Era domingo 12 de marzo, y cinco días después se festejaría el St.
Patrick’s Day (Día de San Patricio, patrón de Irlanda). Y si bien los
irlandeses se asentaron en diferentes ciudades de los Estados Unidos, Chicago
los albergaba en gran cantidad desde mediados del siglo XIX.
Ya en camino al Centro de Chicago, comencé a ver gente de toda edad,
etnia y nivel social, luciendo alguna prenda u objeto verde. Pero mayor fue mi
sorpresa cuando, al cruzar el río Chicago, lo encontré absolutamente verde. Y
ante mi preocupación respecto de que la tintura afectara a los organismos vivos
que allí habitaban, me comentaron que la idea de teñirlo había surgido por
accidente cuando un grupo de investigadores estaba utilizando fluoresceína como
colorante para rastrear sustancias ilegales que contaminaban el río. Sin
embargo, la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos había
prohibido el uso de la fluoresceína, y desde 1966 los ambientalistas obligaron
a utilizar un tinte vegetal para proteger a los miles de peces de colores que poblaban
ese curso de agua.
Anduve caminando sin rumbo, y como hacía demasiado frío, ya que el
viento, característico de esta urbe hacía disminuir la sensación térmica, me
refugié en un lujoso shopping; pero, como en todos los que he conocido a lo
largo del mundo, no me atrajo para nada. Dentro de esos espacios comerciales
pierdo la noción del país donde me encuentro, porque su homogeneidad es
asombrosa, tanto en diseños como en los comercios de las mismas marcas famosas.
A partir de lo que se expusiera durante el Congreso de la Asociación de
Geógrafos Americanos, pretendí conocer los suburbios de la ciudad, cuya
distribución socio-económica parecía coincidir en gran parte, con la de Buenos
Aires y su conurbano. Hacia el sur se habían localizado las principales
industrias con sus barrios obreros contiguos; mientras que en el norte se
ubicaban las áreas residenciales del sector de mayor poder adquisitivo.
Entonces, el lunes 13 por la mañana, tomé un tren rumbo al sur, que
pasaba por el Barrio Chino y por el sector industrial de la ciudad, aquel que a
fines del siglo XIX y principios del XX llegara a ser el más importante del
mundo. Sin embargo, eso no significaba, necesariamente, que todo funcionara
como debería.
En noviembre de 1884 se había celebrado en Chicago el IV Congreso de la
American Federation of Labor, en el que se propuso que a partir del 1ro. de
mayo de 1886 se obligaría a los patronos a respetar la jornada de ocho horas.
Llegada la fecha, y ante el no cumplimiento por parte de la patronal, los
obreros se organizaron y paralizaron el país con más de cinco mil huelgas. Pero
durante una manifestación pacífica en Haymarket Square, una persona lanzó una
bomba a la policía que intentaba disolver el acto en forma violenta, lo que
desembocó en un juicio, años después calificado como ilegítimo y
deliberadamente malintencionado, contra ocho trabajadores anarquistas y
anarco-comunistas, donde cinco de ellos fueron condenados a muerte y tres
fueron recluidos. El 11 de noviembre de 1887 fueron llevados a la horca Albert
Parsons (estadounidense, 39 años, periodista), August Spies (alemán, 31 años,
periodista), Adolph Fischer (alemán, 30 años, periodista), y Georg Engel
(alemán, 50 años, tipógrafo). Louis Lingg (alemán, 22 años, carpintero) se
había suicidado el día anterior en su propia celda; a Michael Swabb (alemán, 33
años, tipógrafo) y a Samuel Fielden (inglés, 39 años, pastor metodista y obrero
textil) les fue conmutada la pena por cadena perpetua; y Oscar Neebe
(estadounidense, 36 años, vendedor) fue condenado a quince años de trabajos
forzados. Por estos hechos, en homenaje a los llamados “Mártires de Chicago”,
el 1ro. de mayo comenzó a conmemorarse en casi todo el mundo, no así en los
Estados Unidos, el Día Internacional del Trabajador.
Los empresarios debieron cumplir con las leyes laborales a lo que los
sucesivos gobiernos norteamericanos compensaron brindando políticas
proteccionistas, impidiendo durante casi todo el siglo XX, que se importaran
productos que compitieran en precio y calidad a la industria nacional. Esto
llevó a Chicago, en los años 20 y 30’, época de esplendor, a ser la locomotora
de la economía norteamericana, pero también a transformarse en una ciudad
dominada por sus mafias.
