Estando en Texas
decidí ir a México por tierra. Quería cruzar por el territorio tan codiciado
por unos y tan temido por otros. Consideré que sería una gran experiencia.
Todos me recomendaron que tomara un autobús mexicano y no norteamericano porque
además de tener un costo menor, era mucho más confortable. Además, la empresa
norteamericana no se hacía cargo en caso de que me ocurriera algo en México.
Partí desde San
Marcos, localidad texana, que además de ser una verdadera ciudad universitaria,
era un centro de compras del “outlet” de las mejores marcas que provenían de
las plantas maquiladoras que se encontran pegadas a la frontera del lado
mexicano.
Nos dirigimos hacia el
sur y el tránsito comenzó a tornarse lento. Lo que pasaba era que en la autopista había una especie de manifestación, pero en
auto. Los norteamericanos no se bajaban de sus vehículos ni para protestar. Se
desplazaban a paso de hombre con carteles pegados en la carrocería, reclamando
quién sabe qué.
A
poco de andar llegamos a San Antonio. El micro hizo una parada de unos veinte
minutos, sólo para tomar algo y recoger pasajeros, pero eso me permitió dar una
vuelta y llegar hasta la plaza. Era la ciudad del equipo de básquet donde jugaba
Manu Ginóbili y pude ver en las calles avisos publicitarios con su fotografía.
Continuamos viaje y a
ambos lados de la carretera comenzaron a verse una serie de edificios
destinados a la nacionalización de los vehículos de marca norteamericana pero
adquiridos en México. Una especie de contrabando oficializado. Es decir que se
podían pasar productos libremente pero no personas, y mucho menos las que hacían
esos vehículos por un salario muy inferior al que se pagaba en el lugar de
consumo. La General Motors era una de las principales fábricas que se dedicaba
a ahorrar todo tipo de costos, no sólo los de mano de obra, en el sector
mexicano y vender el noventa por ciento de su producción en los EEUU.
Y arribamos a la ciudad de
Laredo. Se encontraba al sur del estado de Texas. Era un centro urbano que
apenas supera los doscientos mil habitantes, limpio, prolijo y con importantes
museos y centros deportivos.
Predominaban los locales
destinados a actividades comerciales y de servicios ligados al tráfico
industrial de la frontera. Y por lo tanto, la densidad y el dinero que corría en
las calles eran bastante elevados.
El ómnibus estuvo
detenido un rato largo y aprovechamos para alimentarnos y cambiar dólares por
mexicanos en algún puesto fijo y así evitar hacerlo de manera callejera. Y
luego emprendimos el cruce por uno de los puentes sobre el río Bravo o río
Grande, para arribar a territorio mexicano.
Al arribar a México, podía
verse una gran inscripción que decía “Bienvenido a Casa Paisano”. Pero
esto no sólo reflejaba el buen ánimo para recibir a sus connacionales sino
también a otros latinoamericanos. En el puesto de control, además de tratarme con
gran cordialidad, me hicieron saber que habían apoyado a la selección argentina
en el Mundial de Fútbol que se había realizado unos meses antes, en junio de
2006.
Pasada la aduana,
volví a subir al autobús rumbo a la terminal de Nuevo Laredo. Y en cuanto
arrancó, con horror comencé a visualizar a través de la ventanilla gran
cantidad de cruces detrás de un alambrado. “¡Son los hermanos que han querido
cruzar y los acribillaron!” –me dijo mi compañero de asiento, viendo mi cara de
espanto. Muchos pasaban por otra parte, lejos de esta zona y algunos morían de
frío en la montaña. La relación de salarios entre un lado y otro del río era de
nueve a uno, y era por eso tal desesperación. Pero no todos los que intentaban
pasar por allí eran mexicanos, sino de muchos otros países de América Latina
que utilizaban a México como trampolín.
Al llegar a la
terminal de ómnibus de Nuevo Laredo debía tomar otro micro para continuar viaje
a Monterrey. Fui a la ventanilla a sacar boleto y había dos opciones, uno a las
seis de la tarde, que saldría en pocos minutos más, y otro a las ocho de la
noche. Yo elegí el de las ocho, pero el vendedor me preguntó qué pensaba hacer
en las dos horas que faltaban para la partida. Yo le dije que pretendía salir a
caminar un poco para conocer la ciudad. ”¡Ni se le ocurra!”, - me dijo
espantado. Usted no sabe lo que es este lugar. Le van a robar todo y no va a
tener a quién reclamarle. Usted habla como extranjera y son los preferidos de
los maleantes. Yo le contesté que seguramente no sería para tanto. Pero la
gente que estaba en la fila detrás de mí, se metió en la conversación, y ¡me
obligó a comprar el pasaje de las seis! Todos estaban desesperados por
conseguir lugar para esa hora, porque dijeron que eso era realmente el “far
west”.
Sólo pude ver la
ciudad desde el ómnibus, que era mucho más grande que la Laredo norteamericana,
pero el aspecto era muy diferente. Las construcciones muy rudimentarias, todo
bastante sucio y desordenado, pero con un parque automotor de primer nivel.
A medida que el
ómnibus se desplazaba podían observarse grandes cantidades de contenedores,
depósitos, vehículos varios y todo tipo de mercadería a la espera de ser
cruzada hacia el “Gran País del Norte”.
De hecho, a ambos lados
de la frontera se hacían grandes negocios, producto del Tratado de Libre
Comercio (TLC), entre México, EEUU y Canadá. Muchas de tales operaciones
seguramente no eran muy regulares, pero en Nuevo Laredo todo parecía mostrarse
más evidente.
Lentamente se fue
haciendo de noche y ya no era posible observar más nada, así que me dispuse a
dormir hasta la mañana siguiente en que arribaríamos a Monterrey.
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