lunes, 25 de diciembre de 2017

A Valparaíso por el Congreso Chileno de Geografía


En noviembre de 2003, se llevaría a cabo en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, el XXVI Congreso Nacional y IX Internacional de la Sociedad Chilena de Ciencias Geográficas. Me interesaba mucho participar, pero la situación económica en Argentina había mejorado muy poco desde la crisis de 2001, y debido al tipo de cambio imperante, se nos hacía prohibitivo viajar a Chile.
Pero mi colega y amiga Camila Quintana Binimelis, me ofreció parar en su casa de Santiago e ir juntas diariamente a Valparaíso. Yo había conocido a Camila cuatro años antes en el EGAL de Puerto Rico, luego ella había venido al Encuentro Humboldt de Buenos Aires, y nos habíamos seguido viendo a un lado y otro de la Cordillera en los años que siguieron. Además de ser muy estudiosa y apasionada por aplicar sus conocimientos para resolver cuestiones concretas, me parecía una excelente persona y con un temperamento muy jovial. Por lo tanto, acepté la invitación.
Nuevamente experimenté la emoción de cruzar la Cordillera durante el deshielo. No me canso de verla. Debo reconocer que los paisajes áridos tienen su encanto, y que, a pesar de haber nacido en la llanura, me atraen las montañas. Tal vez esa preferencia provenga de mis ancestros, ya que todos ellos fueron habitantes de los Apeninos, y la melancolía me la hayan traspasado genéticamente.
 Camila fue a buscarme a la terminal de buses y me llevó a su casa. Allí nos aguardaba su madre, Cecilia Binimelis, una mujer encantadora. Y como toda mamá, en cuanto llegamos nos quiso alimentar. Que Camila me ofreciera su casa representaba una gran hospitalidad, pero que, además, me diera el cuarto de su hijo, ya me parecía demasiado… ¡Pobre Camilo! Lo mudaron a otra parte de la casa.
Pero en esa casa había otros habitantes, que eran las mascotas de Camilo. En el fondo, además de las plantas, estaba el gallo. Pero un gallo muy especial, que se creía perro. Tal vez porque había sido criado con muchos mimos. Cantaba cuando llegaba alguien y atacaba a los desconocidos. Así que cuando quise ir al patio, tuve que hacerlo con los miembros de la familia para que él viera que todo estaba bien, y ya después no tuve problemas. Me resultó muy simpático y tal como los dueños de casa, no pude comer pollo durante todo el tiempo que estuve allí.
Tomando ómnibus, metro y micro de larga distancia, todos los días íbamos a Valparaíso. El lugar donde se hizo el Congreso estaba cerca del mar, en una zona de gran oleaje.
 En Valparaíso Camila me llevó a visitar lugares que no conocía y juntas revolvimos librerías y ferias de artesanos. Era muy común en esta ciudad encontrar pintores que la plasmasen tanto en lápiz, carbonilla u óleos, y vendieran sus imágenes a precios muy módicos.
 En esa oportunidad, en el Congreso no había casi participantes argentinos, pero sí chilenos de todas partes, por lo que me volví a encontrar con mis amigos, y con muchos de ellos compartí la salida de campo.
 Recorrimos varios cerros donde se manifestaban las diferencias sociales existentes entre ellos, y además pudimos tener una vista panorámica de la ciudad. La mayor parte de los cerros se encontraban habitados por población en condiciones muy precarias. Porque además de los materiales utilizados, se emplazaban sobre pendientes muy abruptas y no debe olvidarse de que se trataba de un área de alta sismicidad tanto por intensidad como por frecuencia.
 En otros cerros podían apreciarse nuevos emprendimientos inmobiliarios, pero habría que ver si las normas de seguridad en la construcción eran las adecuadas.
 Como panorama general la ciudad se veía muy bonita por el marco de la Cadena de la Costa que la asemejaba a un anfiteatro, pero al acercarnos a cada barrio, la impresión era muy diferente. No obstante, seguía siendo la ciudad chilena que más me gustaba.
 Todos los días al mediodía sólo comíamos un italiano (sándwich de salchicha con mucha palta, mayonesa, tomate picado y ají). Pero al regresar, Cecilia nos esperaba con la “once”, que era el nombre que en Chile se le daba a la merienda. La “once” era mucho más cargada que un simple té con algo dulce, y muchas veces se hace alrededor de las siete de la tarde reemplazando así a la cena. Dicen que originariamente ese nombre se debía a que algunos pedían de ese modo el aguardiente, que tiene once letras.
Cecilia Binimelis era una periodista muy comprometida. Muchas de sus denuncias le habían hecho pasar momentos duros en su vida. Pero continuaba con mucha fuerza su vocación. Y sabiendo que yo estaba investigando sobre agrotóxicos, uno de sus temas predilectos, me vinculó con centros de información y me dio documentos de su archivo personal. Porque a pesar de que se pretendiera “vender” otra imagen, determinadas problemáticas eran mucho más graves en Chile que en Argentina. Y el caso de las mujeres que trabajaban en la fruticultura era paradigmático, no sólo por los efectos directos sobre ellas, sino sobre su descendencia.
Junto con Camila y el historiador Patricio Quiroga, visitamos la Universidad ARCIS (Universidad de Arte y Ciencias Sociales), donde ellos se desempeñaban. Allí pude conocer a parte del plantel de investigadores y docentes, de gran reconocimiento internacional.
También recorrimos los alrededores de Santiago. Zonas que otrora formaban parte del cordón de vides, estaban ya convertidas en barrios cerrados con sus respectivos shoppings. Sin duda, el aumento del valor de esas tierras para emprendimientos urbanos y la diferencia del tipo de cambio con el consecuente abaratamiento de Argentina, hizo que algunas de las bodegas chilenas, produjeran en la provincia de Mendoza.
Y ya llegando a su fin de esta nueva visita a Chile, como despedida fuimos a cenar a un restorán-museo que guardaba diferentes antigüedades, en especial frascos. Allí acompañé el cerdo con una ensalada chilena (tomate y cebolla), y de postre, comí torta con manjar, que era la versión chilena del dulce de leche. En lo que estuvimos flojas, fue que el brindis lo hicimos con gaseosas en lugar de tomar un Concha y Toro.
 Como en todos mis viajes trasandinos fueron muy grandes las satisfacciones, por lo que siempre estoy pensando en volver.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Córdoba, siempre de temporada


