viernes, 30 de octubre de 2020

A Santiago y Valparaíso

   Si bien pretendíamos quedarnos unos días en Antofagasta, después de que el perro corriera a Martín en la costanera, ya no era posible llevarlo a la playa porque había quedado muy alterado, así que decidimos continuar viaje hacia la capital chilena.

Desde un locutorio, que tenía las tarifas planchadas, llamamos al hotel Imperio para hacer la reserva correspondiente y prontamente nos dirigimos a la terminal donde tomamos un ómnibus que en diecinueve horas recorrió los mil cuatrocientos kilómetros que nos separaban de Santiago.

 

 

 

 

 

Tarifas telefónicas planchadas en el puerto internacional de Antofagasta 

 

A la mañana siguiente de haber arribado a Santiago, Martín se levantó más tranquilo, desayunó y se preparó para salir a pasear, pero a poco de andar, nos encontramos con que había tantos perros vagabundos como en Antofagasta, por lo que tuvimos que tomar un taxi para regresar al hotel.

 

Martín ya más tranquilo en el hotel Imperio

  

Martín desayunando y mirando el diario El Mercurio

  

Entonces, como desde hacía tiempo él estaba obsesionado con viajar en el metro de Santiago, se me ocurrió llevarlo a andar de una estación a otra gran parte de la tarde, tomar la once en el shopping de Las Condes y volver a la hora de cenar al hotel. En los horarios pico el apretujamiento de gente y los hurtos lo convertían en algo mucho peor que el subte de Buenos Aires, pero subiendo más tarde o más temprano, se podía viajar placenteramente. Y eso nos permitía, además, evitar el cruce con los canes.

 

Martín subiendo al metro de Santiago

  

Martín siempre amó Santiago de Chile, y si bien en parte podía deberse a que había ido en muchas oportunidades, desde los dos años de edad, de hecho, allí tenía lo que más le gustaba: el metro de gran velocidad y las montañas. Pero, además, el trato de los desconocidos para con él era extremadamente amable. Mientras íbamos de un lado para el otro, cuando los pasajeros que se ubicaban cerca notaban que era especial, le daban conversación y le ofrecían desde dulces hasta frutas, lo que lo hacía sentirse super mimado. Todo lo contrario de lo que ocurría en Buenos Aires donde lo miraban de reojo y trataban de esquivarlo todo lo posible. Y esa discriminación él la percibía más que nadie. 

Fuera de las horas pico, todo estaba a nuestra disposición

  

El metro de Santiago era muy moderno, veloz, silencioso y no generaba sacudones en las frenadas, aunque se realizaran en un corto trecho; y supuestamente eso tendría que ver con unas ruedas especiales que le servían de amortiguación. 

Sistema de rodamiento muy original en el metro de Santiago

  

Martín saliendo de una estación del metro de Santiago

  

Al otro día fuimos en un ómnibus hasta la ciudad de Valparaíso, donde ya en la terminal, nos esperaba una verdadera jauría, así que tuvimos que refugiarnos en un patio de comidas cercano, y hacer una breve recorrida en taxi. 

Martín en un patio de comidas de Valparaíso

  

Habiendo conocido las principales ciudades chilenas desde Arica, en el límite con Perú, hasta Punta Arenas, en el estrecho de Magallanes, mi preferida siempre había sido Valparaíso. Y justamente, además de su historia y su particular característica de centro cultural, su belleza radicaba en que gran parte de ella estaba construida sobre un manojo de cerros que daban hacia la bahía, en forma de anfiteatro natural.

En los cerros se podían encontrar desde los palacetes con los más variados tamaños y estilos arquitectónicos hasta viviendas absolutamente precarias, construidas en chapa y madera casi en el aire.

Algunos de los cerros contaban con funiculares llamados ascensores, mientras que a otros sólo se podía llegar mediante largas escalinatas en pendientes muy pronunciadas. Sin embargo, la ciudad se había originado en el Barrio Puerto, en una zona baja a la que se denominaba Plan, siendo la única de la ciudad donde existían anchas avenidas, además de estar localizados los edificios públicos y religiosos más emblemáticos, así como los principales bancos, comercios y servicios. Y por esa tradición de ciudad-puerto, era que a los nacidos en Valparaíso, tal cual a los que nacimos en Buenos Aires, se les dijera “porteños”.

Le pedí al taxista que nos llevara hasta lo alto de uno de los cerros para tener la imagen panorámica que más me gustaba y poder tomar fotografías desde allí. 

Uno de los principales cerros de Valparaíso, con diversidad de viviendas

 

 

Vista parcial de la bahía de Valparaíso desde los cerros hacia el norte

  

Entre los tantos edificios que se veían desde lo alto, nos llamó la atención uno con techos rojos que ocupaba la manzana entera entre las calles Independencia, Freire, Colón y Rodríguez. Contaba con un patio interior y una capilla con una cúpula. Y se trataba nada menos que del Colegio de los Sagrados Corazones, fundado en 1837, la institución educativa privada más antigua de Chile, que comenzara a funcionar con veinticinco alumnos y tres religiosos como profesores. La capilla había sido inaugurada en 1874 con la torre aún inconclusa, pero el sismo de 1906 le había provocado serios daños que extendieron su construcción por largos años. 

