domingo, 30 de julio de 2023

Afuera llovía..., y adentro... Adentro, también llovía...

  Hacía ya veintitrés años, que, con contadas excepciones, durante el segundo cuatrimestre del ciclo lectivo universitario, viajaba una vez por semana a la ciudad de Mar del Plata para dirigirme a la universidad nacional.

A las dos de la madrugada del sábado partía desde Retiro en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, llegaba a Mar del Plata a las siete y media de la mañana, me higienizaba y desayunaba en la terminal de ómnibus, ya que a esa hora otros lugares permanecían cerrados, y a las nueve ya estaba en el aula.

Dictaba clases hasta pasado el mediodía, me reunía con algunos colegas, a veces compartiendo un almuerzo de comida rápida, y tomaba el primer micro que me llevara nuevamente a mi ciudad, para regresar a casa antes de la hora de cenar.

La Universidad Nacional de Mar del Plata me entregaba una orden de pasaje con la cual yo podía acceder solamente a las empresas El Cóndor, Micromar y Empresa Argentina, que, si bien no eran las mejores, tampoco ofrecían malos servicios.

En el horario de mi conveniencia sólo contaba con el coche cama de El Cóndor, donde, además de tener toilette a bordo, aire frío-calor según la época del año y butacas individuales, repartían una cajita con dos alfajores de buena marca. Es decir, que, dentro del sacrificio que estos viajes frecuentes me significaban, yo podía encontrarme con ciertas comodidades como para reclinar el asiento, dormir durante todo el trayecto y llegar bastante descansada a mi tarea docente de la mañana siguiente.

Habitualmente ponían el coche en la plataforma a la una y cincuenta, es decir, diez minutos antes de partir, todos los pasajeros nos acomodábamos enseguida, y a las dos en punto, partíamos. No siempre se completaba, y prácticamente nadie llevaba equipaje, o muy acotado. Tampoco ponían películas en los televisores para que todos pudiéramos dormir, y la mayor parte de las veces, llegábamos a destino a la hora convenida.

Estas condiciones, durante tantos años, se mantuvieron bastante constantes, salvo alguna excepcionalidad, que en muchos casos era coincidente con la jornada previa a los fines de semana largos. En esas oportunidades, no siempre los micros eran los mejores, ya que, debido a la mayor demanda, no les alcanzaban las unidades más modernas y mandaban algunos con ciertas deficiencias.

Quienes viajaban circunstancialmente, solo por el fin de semana de tres días, llevaban valijas, sombrillas, cañas de pescar, salvavidas, tablas de surf, bicicletas, estufas, y otros accesorios, como si fueran a pasar una temporada de tres meses. Por todo esto, el micro estaba disponible con veinte minutos de antelación, pero, terminábamos partiendo con demora.

Todos subían al micro e iban directamente al baño, como si no lo hubiera en la terminal, dejándolo en pésimas condiciones a los pocos minutos, y muchas veces, sin cerrar la puerta. Luego pretendían que les pusieran una película, a pesar de la hora, porque decían que el precio del pasaje la incluía. A veces, los choferes accedían y otras veces, no. Pero, de todos modos, conversaciones en voz alta y risas perduraban durante toda la noche, con la consiguiente discusión con quienes reclamaban silencio con chistidos o voces alteradas.

Como yo venía de varios días de mucha actividad, pese a tales condiciones, apoyaba mi cabeza sobre una almohada improvisada y me entregaba prontamente a Morfeo, a tal punto, que más de una vez seguí de largo hasta el taller, o hasta la ciudad de Miramar.

Pero la noche del ocho de octubre de 2011, momento en que mucha gente decidió ir a pasar unos días a la costa, tanto para abrir su casa o departamento o bien buscar algo para alquilar durante el verano, sucedió todo tal cual como lo acabo de describir, pero con un agravante, el micro no era el que correspondía al servicio programado.

Primeramente, no era un coche-cama, sino semi-cama, lo que significaba que no había butacas individuales, por lo que la numeración no coincidía con la que figuraba en el pasaje, y el espacio disponible era menor. Así comenzaron los enfrentamientos entre los choferes y los pasajeros, y entre los pasajeros, porque en ese horario, todas las oficinas de reclamos estaban cerradas.

A pesar de los problemas de re-ubicación, había mayor disponibilidad de asientos, por lo que la boletería comenzó a vender algunos pasajes de último momento, lo que, además de todo, generó un atraso en más de cuarenta minutos. Yo traté de acomodarme donde pude, y dentro de todo, estaba satisfecha por haber conseguido un lugar junto a una ventanilla, lo que me permitiría dormir con más comodidad, y evitar que mi compañera de asiento me hiciera levantar para pasar en la mitad del viaje.

Pero, a casi una hora de haber llegado a la Autovía 2, me despertaron los relámpagos y los truenos de la tremenda tormenta que se había desatado. Corrí la cortinita y seguí durmiendo, pero me volví a despertar al rato con la cara mojada por el agua que salpicaba desde la ventanilla mal sellada. Traté de inclinarme hacia el otro lado, hasta que un griterío anunciara que había comenzado a llover dentro del micro tal como si estuviéramos afuera. Y al rato tuve que poner mis pies sobre el asiento, ya que el piso se había convertido en un verdadero río.

Así estuvimos durante casi cuatro horas. La tormenta no paró y, si bien se vieron obligados a reducir la velocidad, los choferes no buscaron ningún refugio en el camino. Y lo peor, en mi caso, fue que cuando busqué mi portafolios sobre el portaequipaje, los apuntes que llevaba para mis alumnos, estaban totalmente mojados.

Hecha una sopa, me sequé como pude y sin desayunar pretendí conseguir un taxi, lo que me significó un largo tiempo de espera. Estaba exhausta y en el camino a la facultad, me puse a pensar cómo iba a hacer para concentrarme sin haber podido descansar mínimamente. Pero al llegar, con media hora de atraso, encontré solo a dos estudiantes. Algunos, que eran de otras localidades de la provincia de Buenos Aires, se habían ido a pasar ese fin de semana con sus familias, y de los residentes en Mar del Plata, unos habían conseguido un trabajo ocasional para la atención de los turistas, y otros se habían acobardado por la lluvia. Por un lado, preferí que así fuera porque de esa manera, les pediría que solo plantearan sus dudas ya que no podría dar un tema nuevo, pero, por el otro, era frustrante haber sufrido esa situación para que no redundara en algo más productivo.

Pocos meses atrás había vivido una situación similar, en unos viajes realizados entre Retiro y la ciudad de Tandil, con motivo del dictado de un curso en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

En esa oportunidad, había padecido a la empresa Río Paraná, en la cual, los neumáticos de los coches estaban lisos, las butacas desvencijadas y no se reclinaban, entraba aire frío a través de las hendijas de las ventanillas, y la puerta del toilette se abría y cerraba constantemente, entre todo lo que podíamos ver. ¡No quiero pensar el estado de la mecánica de las unidades!

También se había tratado de un viaje para no olvidar, pero al menos, ¡sin lluvia!

 

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