“Córdoba, siempre de temporada”. Así decía el slogan que promocionaba el turismo en la provincia, y realmente no se equivocaban. En todas las estaciones del año se podía disfrutar de algo especial, por lo que cualquier pretexto era bueno para hacerse una escapadita. Y fue así que, a mediados de octubre de 2003, con la excusa de organizar el Encuentro Humboldt que tendría lugar once meses después, partí junto con Omar y Martín rumbo a Villa Carlos Paz.
Nos hospedamos en el hotel Brisas, frente a la terminal de ómnibus, y prontamente salimos a recorrer salones, hoteles y lugares donde comer. Pedimos precios, exigimos condiciones, y contratamos algunos servicios. Y fundamentalmente, hicimos presentaciones ante diferentes instituciones de Villa Carlos Paz y de Córdoba Capital, para lo cual el Prof. Claudio Caneto nos brindó un gran apoyo en todas las gestiones.
Y ya libres de compromisos, aprovechamos para hacer algunas salidas. Primeramente, tomamos un micro y fuimos vía valle de Punilla hasta Capilla del Monte, simplemente para recorrerla y llegar al pie del cerro Uritorco. Todos hablaban sobre los OVNIS, pero un taxista, al que le tiramos de la lengua, reconoció que se trataba de una estrategia para atraer turistas. La cuestión era que la gente creía en eso y en la carga energética de las rocas sobre el organismo, y de allí surgía la venta de una gran cantidad de productos y servicios.
A la tarde no había un alma por la calle. Todos los negocios estaban cerrados y terminamos refugiándonos en un bar. Pero cuando abrieron, las calles se llenaron de gente y el movimiento comercial fue muy intenso, a pesar de estar en temporada baja. Y antes de que se hiciera de noche estábamos regresando a Carlos Paz.
Al otro día hicimos la excursión a las Altas Cumbres, llegando hasta el camino de los túneles desde el cual se veían los llanos riojanos. El recorrido tan bueno e impactante como siempre, pero mucho más impactante fue cuando a la hora de almorzar, el vehículo que nos transportaba se detuvo en una especie de rancho-restorán, donde servían un menú fijo de empanadas, asado y bebida por un precio elevadísimo. La cuestión era que no había ningún otro lugar a la redonda, y todo era un desierto. La calidad de la comida era buena, pero quienes no disponían de ese dinero o bien no querían gastarlo, se quedaron sin comer, lo que generó un gran revuelo, porque la empresa no nos había avisado previamente, por lo que nadie había podido optar por llevarse una vianda.
El día había sido de pleno sol, y al volver, ya de noche, el cielo estaba cubierto de estrellas. Y cuando habíamos pasado la Quebrada del Condorito, Martín se tapó repentinamente los oídos y comenzó a decir: “Trueno…, trueno…, trueno… ¡Está lloviendo…!” Pero el cielo continuaba estrellado y nadie veía relámpagos ni escuchaba nada. Todos, y en particular el guía, le dijimos que todo estaba bien, que no iba a llover… Sin embargo, él insistía y mantenía sus dedos en los oídos. Y cuando dimos la vuelta por la última curva de la montaña, desde donde ya podía verse Carlos Paz, los relámpagos comenzaron a iluminarnos dentro del vehículo y una lluvia torrencial nos obligó a transitar a paso de hombre. Como a todo autista, su elevada sensibilidad le había permitido percibir y oír a cincuenta kilómetros de distancia, y tras las laderas de las montañas, semejante tormenta.
Al día siguiente volvió a salir el sol, y entonces nos dirigimos hacia el sur. En media hora ya estábamos en la ciudad de Alta Gracia, en pleno valle de Paravachasca.
La combi nos dejó en la plaza Manuel Solares, muy arbolada y con bancos que permitían sentarse para descansar plácidamente disfrutando del canto de los pájaros que a esa hora de la mañana podían escucharse sin sobresaltos.
Y frente a ese espacio verde, se encontraba el Casco de la Estancia Jesuítica, que en el año 2000 había sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, junto con las otras estancias y la Manzana de la Compañía: Iglesia, Capilla Doméstica, Residencia de los Padres, Rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba y Colegio Monserrat.
La Estancia Jesuítica de Alta Gracia fue destinada por los padres de la Compañía para contribuir al mantenimiento del Colegio Máximo y del templo en la ciudad de Córdoba. El centro rural estaba integrado por la Residencia (actual museo), la Iglesia (actual Parroquia Nuestra Señora de la Merced), el Obraje donde se desarrollaban actividades industriales, la Ranchería (vivienda de negros esclavos), el Tajamar (dique), los Molinos Harineros, el Batán (edificio que alberga una máquina movida por el agua y compuesta por mazos de madera cuyos mangos giran sobre un eje para golpear, desengrasar los cueros y dar consistencia a los paños) y otras construcciones que datan de los siglos XVII y XVIII.

