Llegué a Monterrey a
la noche tarde. El griterío de la terminal de ómnibus me terminó de despertar,
ya que me había dormido en el ómnibus. Desde todas las boleterías era costumbre
ofrecer a viva voz pasajes para donde fuera: “¡¡¡¡A San Luis de Potosí!!!!” –
gritaban de un lado. “¡¡¡¡Al D. F. baratito!!!!”, gritaban desde el otro
mostrador. Como yo no contestaba y seguía caminando por los pasillos,
insistían: “¡¿Adónde va güerita?, tengo pasajes para todo el país! ¿You speak
English?” ¡Realmente insoportables! Pero era lo habitual. Y después de sacarme
a esos moscardones de encima, me dispuse a cenar allí mismo, en un restorán
bueno. Desde ya que me sirvieron todo tipo de alimentos salados acompañados por
picantes, jugos de frutas y café. Pero estaba con hambre porque me lo había
pasado viajando y comiendo salteado, así que no desprecié absolutamente nada.
Luego le consulté al mozo por algún hotel en los alrededores y me señaló varios
en la vereda de enfrente.
México continuaba caro
para los argentinos, y mucho más Monterrey. Así que busqué algo que me
pareciera visualmente aceptable y que no destrozara mi bolsillo. Reclamé que en la
cama tenía una sola sábana y que no había cobijas. De hecho, estaba preparado
como albergue transitorio, aunque no apareciera así formalmente. Me prometieron
que las llevarían, pero todavía no llegaron. Como estaba muy cansada me quedé
dormida vestida y cuando me desperté ya era de día. Dejé la
maleta y salí a recorrer la ciudad.
Tomé
un taxi y pedí ir a la peatonal. Y desde allí caminé para un lado y otro. Había
llovido la noche anterior y permanecía el cielo nublado y el piso mojado. Me
pareció agradable pero no me deslumbró. Lo que sí noté una mayor calidad
relativa de la presentación de los locales comerciales respecto de otras
ciudades mexicanas.
También
la gente estaba vestida con ropa de mayor precio y marcas internacionales. Sin
duda, además del poder adquisitivo que era más elevado que en otras regiones,
por grandes negocios legales y de los otros, la cercanía a los outlets de la
frontera, hacían que todo fuera más accesible.
Era
característico de México encontrar argentinos venidos y quedados. Este país siempre
había sido un refugio en tiempos de persecución política o crisis económica, no
sólo para nosotros sino para muchos más, como, entre otros, para los chilenos.
Caminé, caminé y caminé…, entré a las
galerías y llegado el mediodía decidí complacer a mis pies y a mi estómago. Me
instalé en un patio de comidas que estaba vacío porque los mexicanos acostumbraban
a tener desayunos muy fuertes y luego almorzaban a las tres de la tarde. Así
que siendo la una y media, comí en “El
Pollo Yon” que era el lugar que más se adaptaba a mis gustos gastronómicos.
Como en el resto México, Monterrey presentaba
una serie de vidrieras atípicas para las costumbres argentinas. La recurrencia
de locales con trajes de novia, de comunión y de bautismo me resultaba realmente
llamativa. También las de los trajes de fiesta, que, en el caso de los niños, semejaban
a las de disfraces de las tiendas de Buenos Aires. Sin duda, en Argentina teníamos
una cultura del vestido mucho más parecida a la norteamericana que a la
latinoamericana. Éramos más informales, usábamos más jeans y zapatillas, y los
vestidos de fiesta eran mucho más sobrios. Tal vez por eso, muchas veces al
entrar a algún negocio, me habían saludado en inglés.
Tal cual como en otros países
latinoamericanos, me había pasado no entender lo que anunciaban determinados
carteles, en especial relacionados con los alimentos. No solamente que había
una gran diferencia entre lo que se consumía habitualmente en Argentina y
Uruguay respecto del resto del continente, sino que también existían términos
regionales para denominar la misma cosa. Por eso, en muchos restoranes he
tenido que solicitar la carta en inglés para enterarme qué comidas ofrecían.
