martes, 7 de agosto de 2018

Chicago, una ciudad decadente


  
Era domingo 12 de marzo, y cinco días después se festejaría el St. Patrick’s Day (Día de San Patricio, patrón de Irlanda). Y si bien los irlandeses se asentaron en diferentes ciudades de los Estados Unidos, Chicago los albergaba en gran cantidad desde mediados del siglo XIX.
Ya en camino al Centro de Chicago, comencé a ver gente de toda edad, etnia y nivel social, luciendo alguna prenda u objeto verde. Pero mayor fue mi sorpresa cuando, al cruzar el río Chicago, lo encontré absolutamente verde. Y ante mi preocupación respecto de que la tintura afectara a los organismos vivos que allí habitaban, me comentaron que la idea de teñirlo había surgido por accidente cuando un grupo de investigadores estaba utilizando fluoresceína como colorante para rastrear sustancias ilegales que contaminaban el río. Sin embargo, la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos había prohibido el uso de la fluoresceína, y desde 1966 los ambientalistas obligaron a utilizar un tinte vegetal para proteger a los miles de peces de colores que poblaban ese curso de agua.
Anduve caminando sin rumbo, y como hacía demasiado frío, ya que el viento, característico de esta urbe hacía disminuir la sensación térmica, me refugié en un lujoso shopping; pero, como en todos los que he conocido a lo largo del mundo, no me atrajo para nada. Dentro de esos espacios comerciales pierdo la noción del país donde me encuentro, porque su homogeneidad es asombrosa, tanto en diseños como en los comercios de las mismas marcas famosas.
A partir de lo que se expusiera durante el Congreso de la Asociación de Geógrafos Americanos, pretendí conocer los suburbios de la ciudad, cuya distribución socio-económica parecía coincidir en gran parte, con la de Buenos Aires y su conurbano. Hacia el sur se habían localizado las principales industrias con sus barrios obreros contiguos; mientras que en el norte se ubicaban las áreas residenciales del sector de mayor poder adquisitivo.
Entonces, el lunes 13 por la mañana, tomé un tren rumbo al sur, que pasaba por el Barrio Chino y por el sector industrial de la ciudad, aquel que a fines del siglo XIX y principios del XX llegara a ser el más importante del mundo. Sin embargo, eso no significaba, necesariamente, que todo funcionara como debería.
En noviembre de 1884 se había celebrado en Chicago el IV Congreso de la American Federation of Labor, en el que se propuso que a partir del 1ro. de mayo de 1886 se obligaría a los patronos a respetar la jornada de ocho horas. Llegada la fecha, y ante el no cumplimiento por parte de la patronal, los obreros se organizaron y paralizaron el país con más de cinco mil huelgas. Pero durante una manifestación pacífica en Haymarket Square, una persona lanzó una bomba a la policía que intentaba disolver el acto en forma violenta, lo que desembocó en un juicio, años después calificado como ilegítimo y deliberadamente malintencionado, contra ocho trabajadores anarquistas y anarco-comunistas, donde cinco de ellos fueron condenados a muerte y tres fueron recluidos. El 11 de noviembre de 1887 fueron llevados a la horca Albert Parsons (estadounidense, 39 años, periodista), August Spies (alemán, 31 años, periodista), Adolph Fischer (alemán, 30 años, periodista), y Georg Engel (alemán, 50 años, tipógrafo). Louis Lingg (alemán, 22 años, carpintero) se había suicidado el día anterior en su propia celda; a Michael Swabb (alemán, 33 años, tipógrafo) y a Samuel Fielden (inglés, 39 años, pastor metodista y obrero textil) les fue conmutada la pena por cadena perpetua; y Oscar Neebe (estadounidense, 36 años, vendedor) fue condenado a quince años de trabajos forzados. Por estos hechos, en homenaje a los llamados “Mártires de Chicago”, el 1ro. de mayo comenzó a conmemorarse en casi todo el mundo, no así en los Estados Unidos, el Día Internacional del Trabajador.
Los empresarios debieron cumplir con las leyes laborales a lo que los sucesivos gobiernos norteamericanos compensaron brindando políticas proteccionistas, impidiendo durante casi todo el siglo XX, que se importaran productos que compitieran en precio y calidad a la industria nacional. Esto llevó a Chicago, en los años 20 y 30’, época de esplendor, a ser la locomotora de la economía norteamericana, pero también a transformarse en una ciudad dominada por sus mafias.