Construcciones jesuíticas en Alta Gracia


En 1643 los jesuitas construyeron un pequeño dique como reserva de agua que destinaban al regadío de los cultivos. Esa laguna era conocida con el nombre de Tajamar.

Tajamar de la Estancia Jesuítica de Alta Gracia


Visitamos el Museo de la Ciudad “Dr. Félix Cafferata”, que contenía la reseña fotográfica de la familia Piñero y Cafferata, quienes fueran los dueños originales de esa casona ubicada frente a la plaza, construida en el año 1891. También había documentación referida a la Estancia Jesuítica, una sala estaba dedicada a la memoria de los gobiernos municipales y moblaje de diferentes edificios de relevancia histórica, como el Sierras Hotel, así como una reseña fotográfica de las distintas décadas del siglo XX en Alta Gracia.
Luego fuimos al Museo del Che Guevara, que funcionaba desde hacía sólo dos años atrás en la casa que él habitara durante su niñez, entre los años 1932 y 1943, donde había sido llevado por sus padres con la esperanza de que el clima seco mejorase su enfermedad respiratoria. Allí se exhibían el mobiliario, testimonios, escritos, fotografías, recuerdos y homenajes recibidos por el Che.
Ya avanzada la mañana continuamos viaje e hicimos una parada en uno de los miradores del dique Los Molinos. La presa Los Molinos tenía varias finalidades, entre ellas, el abastecimiento de agua para potabilizar y para riego, la generación de energía eléctrica y la regulación ante las crecidas.
Allí había varios puestos donde probamos algunos productos de la zona como quesos, salamines y aceitunas, y después avanzamos un poco más para ver el vertedero.



