domingo, 30 de octubre de 2016

El Cacerolazo en Buenos Aires

  
Después de la hiperinflación que sufriera la Argentina a fines de la década del ’80, que obligara al presidente Raúl Alfonsín a entregar anticipadamente su mandato, se inició un modelo económico basado en un tipo de cambio fijo (uno a uno peso – dólar), privatización de empresas públicas y liberalización del sistema financiero.
En una primera etapa, la economía logró estabilizarse, aunque sólo en apariencia, con un importante consumo por gran parte de la población, que catapultó al presidente Carlos Saúl Menen en la presidencia de la nación por un segundo período a partir de las elecciones realizadas en el mes de mayo de 1995, lo que fuera conocido como “voto cuota”, ya que muchos tuvieron temor de que otro gobierno derogara la Ley de Convertibilidad, que había permitido controlar la inflación, y posibilitar viajes al exterior por parte de la clase media, como nunca antes había sucedido. Sin embargo, en 1997 el modelo comenzó a mostrar sus deficiencias, creciendo el desempleo y aumentando la brecha entre ricos y pobres; y para sostenerlo saludable se necesitaba del ingreso de divisas, lo que al principio fuera equilibrado a partir de la privatización de empresas estatales, pero ya vendidas las “joyas de la abuela”, no hubo de dónde obtener más dinero tanto debido a las falencias estructurales del programa económico como al bajo precio internacional de los granos, lo que hiciera necesario refinanciar la deuda a intereses más altos para poder mantener la estabilidad.
En diciembre de 1999 asumió Fernando de la Rúa como primer mandatario, en medio de una gran recesión, con el apoyo de la mayoría de la población que supuso que las cosas iban a mejorar, pero ocurrió exactamente lo contrario. El año 2000 fue muy duro, aunque la gente consideraba que había que darle tiempo al nuevo presidente. Pero a partir de 2001, la Argentina vivió una crisis económica, política y social de enorme envergadura y de imprevisibles consecuencias.
De la Rúa había decidido sostener la Ley de Convertibilidad, tal como lo había prometido en su campaña electoral, lo que provocó que la situación financiera fuera cada vez más crítica, aplicándose medidas como el “blindaje” o el “megacanje”, que consistían en endeudamiento exterior para darle oxígeno al modelo, lo que redundó en continuos cambios de ministros de economía.
El 4 de marzo José Luis Machinea fue reemplazado por Ricardo López Murphy, quien contó con fuerte apoyo de los mercados, mientras Fernando de la Rúa aseguraba que se cumplirían las metas pactadas con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y reafirmaba el sistema de cambio fijo que desde 1991 ataba el peso al dólar en paridad uno a uno.
El 16 de marzo el Gobierno anunció un nuevo plan económico que preveía un recorte en el gasto público por 1962 millones de dólares en 2001 y por 2485 millones en 2002, para combatir el abultado déficit fiscal, lo que originara la renuncia de tres ministros y seis funcionarios del FREPASO (Frente País Solidario).
El 20 de marzo, Domingo Cavallo, ex ministro de Menem, aceptó la cartera de Economía, tras la dimisión de López Murphy; y nueve días después, el Congreso le otorgó “superpoderes” con el supuesto fin de restablecer la economía.
El 16 de abril, lunes siguiente a las Pascuas, el Gobierno anunció que planeaba recortar 300 millones de dólares en el gasto para cumplir un déficit fiscal anual acordado con el FMI en 6500 millones.
Yo había pasado la Semana Santa en Suiza en la casa de mi amiga Alejandra Bonazzi, y allí me había enterado de que los bancos europeos le habían bajado el pulgar a Cavallo por considerar que no era democrático que un país tuviera un super-ministro, sin estar reguladas sus decisiones a través del Parlamento, por lo que no me sorprendieron las medidas que tomara el Gobierno para tratar de capear el temporal.