  Sin duda, el mafioso más famoso de Chicago fue Al Capone, quien deshaciéndose de sus adversarios llegó a controlar los negocios más sucios como la prostitución, el juego clandestino, el tráfico de alcohol y la organización de bandas, siendo el creador del “Sindicato del Crimen”. Sin embargo, como la corrupción era generalizada, por ninguno de dichos delitos fue procesado, sino que lo único que terminó llevándolo a la cárcel fue la evasión de impuestos.
En 2006, momento en que yo me encontraba allí, las cosas habían cambiado, y mucho. Los dueños de las empresas que habían sido beneficiados durante tanto tiempo, se vieron tentados a obtener mayor rentabilidad al trasladar sus plantas al sudeste asiático, o bien al norte de México, y vender en su propio país los bienes industrializados fuera de él, sin que ninguno de los últimos gobernantes, fueran republicanos o demócratas, pudieran revertir la situación.
Todo esto se me venía a la mente mientras observaba antiguas fábricas convertidas en centros educativos o de salud, y viviendas obreras destinadas a los afectados por el huracán Katrina en New Orleans el año anterior; y algunas otras, indudablemente tomadas por gran cantidad de desocupados. La mayor parte de esos habitantes eran negros, y las condiciones en las que se encontraban eran lamentables. Hacía mucho frío, y desde la ventanilla, veía el humo de los braseros con los que intentaban calefaccionarse en casas endebles y parcialmente destruidas. Esa era la otra cara de los Estados Unidos que no mostraban los medios, poniendo al país como un ejemplo mundial. ¡¿Ejemplo de qué?! Ni antes ni ahora. Y Chicago, mucho menos, ciudad tan exitosa industrialmente como mafiosa a lo largo de toda su historia.
A la tarde tomé un tren hacia el norte. Allí todo era diferente. Una serie de barrios con casas de arquitectura refinada, con amplios y cuidados jardines, se extendían a ambos lados de la vía; y todas ellas contaban con más de un automóvil de alta gama en la puerta o en su garaje abierto. También los pasajeros del tren mostraban un nivel muy superior a los del día anterior. Parecía otra ciudad, otro país.
De pronto paramos en una estación donde me pareció ver un cartel que indicaba la existencia de un cyber, y saltando de mi asiento, pude bajarme antes de que se cerraran las puertas. Efectivamente el anuncio se encontraba señalando la parte inferior de una autopista, y hacia allí me dirigí. Se trataba de una larga galería donde había una serie de negocios informales de venta de todo tipo de artículo, predominando las prendas de baja calidad. Todos allí hablaban en español con diferentes tonadas y giros idiomáticos, obviamente todos latinoamericanos, que me miraban con cierta desconfianza. Yo caminé de una punta a otra, y no encontré lo que buscaba, por lo que no tuve más remedio que dirigirme a uno de los vendedores:
-                     “Señor, buenas tardes, ¿podría decirme dónde está el cyber?”
-                     “¿Cómo? ¿Habla usted español?” -preguntó el hombre sorprendido.
-                     “Sí, claro” -respondí.
-                      “No, acá no hay nada de eso”, contestó nervioso, mientras se acercaban raudamente quienes atendían los puestos vecinos.
Los nuevos interlocutores me rodearon y sentenciaron:
-          “¡No parece latina! ¿De dónde es?”
-          “Soy argentina” -dije tímidamente ante tanta presión.
-         “¡Ahhhhhh… sí, allí son más blancos!” –afirmó el más informado.
-         “Mire, siga hasta el fondo del corredor, y al que atiende el mostrador de venta de celulares, le dice que nosotros la autorizamos a bajar al cyber” – me indicó otro que parecía ser el que los regenteaba.
Así hice, y cuando llegué al subsuelo, me encontré en un enorme salón con gran cantidad de computadoras siendo utilizadas sólo por negros y latinos. Lógicamente el sitio era clandestino por lo que se podía pagar en efectivo y no sólo con tarjeta como en los lugares legales. Sin quedar registrado mi nombre podría consultar todo tipo de página que me diera una información alternativa sobre la guerra de Iraq que se estaba llevando a cabo en esos días.
Volví al tren por unas estaciones más, llegué hasta un lugar donde disfruté de un paseo y de una exquisita merienda, y regresé al hotel cuando ya era de noche.
Al día siguiente tomé un vuelo a Miami, pero como era de esperar, se atrasó por problemas de elevado tráfico aéreo. Así que cuando llegué, sin trámites de por medio, tuve que correr por todo el aeropuerto porque estaban anunciando mi nombre como último llamado para embarcar en la conexión a Buenos Aires. Y exhausta por las actividades realizadas en toda la semana, dormí durante todo el viaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario