sábado, 11 de agosto de 2018

Cruzando la Gran Frontera


 Estando en Texas decidí ir a México por tierra. Quería cruzar por el territorio tan codiciado por unos y tan temido por otros. Consideré que sería una gran experiencia. Todos me recomendaron que tomara un autobús mexicano y no norteamericano porque además de tener un costo menor, era mucho más confortable. Además, la empresa norteamericana no se hacía cargo en caso de que me ocurriera algo en México.
Partí desde San Marcos, localidad texana, que además de ser una verdadera ciudad universitaria, era un centro de compras del “outlet” de las mejores marcas que provenían de las plantas maquiladoras que se encontran pegadas a la frontera del lado mexicano.
Nos dirigimos hacia el sur y el tránsito comenzó a tornarse lento. Lo que pasaba era que en la autopista había una especie de manifestación, pero en auto. Los norteamericanos no se bajaban de sus vehículos ni para protestar. Se desplazaban a paso de hombre con carteles pegados en la carrocería, reclamando quién sabe qué.
A poco de andar llegamos a San Antonio. El micro hizo una parada de unos veinte minutos, sólo para tomar algo y recoger pasajeros, pero eso me permitió dar una vuelta y llegar hasta la plaza. Era la ciudad del equipo de básquet donde jugaba Manu Ginóbili y pude ver en las calles avisos publicitarios con su fotografía.
 Continuamos viaje y a ambos lados de la carretera comenzaron a verse una serie de edificios destinados a la nacionalización de los vehículos de marca norteamericana pero adquiridos en México. Una especie de contrabando oficializado. Es decir que se podían pasar productos libremente pero no personas, y mucho menos las que hacían esos vehículos por un salario muy inferior al que se pagaba en el lugar de consumo. La General Motors era una de las principales fábricas que se dedicaba a ahorrar todo tipo de costos, no sólo los de mano de obra, en el sector mexicano y vender el noventa por ciento de su producción en los EEUU.
 Y arribamos a la ciudad de Laredo. Se encontraba al sur del estado de Texas. Era un centro urbano que apenas supera los doscientos mil habitantes, limpio, prolijo y con importantes museos y centros deportivos.
 Predominaban los locales destinados a actividades comerciales y de servicios ligados al tráfico industrial de la frontera. Y por lo tanto, la densidad y el dinero que corría en las calles eran bastante elevados.
 El ómnibus estuvo detenido un rato largo y aprovechamos para alimentarnos y cambiar dólares por mexicanos en algún puesto fijo y así evitar hacerlo de manera callejera. Y luego emprendimos el cruce por uno de los puentes sobre el río Bravo o río Grande, para arribar a territorio mexicano.
 Al arribar a México, podía verse una gran inscripción que decía “Bienvenido a Casa Paisano”. Pero esto no sólo reflejaba el buen ánimo para recibir a sus connacionales sino también a otros latinoamericanos. En el puesto de control, además de tratarme con gran cordialidad, me hicieron saber que habían apoyado a la selección argentina en el Mundial de Fútbol que se había realizado unos meses antes, en junio de 2006.
 Pasada la aduana, volví a subir al autobús rumbo a la terminal de Nuevo Laredo. Y en cuanto arrancó, con horror comencé a visualizar a través de la ventanilla gran cantidad de cruces detrás de un alambrado. “¡Son los hermanos que han querido cruzar y los acribillaron!” –me dijo mi compañero de asiento, viendo mi cara de espanto. Muchos pasaban por otra parte, lejos de esta zona y algunos morían de frío en la montaña. La relación de salarios entre un lado y otro del río era de nueve a uno, y era por eso tal desesperación. Pero no todos los que intentaban pasar por allí eran mexicanos, sino de muchos otros países de América Latina que utilizaban a México como trampolín.
Al llegar a la terminal de ómnibus de Nuevo Laredo debía tomar otro micro para continuar viaje a Monterrey. Fui a la ventanilla a sacar boleto y había dos opciones, uno a las seis de la tarde, que saldría en pocos minutos más, y otro a las ocho de la noche. Yo elegí el de las ocho, pero el vendedor me preguntó qué pensaba hacer en las dos horas que faltaban para la partida. Yo le dije que pretendía salir a caminar un poco para conocer la ciudad. ”¡Ni se le ocurra!”, - me dijo espantado. Usted no sabe lo que es este lugar. Le van a robar todo y no va a tener a quién reclamarle. Usted habla como extranjera y son los preferidos de los maleantes. Yo le contesté que seguramente no sería para tanto. Pero la gente que estaba en la fila detrás de mí, se metió en la conversación, y ¡me obligó a comprar el pasaje de las seis! Todos estaban desesperados por conseguir lugar para esa hora, porque dijeron que eso era realmente el “far west”.
Sólo pude ver la ciudad desde el ómnibus, que era mucho más grande que la Laredo norteamericana, pero el aspecto era muy diferente. Las construcciones muy rudimentarias, todo bastante sucio y desordenado, pero con un parque automotor de primer nivel.
 A medida que el ómnibus se desplazaba podían observarse grandes cantidades de contenedores, depósitos, vehículos varios y todo tipo de mercadería a la espera de ser cruzada hacia el “Gran País del Norte”.
De hecho, a ambos lados de la frontera se hacían grandes negocios, producto del Tratado de Libre Comercio (TLC), entre México, EEUU y Canadá. Muchas de tales operaciones seguramente no eran muy regulares, pero en Nuevo Laredo todo parecía mostrarse más evidente.
 Lentamente se fue haciendo de noche y ya no era posible observar más nada, así que me dispuse a dormir hasta la mañana siguiente en que arribaríamos a Monterrey.

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