Por otra parte, cuando el martes 17 de abril me presenté a dar una charla ante los estudiantes de Geografía de la Université de la Bretagne Occidental, en la ciudad de Brest, en el oeste de Francia, me resultó increíble lo informados que estaban acerca de la situación de la Argentina, preguntándome antes de comenzar mi disertación: “¿Pour quoi Cavallo?”
Así que, teniendo una visión externa, y por lo tanto más acertada, de lo que iba a ocurrir en un futuro próximo, en cuanto regresé de Europa, insté a mis familiares quienes tuvieran dinero en los bancos, a que lo retiraran y lo guardaran bajo el colchón.
El 10 de julio Cavallo anunció que llevaría a cero el déficit público mediante recortes en el gasto; y el 30 de julio el Senado aprobó un recorte del 13% en salarios y pensiones públicas que superaran los 500 pesos (dólares).
Y así las cosas fueron de mal en peor por lo que el 19 de noviembre el Gobierno inició la masiva reestructuración de su deuda pública. El riesgo-país rozaba los 3000 puntos. Dos días después, Economía decidió prorrogar una semana el plazo de los tenedores locales de títulos para presentarse al canje de deuda, y unos días más tarde, retrasaba de nuevo el plazo hasta el 7 de diciembre para que los inversores “minoristas” pudieran participar plenamente.
Pero el 29 de noviembre la crisis llegó a un punto insostenible cuando los grandes inversionistas comenzaron a retirar sus depósitos monetarios de los bancos, y, en consecuencia, el sistema bancario colapsó por la fuga de capitales y la decisión del FMI de negarse a refinanciar la deuda y conceder un rescate.
El 3 de diciembre el Gobierno limitó a 250 pesos (dólares) la cantidad semanal que podría retirar cada ciudadano de su cuenta bancaria para frenar la fuga de capitales, medida que se popularizó con el nombre de “corralito” financiero. En mi caso, en que mi salario era de alrededor de 1000 pesos, desde ya, que no podía afrontar el pago de todas las cuentas que llegaban los primeros días del mes; y eso le sucedía a gran parte de la población. Yo en ese momento ya estaba separada, con cuatro de mis hijos viviendo conmigo y la casa en refacción. Lógicamente me endeudé terriblemente, porque los bancos no consideraron la situación para sus clientes, y los punitorios de las tarjetas fueron elevadísimos. Y si bien, ante tal situación, Cavallo amplió a 1000 pesos a la semana la cantidad de efectivo que podían sacar los argentinos y a 10000, el máximo que se podía sacar del país, esto no pudo cumplirse porque los cajeros automáticos estaban vacíos y las filas en las cajas eran interminables.
El 5 de diciembre el FMI decidió no conceder un préstamo de 1260 millones de dólares ante la falta de cumplimiento de las metas fiscales de Argentina. El Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) congelaron préstamos de 1230 millones de euros, por lo que el superministro admitió que el país había entrado en una “virtual” suspensión de pagos y se trasladó urgentemente a Washington a negociar con el FMI la concesión del préstamo, pero no lo consiguió.
El 13 de diciembre se hizo una huelga general contra las impopulares restricciones bancarias. Al día siguiente, dimitió “por motivos personales” el Viceministro de Economía, Daniel Marx. Mientras, Argentina cancelaba los 700 millones de dólares en obligaciones evitando así la suspensión de pagos. El FMI exigió al Gobierno un presupuesto 2002 “creíble” previendo un retroceso del PIB (Producto Interno Bruto) en torno al 1,4%.