Martín en el mirador del dique Los Molinos


La vegetación de la zona variaba en función de la altitud. En los valles se presentaban bosques de molle, coco, tala y espinillo; luego el arbustal de romerillo, carqueja y barba de tigre; y por último un pastizal de altura, con gramíneas. Y en algunos sectores bajos también podían verse coníferas que fueran introducidas desde 1940.


Vegetación natural y coníferas introducidas en el lago Los Molinos


Pasado el mediodía llegamos a Villa General Belgrano. Almorzamos algunas salchichas en El Ciervo Rojo, chopería y confitería típicamente alemana, sentados en el patio y bajo una sombrilla. Y antes de regresar a la combi, compramos algunos souvenirs, incluso remeras con frases alusivas a la cerveza, cuya fiesta había finalizado apenas una semana atrás.


Con Martín en la avenida Julio A. Roca, de Villa General Belgrano, pueblo auténticamente bávaro


Y habiendo cumplido con nuestra tarea en la organización y disfrutado de la primavera cordobesa, regresamos a Buenos Aires, donde nos esperaba una gran cantidad de trabajo pendiente.


sábado, 23 de diciembre de 2017

La vuelta al Neuquén


El sábado 11 de octubre de 2003, un grupo de participantes del recientemente finalizado V Encuentro Internacional Humboldt, partimos desde la ciudad de Neuquén para realizar un viaje de estudios guiado por las profesoras Elsie Jurio y Mabel Ciminari, de la Universidad Nacional del Comahue.
El recorrido era de aproximadamente mil kilómetros, y si bien no abarcaríamos la totalidad de la provincia del Neuquén, daríamos una vuelta suficiente como para observar las grandes diferencias físicas, desde las zonas áridas y sus oasis de riego en las mesetas del sector oriental, hasta las formas glaciales con densos bosques en la región cordillerana occidental.
A sólo ochenta kilómetros por la ruta número 22 hacia el sudoeste llegamos a la Villa del Chocón, donde se encontraba el Embalse Exequiel Ramos Mexía, que permitiera desarrollar el turismo a partir de la posibilidad de la práctica de actividades acuáticas, en una zona absolutamente árida. Y junto a la represa, se encontraba el valle de los Dinosaurios, lugar en que Rubén Carolini, el 25 de julio de 1993 encontrara el Gigantosaurus Carolinii, el dinosaurio carnívoro más grande conocido hasta el momento; y donde Lieto Tessone descubriera los restos fósiles del Rebbachisaurus Tessonei en 1998. Y a sólo cincuenta kilómetros del lugar se halló el Argentinosaurus Huinculensis, el dinosaurio de mayor tamaño encontrado en el mundo. Lo que ocurrió fue que cien millones de años atrás, esa zona estaba cubierta por una selva, circundada por muchísimos ríos y lagunas, en cuyo hábitat estos animales vivían. Y al elevarse la cordillera patagónica, los vientos húmedos del Pacífico no pudieron llegar hasta esa área, quedando privada de las precipitaciones de la etapa anterior. El lugar ha sido declarado de interés por la ONU en 1996, y monumento nacional en 1997.


Valle de los Dinosaurios. Al fondo, el espejo de agua del Embalse Exequiel Ramos Mexía


Ya desde allí tomamos la ruta nacional 237, que corría de NE a SW, paralela al curso del río Limay. En esa zona el relieve era de mesetas, que en términos generales iban descendiendo de oeste a este.


Mesetas y estepa arbustiva en el sector oriental de la provincia del Neuquén


La cubierta vegetal estaba constituida por una estepa arbustiva, en un ambiente de temperaturas medias anuales de 14ºC, con gran amplitud térmica entre el día y la noche, y entre las estaciones, habiéndose registrado más de 35ºC en verano y -10ºC en invierno. Este fenómeno tenía su causa en las escasas precipitaciones anuales que rondaban los 160 mm. Y como complemento que agudizaba la evaporación de las escasas precipitaciones, podría mencionarse el viento constante que en algunos momentos podía alcanzar una velocidad de 100 km/hora.


