y las jirafas. Sabían
perfectamente que llevábamos los vegetales que ellos consumían, y gustaban de
comer de nuestras manos.
Yo temí que Martín se asustara ante esa presencia tan cercana, pero, para mi sorpresa, lejos de que ocurriera eso, se divertía mucho ante esa situación inesperada. Por lo tanto, di por superada definitivamente su fobia, lo que le permitiría no sólo más libertad en sus paseos, sino también un mayor disfrute en relación con los animales.
El ñandú, característico de
América
Dos ñandúes junto a nosotros
Un ñandú y una jirafa se nos
acercaron
El ñandú buscando alimento
Varios animales junto al vehículo
La jirafa comiendo de nuestra mano
A Martín lo divertía el
acercamiento de los animales
Si bien había otros safaris ofrecidos, como uno en el cual los visitantes eran transportados en jaulas y los leones se subían a los vehículos, consideré que exponerlo a esa situación arruinaría todo lo logrado, y que, como fiera, solo conservara consigo el tigre de peluche que mi mamá le había comprado el día anterior en el Zoológico Nacional.
Martín con su tigre de peluche frente
al ingreso al Safari de Leones
Me pareció oportuno llevarlo a ver los pájaros, ya
que, como había ocurrido en otras ocasiones en el zoológico de Buenos Aires, lo
atraían sus gorjeos y se quedaba escuchándolos por un buen tiempo.
Un pájaro exótico
Y cuando ya estábamos por retirarnos, Martín vio
que varias personas hacían tirolesa y quiso tirarse también él. Nunca lo había
hecho, y sinceramente, tuve bastante miedo a cómo fuera a reaccionar. Pero
insistió, y entonces, por un lado, pensé que ya tenía veintiún años y que, a
pesar de su autismo, lo estaba sobreprotegiendo demasiado, y, por otra parte,
que el desplazamiento no era a gran altura, no ofreciendo peligros. De todos
modos, les indiqué a las personas que estaban a cargo de la actividad cuál era
su condición para que estuvieran al resguardo, y ellos me inspiraron confianza.
¡No solo que todo estuvo bien, sino que quiso repetir la experiencia! Sin duda, una alegría para ambos.
Martín haciendo tirolesa
Eran casi las siete de la tarde cuando decidimos
volver al Centro, y continuaba haciendo mucho calor porque, a pesar de la hora,
todavía el sol estaba a pleno. Caminamos hasta la ruta y esperamos un buen rato
el colectivo que nos llevaría hasta la estación. Subimos apretadamente en el
estribo, hasta tal punto que no podía pagar el boleto.
Luego, en un taxi pasamos a buscar a mi mamá y a
Omar quienes permanecían en la peatonal, y en taxis colectivos volvimos a la
estación en dos tandas. Compramos los boletos, pero no pudimos subir al tren de
las 20:15 por la cantidad de pasajeros que ya traía; y tampoco pudimos hacerlo
en el de las 21:00. En otros dos taxis colectivos llegamos al Tur Bus y nos
dijeron que ya no había pasajes para esa noche. Entonces nos trasladamos hasta
la terminal O’Higgins que quedaba sobre la ruta. ¡Ninguna empresa tenía
pasajes! Nuestra preocupación mayor era mi mamá que en ese momento tenía
ochenta y ocho años, y no era conveniente que estuviera dando tantas vueltas
sin poder saber a qué hora podríamos volver. Pero, de pronto, vimos que en una
boletería estaban vendiendo boletos para un micro agregado. Y si bien viajamos
sentados subió mucha gente parada, lo que dificultó nuestro descenso, ya que lo
hicimos en la Alameda antes de llegar a la terminal. Y en ese momento, Martín
olvidó su tigre de peluche. Eran las once de la noche. Ya no funcionaba el
metro y tampoco conseguimos taxi. Tuvimos que caminar varias cuadras a pesar
del cansancio, aunque lo vivido lo había valido.
Sin duda para nosotros, ese domingo en Rancagua también había significado un mojón en nuestras vacaciones, pero con la acepción argentina.
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