En primer plano, la iglesia y el colegio de los Sagrados Corazones

  

Vista del puerto de Valparaíso hacia el sur de la bahía

  

Al bajar pasamos por la iglesia de la Compañía de Jesús, ubicada en el Plan al pie del cerro Larraín. Construida en 1899, fue declarada Monumento Nacional de Chile, en la categoría de Monumento Histórico. Había sido restaurada debido a los daños que le provocara el terremoto de 1906.

  

Iglesia de la Compañía de Jesús, Monumento Nacional de Chile

 

Continuamos transitando por la avenida Argentina, nombre que se le diera en 1910, Año del Centenario de ambos países. Y allí se encontraba el monumento “Solidaridad”, inaugurado en 1995. La escultura había sido realizada por el chileno Mario Irarrázabal, tenía doce metros de altura y estaba revestida totalmente en cobre. El artista pudo ejecutarla luego de ganar un concurso llamado por la Corporación del Cobre en 1991. 

Monumento “Solidaridad” en la avenida Argentina de Valparaíso

  

El día estaba hermoso, ideal para caminar, pero debido a nuestras limitaciones de movilidad, volvimos a la terminal de buses para retornar tempranamente a Santiago. 

 Autopista Valparaíso-Santiago

 

Esa noche cenamos en el hotel unas espectaculares chuletas Kassler, que consistían en cerdo ahumado con guarnición, una típica comida alemana que en Chile era frecuentemente consumida en los buenos restoranes.


jueves, 29 de octubre de 2020

Una malograda tarde en Antofagasta

  Antofagasta era una de las ciudades del norte chileno donde rara vez llovía, siendo su promedio anual de precipitaciones de dos a cuatro milímetros, por lo que sus playas se presentaban como ideales desde el punto de vista climático. Así que decidí salir con Martín rumbo al mar para que disfrutara de esa hermosa tarde.

Yo sabía que las mejores playas estaban fuera de la ciudad, pero sin vehículo propio era muy complicado llegar, así que le pedí a un taxista que me llevara hasta algún lugar donde pudiera regresar sin dificultad. Entonces me dejó en el Balneario Municipal desde donde, en caso de no conseguir movilidad, podría acceder al Centro de la ciudad caminando.

 

 

 

Martín en el Balneario Municipal de Antofagasta

  

Por cuestión de latitud Antofagasta tenía una temperatura más elevada que otras zonas del sur de Chile donde las aguas del Pacífico eran demasiado frías; y además, se trataba de un lugar donde habían construido espigones de piedra para frenar la fuerza del mar, y derramado toneladas de arena para contrarrestar el borde rocoso que caracterizaba a gran parte de la costa. 

Balneario Municipal con espigones de piedra frente a una línea de edificios de altura

 

 

Toneladas de arena habían sido derramadas para crear el balneario

 

Este balneario era absolutamente familiar donde sólo asistían locales y turistas de otras regiones de Chile, por lo que me animaría a decir que éramos los únicos extranjeros. Estaba repleto como también solía ocurrir en la costa argentina durante el verano; y desde una plataforma flotante, muchos jóvenes se tiraban a nadar, ya que como en casi todas las playas chilenas, la profundidad era inmediata.

Además de la gente, andaban deambulando a veces, y corriendo otras, una gran cantidad de perros. Algunos eran domésticos y sus amos los tenían que salir a buscar desplazándose con dificultad entre tantas sombrillas, pero otros estaban abandonados. Yo no me metí en el agua, permanecí sentada en la arena cuidando de Martín que les tenía miedo, y en una de esas, un perro enorme, por correr a otro me dio un fuerte golpe en la espalda. No hice caso, pero me dejó un tanto dolorida.   

Se trataba de un balneario familiar donde no había turismo internacional

 

 

Era un mundo de gente por lo que costaba desplazarse

  

Desde una plataforma flotante muchos jovenes se tiraban a nadar

  

Martín se entretenía en la arena que, a pesar de la cantidad de gente, permanecía muy limpia

  

Permanecimos allí gran parte de la tarde, y cuando bajó el sol nos preparamos para retornar al hotel.

Salimos caminando por la avenida Grecia, paralela a la costa, donde se habían construido varios edificios de altura. Allí el tránsito era bastante intenso y muy rápido, sin embargo, en ese momento no pasaba ningún transporte público, ni siquiera algún taxi libre. Pero no me hice ningún problema porque la temperatura era muy agradable y no había viento, por lo que podríamos disfrutar del Paseo del Mar.