Estepa arbustiva en un ambiente semi-desértico y muy ventoso


Y en medio de ese paisaje desolado, vimos a lo lejos el embalse de la represa de Piedra del Águila.

Embalse de la represa hidroeléctrica de Piedra del Águila


Se trataba de un espejo de agua de alrededor de trescientos kilómetros cuadrados, construida sobre el río Limay, que abarcaba tanto una parte de la provincia del Neuquén, como de la de Río Negro.


Espejo de agua de Piedra del Águila rodeado de mesetas


Allí hicimos una visita guiada por personal de la empresa, llegando hasta el pie del paredón de la presa, que era de ciento setenta y dos metros de altura.

Paredón de concreto apoyado en las rocas más estables


La central tenía una potencia instalada de 1400 MW, lo que la convertía en una pieza clave por estar conectada al Sistema Eléctrico Nacional.

La energía producida en la Hidroeléctrica Piedra del Águila podía ser enviada a todo el país


Pero el sentido de la obra, además de producir electricidad, fue la de regular las crecidas del río Limay que se producían durante la primavera y el verano, a causa del deshielo cordillerano.
El caudal medio anual del Limay era de 713 m3/seg, mientras que el máximo probable ascendía a 18.900 m3/seg. Y la represa contaba con un aliviadero de crecidas de hasta 10.000 m3/seg.


Vista panorámica de la represa Piedra del Águila


La represa tenía túneles que durante su construcción habían tenido la función de desviar las aguas del río, pero posteriormente eran utilizados para ejercer el control de funcionamiento.

Nuestro grupo en camino al ingreso de un túnel de la represa


Parte de los túneles, excavados por debajo de la dura roca, pudieron ser recorridos por nosotros, con los cuidados lógicos de una zona oscura y húmeda.


Dentro de uno de los túneles de la represa Piedra del Águila


Durante la excursión se realizaron observaciones y discusión sobre diferentes temáticas, tales como el comportamiento de los principales actores sociales en el proceso de apropiación de la tierra en el valle inferior del río Limay, así como sobre la problemática del paraje La Rinconada cuyas características fundamentales se asociaban al paisaje de mesetas basálticas, mallines y al manejo de la tierra en función de su tenencia.
Ya avanzada la tarde llegamos a San Martín de los Andes, en el sudoeste del Neuquén, una de las ciudades más bonitas del país.



En la puerta del hotel donde nos alojamos en San Martín de los Andes


El paisaje había cambiado totalmente. Estábamos de plenos Andes Patagónicos, donde las precipitaciones en la ciudad de San Martín de los Andes eran de 1500 mm anuales, llegando a 4000 mm a medida que se avanzaba hacia el oeste, gran parte de las cuales caían en forma de nieve, durante el período invernal. Por lo que, debido a esas condiciones climáticas, de bajas temperaturas y elevada humedad se presentaba un maravilloso bosque de coníferas, a 640 m.s.n.m., habiendo una menor amplitud térmica que en la zona de la estepa.
Para ese entonces, la ciudad tenía algo más de veintidós mil habitantes permanentes, además de los contingentes de turistas, muchos de ellos provenientes del hemisferio norte, que se acercaban año tras año, en especial para la época de esquí. San Martín de los Andes, además, era sede del Parque Nacional Lanin.


Una calle de San Martín de los Andes vista desde la ventana del hotel


La arquitectura predominante de la ciudad era de piedra y madera, con jardines floridos y un marco natural difícil de igualar. Distintas ordenanzas municipales regularon la altura y fachada de las construcciones. Con la creación del Parque Nacional Lanin en 1937, el famoso arquitecto Alejandro Bustillo recomendó que las fachadas de las construcciones estuvieran cubiertas por piedras que se encontraban disponibles por las voladuras producto de las explosiones realizadas para la construcción de caminos, que las paredes estuvieran cubiertas de madera para aislar los interiores de las bajas temperaturas, y, además, que los techos fueran a dos aguas para evitar la acumulación de nieve.