En la madrugada del 18 de diciembre estalló una violenta ola de saqueos a supermercados, sobre todo en busca de comida, en todo el país, salvo en la Patagonia, llegando a la ciudad de Buenos Aires. Visto esto, los comerciantes bajaron las persianas en todas las grandes ciudades. Porque primeramente los blancos elegidos habían sido los grandes supermercados, pero en general, la vigilancia superior lo impidió. Luego, grupos de vecinos, muchos de ellos provenientes de las villas de emergencia, se decidieron por los medianos y los más pequeños que eran más vulnerables, y sobre todo los más chicos, que solían estar atendidos por la familia del dueño. La imagen de un propietario chino en Ciudadela, Wang Zhao He, llorando ante el minimercado vacío y diciendo en su difícil español: “En China, 1300 millones, no tanto lobo”, fue paradigmática de lo que estaba ocurriendo. Algunos comerciantes irritados dispararon, y causaron algunas muertes, y la policía con balas de goma hirió a más de cien personas, tirando gases lacrimógenos para responder a los piedrazos. Un padre explicando que no robaba, sino que buscaba comida. Otro con dos hijos en brazos y una anciana diciendo que sólo querían comer. Un muchacho diciendo que hacía dos años que no tenía trabajo y que debía mantener a su familia. Y escenas de gente caminando tranquila, a la salida de un supermercado, con cajas en la mano. Chicos sin miedo a la policía ni a los gases, o indiferentes.
Eran pasadas las diez y media de la noche del 19 de diciembre cuando yo iba caminando por la calle Tte. Gral. Perón con la intención de tomar el colectiva 50 al llegar a Rodríguez Peña, cuando me topé con una gran cantidad de gente amontonada en el interior y la vereda de un local de comidas económicas, con el fin de escuchar el mensaje que de la Rúa estaba por trasmitir. Y decidí sumarme yo también.
Primeramente, anunció la entrega de nuevas raciones de comida en todo el país, y a continuación, argumentando que habían acontecido en el país actos de violencia colectiva que implicaban un estado de conmoción interior, decretaba el estado de sitio, algo que, según establecía la Constitución, era función exclusiva del Congreso de la Nación cuando se encontraba en período de sesiones.
A las once de la noche el Presidente dejó la Casa Rosada después de verse por televisión, mientras todo el país se preguntaba qué pasaría en el Gran Buenos Aires, sin cámaras de televisión que pusieran un límite a la violencia y dieran visibilidad a la represión. Con esta medida, sin duda, intentaba amedrentar a los saqueadores y a los manifestantes, pero produjo el efecto contrario. De pánico se había pasado al repudio, incluso muchos habían interpretado el estado de sitio, que suspendía las garantías constitucionales, como un toque de queda, que impedía caminar de noche. Y la gente comenzó a salir de sus casas y correr hacia el Congreso con cacerolas, sartenes, espumaderas y tapas, golpeándolas sin parar. En Parque Chacabuco eligieron el gran árbol de Navidad para protestar juntos, y cuando se sumaros los vecinos de la villa 1-11-14 se juntaron miles y decidieron marchar hasta José María Moreno y Rivadavia, en el barrio de Caballito. En Santa Fe y Juan B. Justo cortaron la calle, lo mismo que en Boedo. El mismo fenómeno se verificó en Almagro, Villa Crespo, y hasta en Belgrano, donde salieron con las cacerolas de teflón. Y miles gritaban al compás de sus utensilios de cocina: - “¡Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio, se lo meten en el culo!”
Ya avanzada la noche, desde todos los barrios la gente se dirigía a la Plaza de Mayo exigiendo la renuncia del presidente y comenzando a corear una consigna que caracterizaría al movimiento: “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!” Todo el país había tomado las calles. Esto se conoció como “el Cacerolazo”.
En Ocampo y Libertador, se juntaron cientos frente a la entrada del edificio donde vivía Cavallo y cortaron parte de la calle, dando origen a la renuncia del ministro a las tres de la madrugada.
En la mañana del 20 de diciembre se encontraban en la plaza de Mayo manifestantes predominantemente oficinistas, empleados, familias, y organizaciones como Madres de Plaza de Mayo y grupos piqueteros pertenecientes a la agrupación Quebracho. Y si bien estos últimos fueron quienes apedrearon las vidrieras de negocios y bancos, la represión fue generalizada, ya que la Policía Federal cubrió la plaza de un gas lacrimógeno que descomponía, sin respetar ancianos, mujeres embarazadas o niños. Esta represión, que fuera trasmitida por todos los canales de televisión y radio, e incluso por emisoras internacionales, en directo durante todo el día, lejos de amilanar a la población, generó que más grupos políticos y manifestantes ocasionales, se acercaran a la Plaza.
