No elegimos donde
nacemos, pero sí, donde morimos. Muchas veces nuestro “lugar en el mundo” puede
haber sido por elección propia o por las circunstancias que nos obligaran a
abandonar nuestro sitio de nacimiento o de crianza para buscar nuevos
horizontes que nos permitan crecer personalmente.
Este fue el caso de mi
padre, quien había tenido que migrar apenas cumplidos los treinta; y después de
casi sesenta años, ya habiendo echado fuertes raíces, nos daba su último adiós
en Buenos Aires, la ciudad que le había permitido desarrollarse
profesionalmente y mantener una familia. Sin embargo, su corazón nunca se había
apartado de su natal Ingeniero White (Guaite, para los nativos); por eso
decidimos devolverlo a su tierra.
Era el 7 de diciembre
de 2006 por la mañana cuando llegué con Omar y Martín a la terminal de ómnibus
de Retiro a encontrarme con mi madre y mi hija Fernanda. Y después de
abrazarnos fuertemente subimos al micro que nos llevaría a Bahía Blanca. Yo me
senté junto a Martín, quien se entretenía mirando todo con atención por la
ventanilla, por lo que pude ponerme a pensar sobre los maravillosos momentos
que había compartido con mi padre, quien además, había sido mi amigo y mi
compinche, tanto en las travesuras de niña como en las decisiones de adulta…
Trataba de consolarme pensando que se había ido de viaje, como tantas veces,
como tantos adioses…, en que yo esperaba ansiosa su regreso para disfrutar de
sus relatos… ¡No quería creer que esta vez fuera para siempre…!
Entre otras cosas, se
me venía permanentemente a la mente la imagen de la última fotografía que nos
habíamos tomado juntos pocos días atrás, durante el festejo de su cumpleaños
número ochenta y nueve. Ese día, a pesar de que su enfermedad ya lo estaba
deteriorando demasiado, lució con alegría una camiseta del club Puerto
Comercial, a quien siempre había amado, entre otras cuestiones, porque había
nacido en la casa donde tuvo lugar la fundación de esa institución, estando
entre sus gestores, su padre y tíos.
Mientras tanto, mi
mamá, que se encontraba junto a Fernanda, no paraba de hablar, al punto que, a
pesar de tratarse de un servicio diurno, algunos pasajeros le pidieron silencio
repetidas veces; pero esa era la forma de descargar su angustia.
Última foto
tomada con mi padre, a fines de noviembre de 2006,
quien lucía,
como regalo de sus ochenta y nueve años,
la camiseta del
Club Puerto Comercial de Ingeniero White
Llegamos a la vieja
terminal de ómnibus de Bahía ya de noche. Y allí nos esperaban varios familiares.
Quedaron en el departamento de la calle Alsina Martín y Omar, y yo junto con mi
madre y mi hija pasamos toda la noche junto a la capilla ardiente.
¡No lo quise ver!
¡Imposible hacerlo! No quería recordar siquiera los últimos días que había estado
con él en el hospital Durand. Quería conservar en mi mente esta imagen donde
mostró, por última vez, la sonrisa que siempre lo había caracterizado. Tomé un
calmante y me recosté sobre la falda de mi querida prima Nilda, que me estaba
conteniendo sobremanera.
A la mañana siguiente
Omar lo trajo a Martín para asistir al funeral. Había mucha gente, familiares,
amigos, conocidos, los Bomberos Voluntarios de Ingeniero White con los que
siempre había colaborado, y los Scouts de la Agrupación “Ernesto Pilling” de
los que había formado parte, quienes colocaron su bandera sobre el cofre que lo
transportaba. Y marchamos…
Traté de explicarle
todo lo que pude a Martín, quien, al saber que el abuelo no iba a estar más
entre nosotros, se había enojado mucho y había orinado una pared.
Mi madre echó tierra
con sus manos para cumplir con el mandato tradicional de “enterrarás a tus
muertos”. Y yo dije unas palabras…, las que pude. Agradecí a todos los que nos
estaban acompañando, destaqué algunos aspectos de la vida de mi padre, y aclaré
que me había puesto una prenda colorada, tal como él me lo había pedido en
varias oportunidades, ya que odiaba dos colores, el negro y el violeta, por
todos los lutos que le había tocado vivir cuando era niño.
Me mantuve bastante
entera porque no sentía que él estuviera allí, y mientras Fernanda y mi madre
se quedaron a descansar en el departamento, le pedí a Omar que, junto con
Martín, me acompañara a Guaite.
Tomamos el colectivo
que, por el viejo camino del empedrado, totalmente arbolado con eucaliptus, nos
llevó hasta el “Centro” del pueblo; y lo primero que quise hacer fue caminar
por la calle Mascarello, donde él había nacido. Frecuentemente me contaba
anécdotas sobre los juegos de pelota con sus amigos y sobre los personajes que
en su barrio habitaban en tiempos ha… Y después, quise ir a Comercial, y
observar largamente el escudo verde y amarillo, colores de la tuna en flor que
estaba en la casa de sus abuelos…
¡Y entonces, sí, allí
me quebré! Allí sí, lo sentí a él, más presente que nunca… Allí estaba…, y
seguirá estando…, ¡por siempre!
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