Viviendas estilo alpino en un marco de montañas cubiertas de densos bosques de coníferas


Antes de que se hiciera de noche, salimos a caminar por la ciudad, que, si bien yo ya conocía desde casi treinta años antes, cada vez la notaba más bonita.


Calle de la ciudad de San Martín de los Andes


Pero a pesar de estar en primavera, las bajas temperaturas eran características, por lo que buscamos una de las tantas “fábricas de chocolate casero”, no sólo con el fin de calmar el frío sino de degustar las finas confituras de la región. Las barras de chocolate incluían almendras, avellanas, pasas de uva…, mientras que los dulces artesanales eran de sauco, rosa mosqueta, calafate y otros frutos del bosque.


Marta Fohs y Luis Felipe Cabrales Barajas visitando una de las tantas chocolaterías


Nos esperaba una cena con platos típicos y una sobremesa durante la cual comentaríamos todo lo recorrido durante una jornada tan larga como interesante.


En el lobby del hotel esperando el llamado para cenar


San Martín era el principal destino turístico de la provincia, y uno de los más importantes de la Argentina. Con el desarrollo del centro de esquí del cerro Chapelco en la década del ’70, se produjo una expansión explosiva de la población junto con el desarrollo edilicio que le permitiera contar con todo tipo de servicios.
Si bien ya estábamos fuera de temporada, algunos manchones de nieve perduraban en algunas hoyas, lo que nos permitió armar una batalla tal como si fuéramos niños durante un buen rato de la mañana del domingo 12.


Jugando con la nieve en una de las hoyas próximas al Chapelco


San Martín de los Andes se encontraba en un profundo valle denominado Vega de Maipú, el mismo que hacia el oeste estaba ocupado por el lago Lácar, de origen tectónico-glaciario como casi todos los andino-patagónicos. De ahí sus veintinueve kilómetros de extensión de este a oeste, convirtiéndose en el lago Nonthué después de una angostura, mientras que su ancho no pasaba de tres kilómetros de promedio. Su máxima profundidad alcanzaba los doscientos setenta y siete metros, con barrancas en algunas costas y angostas playas. Y en este caso, desaguaba hacia el océano Pacífico a través del río Hua-Hum, perteneciente a la cuenca del río Valdivia. Esto se debió a que por ese sector de la cordillera el límite entre Argentina y Chile pasaba por las altas cumbres y no por la divisoria de aguas, que estaba conformada por las morenas glaciarias ubicadas hacia el este.
Dejamos el hotel y antes de continuar viaje, nos dispusimos a tener un frugal almuerzo de vianda en la playa oriental del lago Lácar.


Con Marta en la playa del lago Lácar, teniendo un almuerzo frugal


A primera hora de la tarde subimos nuevamente a nuestro micro y partimos rumbo al norte. Y ya pasando Junín de los Andes comenzamos a bordear el río Aluminé, cuyo caudal dependía tanto de las precipitaciones de la zona, como del deshielo de la cordillera de los Andes. El valle por donde corría era estrecho y rodeado de montañas, y al encajonarse, se generaban rápidos donde algunos visitantes podían hacer rafting. Nacía en el lago Aluminé y desembocaba en el río Collón Cura, afluente del Limay.


Río Aluminé corriendo de norte a sur, paralelo a los Andes Patagónicos


A medida que avanzábamos notábamos que la vegetación comenzaba a ralearse. Lo que ocurría era que ya habíamos pasado de una zona de 1500 mm anuales de precipitaciones a sólo 500 mm en pocos kilómetros. Pero pese a eso, se realizaban actividades pecuarias, en especial de ganado caprino y ovino, de ahí la presencia de alambrados en gran parte del camino.


En camino entre San Martín de los Andes y Aluminé


Volvimos al paisaje de la estepa, pero teníamos como marco hacia el oeste, a la imponente cordillera de los Andes, de la cual sobresalía, permanentemente nevado, el volcán Lanin, de 3747 m.s.n.m.

Volcán Lanin sobresaliendo de entre los cerros de la cordillera de los Andes


Y en poco tiempo más llegamos a Aluminé, una localidad que apenas contaba con cuatro mil habitantes, pero que era una preciosura por estar a 850 m.s.n.m. y rodeada de montañas. Todas las instituciones más importantes estaban concentradas alrededor de su plaza, y fue justamente allí donde nos bajamos para caminar un poco y comprar algo de chocolate para el largo trecho que nos esperaba a lo largo del día.