Sin duda, el mafioso más famoso
de Chicago fue Al Capone, quien deshaciéndose de sus adversarios llegó a
controlar los negocios más sucios como la prostitución, el juego clandestino,
el tráfico de alcohol y la organización de bandas, siendo el
creador del “Sindicato del Crimen”. Sin embargo, como la corrupción era
generalizada, por ninguno de dichos delitos fue procesado, sino que lo único
que terminó llevándolo a la cárcel fue la evasión de impuestos.
En 2006, momento en que yo me encontraba allí, las cosas habían cambiado,
y mucho. Los dueños de las empresas que habían sido beneficiados durante tanto
tiempo, se vieron tentados a obtener mayor rentabilidad al trasladar sus
plantas al sudeste asiático, o bien al norte de México, y vender en su propio
país los bienes industrializados fuera de él, sin que ninguno de los últimos
gobernantes, fueran republicanos o demócratas, pudieran revertir la situación.
Todo esto se me venía a la mente mientras observaba antiguas fábricas
convertidas en centros educativos o de salud, y viviendas obreras destinadas a
los afectados por el huracán Katrina en New Orleans el año anterior; y algunas
otras, indudablemente tomadas por gran cantidad de desocupados. La mayor parte
de esos habitantes eran negros, y las condiciones en las que se encontraban
eran lamentables. Hacía mucho frío, y desde la ventanilla, veía el humo de los
braseros con los que intentaban calefaccionarse en casas endebles y
parcialmente destruidas. Esa era la otra cara de los Estados Unidos que no
mostraban los medios, poniendo al país como un ejemplo mundial. ¡¿Ejemplo de
qué?! Ni antes ni ahora. Y Chicago, mucho menos, ciudad tan exitosa
industrialmente como mafiosa a lo largo de toda su historia.
A la tarde tomé un tren hacia el norte. Allí todo era diferente. Una
serie de barrios con casas de arquitectura refinada, con amplios y cuidados
jardines, se extendían a ambos lados de la vía; y todas ellas contaban con más
de un automóvil de alta gama en la puerta o en su garaje abierto. También los
pasajeros del tren mostraban un nivel muy superior a los del día anterior.
Parecía otra ciudad, otro país.
De pronto paramos en una estación donde me pareció ver un cartel que indicaba
la existencia de un cyber, y saltando de mi asiento, pude bajarme antes de que
se cerraran las puertas. Efectivamente el anuncio se encontraba señalando la
parte inferior de una autopista, y hacia allí me dirigí. Se trataba de una
larga galería donde había una serie de negocios informales de venta de todo
tipo de artículo, predominando las prendas de baja calidad. Todos allí hablaban
en español con diferentes tonadas y giros idiomáticos, obviamente todos
latinoamericanos, que me miraban con cierta desconfianza. Yo caminé de una
punta a otra, y no encontré lo que buscaba, por lo que no tuve más remedio que dirigirme
a uno de los vendedores:
-
“Señor, buenas tardes,
¿podría decirme dónde está el cyber?”
-
“¿Cómo? ¿Habla usted
español?” -preguntó el hombre sorprendido.
-
“Sí, claro” -respondí.
-
“No, acá no hay nada de eso”, contestó
nervioso, mientras se acercaban raudamente quienes atendían los puestos
vecinos.
Los nuevos interlocutores me rodearon y sentenciaron:
-
“¡No parece latina!
¿De dónde es?”
-
“Soy argentina” -dije
tímidamente ante tanta presión.
-
“¡Ahhhhhh… sí, allí
son más blancos!” –afirmó el más informado.
-
“Mire, siga hasta el
fondo del corredor, y al que atiende el mostrador de venta de celulares, le
dice que nosotros la autorizamos a bajar al cyber” – me indicó otro que parecía
ser el que los regenteaba.
Así hice, y cuando llegué al subsuelo, me encontré en un enorme salón
con gran cantidad de computadoras siendo utilizadas sólo por negros y latinos.
Lógicamente el sitio era clandestino por lo que se podía pagar en efectivo y no
sólo con tarjeta como en los lugares legales. Sin quedar registrado mi nombre podría
consultar todo tipo de página que me diera una información alternativa sobre la
guerra de Iraq que se estaba llevando a cabo en esos días.
Volví al tren por unas estaciones más, llegué hasta un lugar donde
disfruté de un paseo y de una exquisita merienda, y regresé al hotel cuando ya
era de noche.
Al día siguiente tomé un vuelo a Miami, pero como era de esperar, se
atrasó por problemas de elevado tráfico aéreo. Así que cuando llegué, sin
trámites de por medio, tuve que correr por todo el aeropuerto porque estaban
anunciando mi nombre como último llamado para embarcar en la conexión a Buenos
Aires. Y exhausta por las actividades realizadas en toda la semana, dormí
durante todo el viaje.
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