Tal cual los puestos callejeros de Monterrey, donde no pude saber qué
significaban los siguientes anuncios: ”Tostadas
preparadas con cueritos”, “Conchitas con queso flote crema”, “Elote en vaso”,
“Nachos con cueritos, queso y chilitos”, “Croncho solo”…
Al llegar a un sector de la
peatonal donde había una galería de artesanías, encontré una especie de altar
con un retrato, un crucifijo, velas, flores, varias calaveras y objetos varios.
Me llamó la atención y pensé que se trataba de un homenaje muy singular a esa
persona, pero después me enteré de que estábamos en la Semana de los Muertos, y
que era habitual en todas las casas y comercios rendir homenaje a sus seres
queridos de esa manera. En Argentina, prácticamente ni siquiera ya se visitaban
los cementerios.
La Catedral Metropolitana databa del siglo
XVII y era la primera parroquia construida en Monterrey. La torre mayor era
mucho más moderna ya que había sido realizada a fines del siglo XIX. Dentro de
ella había cuadros muy valiosos.
Monterrey contaba con una plaza de cuarenta
hectáreas, denominada Macroplaza, y a su alrededor se localizaban antiguas y modernas
construcciones. Uno de ellos era el Museo Metropolitano que otrora perteneciera
al Palacio Municipal y luego al Tribunal Superior de Justicia. Varios edificios
correspondientes al Palacio Municipal habían sido destruidos durante el siglo
XVII a causa de sendas inundaciones. Luego, en el siglo XIX un incendio durante
la invasión de las tropas norteamericanas deterioró el que se había construido
un siglo atrás.
Monterrey era la capital del estado de Nuevo León y también la cabecera
del municipio de Monterrey, por lo cual albergaba a ambos gobiernos.
Si bien Monterrey era
considerada la capital industrial de México, destacándose asimismo por ser el
centro de comercialización más importante del norte del país, también gozaba de
innumerables actividades relacionadas con la cultura y el deporte. Sede de
importantes grupos financieros, así como de importantes empresas como Grupo
Multimedios, TV Azteca y Televisa Monterrey. Museos, galerías de arte,
estadios, parques y jardines habían contribuido para que muchos la llamaran “la sultana del norte”.
En el extremo sur de la Macroplaza se encontraba
el Homenaje al Sol, monumento obra del famoso pintor mexicano Rufino Tamayo
quien tuviera una especial percepción acerca del cosmos.
Pero además de ser un centro productivo de
gran importancia y tener la mejor calidad de vida de todo el país, Monterrey
tenía el atractivo de estar al pie de la Sierra Madre Oriental. Por eso le pedí
a un taxista que me llevara a recorrer los alrededores, y cruzando el Puente de
la Unidad, sobre el río Santa Catarina, fuimos hacia las montañas.
En las estribaciones de la Sierra Madre
Oriental se encontraba el Cerro de la Silla que constituía un ícono en
Monterrey.
El nombre se debía a su semejanza a una silla
de montar caballos. Tenía cuatro picos llamados Norte, Sur, Antena y La Virgen.
La escasa vegetación de las laderas, nos
permitía comprobar que en la región predominaba el clima semi-desértico.
Desde los valles las montañas eran
impactantes y al atardecer el paisaje se tornaba fantasmagórico. Era un
verdadero muestrario para los especialistas en Geomorfología.
Ya de regreso, pude ver la otra cara de la
ciudad opulenta, la que lamentablemente estaba presente en la mayor parte de
México, y desde ya, en el resto de América Latina. La marginalidad que se
evidenciaba en algo tan fundamental como la vivienda.
Y antes de que se hiciera de noche, regresé
al hotel porque no se trataba de una ciudad muy recomendable para que una mujer
sola anduviera por las calles a ciertas horas.
A la salida del hotel reclamé la factura, la
hicieron a desgano y no me quisieron dar el original sino sólo la copia.
Discutí un rato, pero lo que dijera una mujer en México no tenía ningún valor.
Así que crucé a la terminal, cené y esperé mi ómnibus en la sala VIP.
Mi camión para el D. F. salía a medianoche y
llegaría a la mañana siguiente. Al micro o autobús los mexicanos le decían “camión”, lo que a los argentinos nos
causaba mucha gracia, porque para nosotros el camión era sólo para cargas.
¡Otra diferencia lingüística entre latinoamericanos!
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