Plaza San Martín de la localidad de Aluminé


Al dejar Aluminé encontramos varios establecimientos agrícola-ganaderos, en las zonas aledañas al río, que constituía la fuente de regadío por excelencia.

Establecimiento agropecuario al norte de la localidad de Aluminé


Pasados los oasis de regadío, volvimos a un paisaje árido, que, al estar a comienzos de la primavera, aún no había tenido el beneficio de las aguas de deshielo cordillerano.


Paisaje árido entre Aluminé y Villa Pehuenia


Las características de semi-desierto y vientos permanentes de alta velocidad, típicas de la Patagonia Extraandina, se manifestaban a través de los arbustos aislados de la estepa.


Arbustos espinosos a partir de los cuales se ponía de manifiesta la intensidad del viento


Pero había un árbol que aparecía cada vez con mayor densidad, y era nada menos que el Pehuén o Araucaria Araucana, especie protegida en el Parque Nacional Lanin. Se trataba de un árbol de hojas perennes muy duras y con tronco cilíndrico de hasta cincuenta metros de altura. Y ese era su hábitat ideal ya que crecía entre los 800 y 1700 m.s.n.m. resistiendo hasta -20ºC. Las semillas, llamadas piñones, eran comestibles y constituían la base de la dieta de los pehuenches, etnia de la cultura mapuche.



Pehuen o Araucaria Araucana


Era tan característico del lugar, que junto con el volcán Lanin formaba parte del escudo de la provincia del Neuquén, desde 1958.
Sin duda, ya nos estábamos acercando a Villa Pehuenia, debido a la mayor densidad de pehuenes, los árboles que le dieran el nombre a la población fundada en 1989, al pie de los Andes Patagónicos, a 1200 m.s.n.m., en el centro-oeste del Neuquén.

Camino entre Aluminé y Villa Pehuenia


Al llegar a la villa nos encontramos con un paisaje hermoso y casas desperdigadas, no todas ocupadas en forma permanente, ya que tenía como principal función, la de lugar de descanso para los residentes de la ciudad de Neuquén. Por lo que nos decían que era difícil saber a ciencia cierta, cuál era la población real, calculándola aproximadamente en cuatrocientos habitantes.

Vista parcial de Villa Pehuenia


Villa Pehuenia estaba situada en el medio de la costa norte del lago Aluminé, rodeada de montañas de alrededor de dos mil metros sobre el nivel del mar. Por lo que el clima era frío húmedo, mucho más riguroso que en otras localidades andinas de la provincia.
Casi al norte del pueblito se encontraba el volcán Batea Mahuida, de 1706 m.s.n.m., que mantenía nieves durante siete meses al año.
Sus antiguos pobladores habían sido los integrantes de la etnia huarpe llamada por los mapuche “pehuenche”, gente del pehuén. Hacia fines del siglo XVII los mapuche invadieron ese sector de la Patagonia Oriental y las poblaciones originarias fueron mapuchizadas, aculturadas. Y de esa manera se mantuvieron hasta fines del siglo XIX, en que tras la llamada “Conquista del Desierto”, arribaron criollos e inmigrantes europeos.
De la edificación originaria que aún se conservaba, estaban las “rucas”, viviendas típicas realizadas con algunas vigas de troncos, con paredes de adobe, techo a dos aguas, y con orientación de puertas y ventanas hacia los lugares de mayor luz solar y menor exposición a los vientos húmedos predominantes del sudoeste.
En la década de los ’90, la comunidad puel, ya muy mixogenenizada con los blancos, comenzó la explotación cooperativa del Área Natural Protegida Batea Mahuida, como centro de deportes invernales.


Lago Aluminé en las proximidades de Villa Pehuenia


Dejamos Villa Pehuenia y avanzamos hacia el este, hasta llegar a la Meseta de Lonco Luán.


Camino entre Villa Pehuenia y la Meseta de Lonco Luán


En la Meseta de Lonco Luán nos detuvimos, y nuestras profesoras guías nos explicaron las causas del proceso de desertificación que estaba afectando el potencial productivo de esas tierras.