La mayor parte de las personas que participaron en las protestas fueron autoconvocadas, y no respondían a ningún partido político, sindicato u organización social estructurada. Durante el transcurso de las protestas, treinta y nueve personas fueron asesinadas en todo el país, por las fuerzas policiales y de seguridad, entre ellos nueve menores de edad, en el marco de la represión ordenada por el gobierno para contener las manifestaciones tras la instauración del estado de sitio.
En medio de semejante caos, siendo las cuatro de la tarde, el presidente De la Rúa, mediante un discurso trasmitido por cadena nacional, anunciaba que no renunciaría a la presidencia e instaba a la oposición y a otros sectores a dialogar. Y ante el fracaso de su propuesta, tres horas después dimitía saliendo de la Casa Rosada mediante el helicóptero.
En sólo diez días el país tuvo cinco presidentes, ya que de la Rúa fue reemplazado por Ramón Puerta, quien, como Presidente del Senado, ocupara el cargo por tres días hasta tanto la Asamblea Legislativa eligiera al sucesor, que resultó ser Adolfo Rodríguez Saá. El interinato de “El Adolfo” se caracterizó por la declaración de no pago de la deuda externa y por la conformación de un gabinete que no llegó a calentar los sillones, ya que, al no pretender dar cumplimiento a lo pactado con los caciques del peronismo, le quitaron el apoyo y terminó renunciando por televisión desde San Luis, el 29 de diciembre. Entonces le llegó el turno a Eduardo Camaño, Presidente de la Cámara de Diputados, quedando como Presidente de la Nación el 31 de diciembre hasta la mañana siguiente, pasando la noche de Año Nuevo en la Rosada. Y finalmente, el 2 de enero de 2002, Duhalde asumió la presidencia, cargo para el que fuera elegido por la Asamblea Legislativa para un período de dos años, hasta completar el mandato.
Y fue precisamente en el momento en que asumió en que Duhalde pronunciara su célebre frase: “(…) quien depositó pesos, recibirá pesos, y quien depositó dólares, recibirá dólares”.
Las semanas de las Fiestas todo estaba desolado. La avenida Corrientes, la que nunca dormía, dormía hasta la siesta. Negocios, restoranes, cines y teatros vacíos, o directamente cerrados. Y desde ya, rotas las cadenas de pagos.
El 1ro. de febrero el Supremo argentino declaraba inconstitucional el decreto firmado por el ex presidente de la Rúa que limitaba la extracción de dinero (corralito).
El 3 de febrero, forzado por la escasa confianza con el FMI y las empresas extranjeras, el Gobierno anunció un nuevo paquete de decisiones. Entre ellas destacaba la flexibilización del corralito, aunque no su desaparición. En concreto, a partir del 6 de febrero, los argentinos podrían acudir al banco para retirar de golpe sus salarios, así como las indemnizaciones por despido y las jubilaciones. Además, se confirmaba la pesificación de la economía (las deudas, depósitos y contratos privados se convertirían de dólares a pesos, y la cotización de éste fluctuaría libremente con respecto a la divisa estadounidense). Sin embargo, no podían retirar ahorros, a menos que tuvieran como destino la compra de una propiedad dentro del país, amén de que, a pesar de las promesas de Duhalde, quienes habían depositado dólares, recibieron pesos devaluados.
El Cacerolazo masivo siguió prácticamente hasta el mes de marzo debido a la crisis que continuaba y se profundizaba por la falta de efectivo, la incertidumbre, el temor a volver a poner dinero en los bancos, y a la ola de despidos en la Administración Pública Nacional. Sin embargo, lamentablemente se cumplió lo que había anunciado Duhalde: “¡Ya se van a cansar!” Y así fue.
Continuaron las asambleas populares en los barrios, y surgieron como hongos después de la lluvia, una gran cantidad de locales y ferias donde se imponía el trueque de mercancías tanto nuevas como usadas, además del intercambio de servicios. Un verdadero desastre.