A las
dos de la madrugada del sábado partía desde Retiro en la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, llegaba a Mar del Plata a las siete y media de la mañana, me
higienizaba y desayunaba en la terminal de ómnibus, ya que a esa hora otros lugares
permanecían cerrados, y a las nueve ya estaba en el aula.
Dictaba
clases hasta pasado el mediodía, me reunía con algunos colegas, a veces
compartiendo un almuerzo de comida rápida, y tomaba el primer micro que me
llevara nuevamente a mi ciudad, para regresar a casa antes de la hora de cenar.
La Universidad
Nacional de Mar del Plata me entregaba una orden de pasaje con la cual yo podía
acceder solamente a las empresas El Cóndor, Micromar y Empresa Argentina, que,
si bien no eran las mejores, tampoco ofrecían malos servicios.
En el
horario de mi conveniencia sólo contaba con el coche cama de El Cóndor, donde,
además de tener toilette a bordo, aire frío-calor según la época del año y butacas
individuales, repartían una cajita con dos alfajores de buena marca. Es decir,
que, dentro del sacrificio que estos viajes frecuentes me significaban, yo podía
encontrarme con ciertas comodidades como para reclinar el asiento, dormir
durante todo el trayecto y llegar bastante descansada a mi tarea docente de la mañana
siguiente.
Habitualmente
ponían el coche en la plataforma a la una y cincuenta, es decir, diez minutos
antes de partir, todos los pasajeros nos acomodábamos enseguida, y a las dos en
punto, partíamos. No siempre se completaba, y prácticamente nadie llevaba
equipaje, o muy acotado. Tampoco ponían películas en los televisores para que
todos pudiéramos dormir, y la mayor parte de las veces, llegábamos a destino a
la hora convenida.
Estas
condiciones, durante tantos años, se mantuvieron bastante constantes, salvo alguna
excepcionalidad, que en muchos casos era coincidente con la jornada previa a
los fines de semana largos. En esas oportunidades, no siempre los micros eran
los mejores, ya que, debido a la mayor demanda, no les alcanzaban las unidades
más modernas y mandaban algunos con ciertas deficiencias.
Quienes
viajaban circunstancialmente, solo por el fin de semana de tres días, llevaban
valijas, sombrillas, cañas de pescar, salvavidas, tablas de surf, bicicletas, estufas,
y otros accesorios, como si fueran a pasar una temporada de tres meses. Por
todo esto, el micro estaba disponible con veinte minutos de antelación, pero,
terminábamos partiendo con demora.
Todos subían
al micro e iban directamente al baño, como si no lo hubiera en la terminal, dejándolo
en pésimas condiciones a los pocos minutos, y muchas veces, sin cerrar la puerta.
Luego pretendían que les pusieran una película, a pesar de la hora, porque decían
que el precio del pasaje la incluía. A veces, los choferes accedían y otras
veces, no. Pero, de todos modos, conversaciones en voz alta y risas perduraban
durante toda la noche, con la consiguiente discusión con quienes reclamaban
silencio con chistidos o voces alteradas.
Como yo
venía de varios días de mucha actividad, pese a tales condiciones, apoyaba mi
cabeza sobre una almohada improvisada y me entregaba prontamente a Morfeo, a tal
punto, que más de una vez seguí de largo hasta el taller, o hasta la ciudad de
Miramar.
Pero la
noche del ocho de octubre de 2011, momento en que mucha gente decidió ir a
pasar unos días a la costa, tanto para abrir su casa o departamento o bien
buscar algo para alquilar durante el verano, sucedió todo tal cual como lo acabo
de describir, pero con un agravante, el micro no era el que correspondía al servicio
programado.
Primeramente,
no era un coche-cama, sino semi-cama, lo que significaba que no había butacas
individuales, por lo que la numeración no coincidía con la que figuraba en el
pasaje, y el espacio disponible era menor. Así comenzaron los enfrentamientos
entre los choferes y los pasajeros, y entre los pasajeros, porque en ese
horario, todas las oficinas de reclamos estaban cerradas.
A
pesar de los problemas de re-ubicación, había mayor disponibilidad de asientos,
por lo que la boletería comenzó a vender algunos pasajes de último momento, lo
que, además de todo, generó un atraso en más de cuarenta minutos. Yo traté de
acomodarme donde pude, y dentro de todo, estaba satisfecha por haber conseguido
un lugar junto a una ventanilla, lo que me permitiría dormir con más comodidad,
y evitar que mi compañera de asiento me hiciera levantar para pasar en la mitad
del viaje.
Pero, a
casi una hora de haber llegado a la Autovía 2, me despertaron los relámpagos y
los truenos de la tremenda tormenta que se había desatado. Corrí la cortinita y
seguí durmiendo, pero me volví a despertar al rato con la cara mojada por el
agua que salpicaba desde la ventanilla mal sellada. Traté de inclinarme hacia
el otro lado, hasta que un griterío anunciara que había comenzado a llover
dentro del micro tal como si estuviéramos afuera. Y al rato tuve que poner mis
pies sobre el asiento, ya que el piso se había convertido en un verdadero río.
Así
estuvimos durante casi cuatro horas. La tormenta no paró y, si bien se vieron
obligados a reducir la velocidad, los choferes no buscaron ningún refugio en el
camino. Y lo peor, en mi caso, fue que cuando busqué mi portafolios sobre el
portaequipaje, los apuntes que llevaba para mis alumnos, estaban totalmente
mojados.
Hecha
una sopa, me sequé como pude y sin desayunar pretendí conseguir un taxi, lo que
me significó un largo tiempo de espera. Estaba exhausta y en el camino a la
facultad, me puse a pensar cómo iba a hacer para concentrarme sin haber podido
descansar mínimamente. Pero al llegar, con media hora de atraso, encontré solo
a dos estudiantes. Algunos, que eran de otras localidades de la provincia de
Buenos Aires, se habían ido a pasar ese fin de semana con sus familias, y de los
residentes en Mar del Plata, unos habían conseguido un trabajo ocasional para
la atención de los turistas, y otros se habían acobardado por la lluvia. Por un
lado, preferí que así fuera porque de esa manera, les pediría que solo
plantearan sus dudas ya que no podría dar un tema nuevo, pero, por el otro, era
frustrante haber sufrido esa situación para que no redundara en algo más productivo.
Pocos
meses atrás había vivido una situación similar, en unos viajes realizados entre
Retiro y la ciudad de Tandil, con motivo del dictado de un curso en la
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.
En esa
oportunidad, había padecido a la empresa Río Paraná, en la cual, los neumáticos
de los coches estaban lisos, las butacas desvencijadas y no se reclinaban, entraba
aire frío a través de las hendijas de las ventanillas, y la puerta del toilette
se abría y cerraba constantemente, entre todo lo que podíamos ver. ¡No quiero
pensar el estado de la mecánica de las unidades!
También
se había tratado de un viaje para no olvidar, pero al menos, ¡sin lluvia!
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