Desertificación en la Meseta de Lonco Luán, provincia del Neuquén


Pasando por la ciudad de Zapala continuamos rumbo a Neuquén Capital, donde arribamos casi a medianoche. Y allí nos despedimos del grupo de geógrafos con el cual habíamos pasado unos días inolvidables.
El lunes 13 por la tarde nuevamente estábamos tomando un micro que, vía valle del Río Negro, nos llevaría de vuelta a Buenos Aires.








miércoles, 20 de diciembre de 2017

A Neuquén por el Encuentro Humboldt


Entre los días 6 y 10 de octubre de 2003, realizábamos en la ciudad de Neuquén, el V Encuentro Internacional Humboldt, bajo el lema “La Cuestión Nacional”.
 La inauguración tuvo lugar en el salón de actos de la Universidad Nacional del Comahue, donde previamente le fuera otorgado el Doctorado Honoris Causae a la Profesora Elena Chiozza, quien ya era Miembro Honoraria del Centro Humboldt y habitualmente nos acompañara en los encuentros.
 El Encuentro fue coordinado por Gerardo de Jong, quien además de pertenecer al Centro Humboldt, en esos momentos era el Director del Departamento de Geografía de la Facultad de Humanidades de la UNCo.
 Durante la Ceremonia de Apertura, Juan Roberto Benítez, quien presidía el Centro Humboldt, dio las palabras de bienvenida.
 Estuvieron presentes representantes de diversas regiones de la Argentina, así como de Chile, Brasil, Perú, México Y Alemania.
 Tuvieron lugar disertaciones, mesas redondas, paneles, presentación de más de sesenta ponencias, un taller, videos, charla-debates y el encuentro de estudiantes.
 Entre los panelistas fueron invitados los trabajadores de Zanon, que era una planta de cerámicos recuperada del Parque Industrial de Neuquén, quienes contaron su experiencia, e intercambiaron ideas con el público presente.
Y a mitad de semana se ofreció una choriceada con vino de la región al aire libre, pero el viento patagónico hizo de las suyas.
También hubo lugar para las presentaciones culturales, como el audiovisual “Argentina de Punta a Punta”, que pasara mi padre, Ampelio Liberali, como también la del Coro de la Universidad Nacional del Comahue, que fue del más alto nivel.
 Durante el cierre se realizó un Panel sobre América Latina, coordinado por Marcelo Veneziano, en el cual participé como representante de Argentina, estando integrado por Vania Rubia Farias Vlach de Brasil, Adriano Rovira Pinto de Chile e Hirineo Martínez Barragán de México.
Todo fue muy provechoso tanto académica como humanamente; pero hubo un gran ausente, Julio Anguita, quien tanto colaborara en los preparativos del Encuentro. Lamentablemente se encontraba muy enfermo en esos momentos, por lo que, con Omar, no podíamos dejar de visitarlo a su casa de Cinco Saltos. Y a pesar de su estado delicado, disfrutó muchísimo de todos los pormenores que le contáramos sobre las actividades realizadas.
La noche de despedida nos reunimos en una gran peña, donde pudimos disfrutar tanto del folklore regional como del de todo el del resto del país.
Comimos empanadas y bebimos buen vino…
 Algunos acompañaron a los músicos con palmas, tarareando, o siguiendo el ritmo con golpecitos en las mesas…
 A Marisabel Andrade, entre otros temas, le hicimos cantar La Pasto Verde, tal como lo hiciera durante el Encuentro de la Nueva Geografía, que se realizara también en Neuquén en febrero de 1974, casi treinta años atrás.
Y Mariel Pacheco de Comodoro Rivadavia (Argentina), se destacó bailando gatos, chacareras y otras danzas folklóricas con uno de los músicos…
 Y si bien durante el Encuentro se había realizado una salida de campo visitando los establecimientos frutícolas de la zona, al día siguiente, comenzaríamos una recorrida por toda la provincia del Neuquén, viaje científico organizadas por profesores del Departamento de Geografía de la UnCo. El gran problema era cómo nos íbamos a despertar después de una noche de sana juerga, aunque, como solía decirse: “El calavera no chilla…”