  

  Avenida Grecia, paralela a la costa, de tránsito intenso y muy rápido

  

Martín se detuvo a observar un sector que tenía juegos inflables, y yo, a ver un enorme barco, porque como a grandes alturas correspondían grandes profundidades, en todo el Pacífico los buques de gran calado podían navegar muy cercanos a la costa, habiendo muchos puertos naturales.

 

Pasamos por un sector que contaba con juegos inflables

  

Barco que había partido desde el puerto cercano navegando hacia el sur

  

El oleaje era muy fuerte por lo que se oía el sonido del golpe en las rocas y el graznido de las gaviotas que revoloteaban por todas partes. Martín disfrutaba de ese panorama a lo que se le sumó una maravillosa puesta del sol, que comencé a fotografiar entusiasmadamente… 

Fuerte oleaje en el Paseo del Mar

 

Atardecer en el océano Pacífico

  

Y mientras estábamos detenidos observando todo plácidamente, de repente, desde un basural cercano salió corriendo un perro que venía hacia nosotros. Martín, que siempre les había temido, se abrazó a mí gritando a más no poder, por lo que el perro se detuvo y comenzó a chumbar. Yo lo sostuve lo más fuerte que pude hasta que quiso soltarse y ante el intento de detenerlo, me quedé con su remera en la mano. ¡Y en un santiamén cruzó la avenida Grecia…!

Empecé a gritar desesperadamente pero no lo pude seguir dada la cantidad de autos que circulaban en ambos sentidos. Algunos frenaron y otros lo esquivaron, y él continuó su huida por la vereda de enfrente.

Unos jóvenes ciclistas que pasaban largaron sus vehículos; uno de ellos desvió al perro que ladraba desaforadamente, y el otro, junto conmigo logró cruzar la avenida corriendo detrás de Martín. Pero él, ciego de miedo, entró a un fino restorán y se dirigió rápidamente al baño rompiendo el vitral de una puerta. Se escondió debajo del lavabo y no quería salir. Le sangraba la rodilla y no le importaba. Gritaba: “Perro…, perro…, perro…” Y no le podíamos hacer entender que ya el animal no estaba. Los comensales estaban sorprendidos y los mozos me ofrecieron agua para que me tranquilizara. Y recién después de un rato, cuando vio que en la puerta estaba el auto que habían llamado, logré que saliera, y el ciclista me preguntó si ya se podía retirar, ¡como si tuviera obligación de quedarse! Y cuando quise pagar el cristal roto, el encargado me dijo que cuando llegara el dueño le iba a decir que yo sólo tenía dinero para el remis. Yo no sabía cómo agradecerles semejante actitud, pero me dijeron que no me preocupara, que lo único importante era que el chico estuviera bien.

En el coche lo llevé al hospital. Martín seguía en situación de shock y yo no sé de dónde saqué fuerzas porque me había asustado mucho. El médico de guardia logró limpiarle la herida confirmando que no le había quedado ningún vidriecito, pero me dijo que sin psiquiatra no podía darle ningún calmante, a menos que yo tuviera alguno previamente recetado. Me comentó que la ciudad estaba llena de perros callejeros, que todos los días tenían algún episodio semejante o peor, porque la gente llegaba mordida, pero que la alcaldesa Marcela Hernando Pérez, que era médica, no podía hacer nada al respecto porque la Sociedad Protectora de Animales no se lo permitía.

En el hospital no me cobraron nada, pero me indicaron una clínica psiquiátrica privada que era bastante cara, y que, a pesar del costo, no tenía médico en forma permanente, sin asegurarme cuánto debía esperar en caso de llamarlo. Entonces decidí retirarme y darle el clonazepam que me había quedado, lo que le permitió descansar toda la noche sin contratiempos.

 

 

De La Paz a Antofagasta

   Después de una interesante recorrida por la Bolivia tropical y por el Altiplano, nos pareció atractivo realizar por tierra el camino entre La Paz y la portuaria Antofagasta ya que nos habían hablado sobre las bellezas de la frontera boliviano-chilena, además de la permanente insistencia de Martín por regresar a Chile.

Así que dedicamos la última tarde en La Paz para comprar tejidos para mis nietas y cargar con algunas cajas de mate de coca en saquitos, porque si bien en Buenos Aires no nos apunábamos, era un buen recurso cuando alguien andaba bajoneado o necesitaba un té digestivo.

 

 

 

Un barrio comercial de La Paz con el Illimani nevado como fondo

 

 

Si había algo realmente complicado en La Paz era el tránsito. Gran cantidad de vehículos, muchas veces en calles angostas y empinadas, cada uno estacionando en cualquier parte, y con embotellamientos a cada paso. Sin embargo, los conductores no perdían la calma. Y cuando en más de una vez, mi sangre italiana me había sacado de las casillas por algún atolladero, la respuesta del taxista había sido: “Y…, las cosas son assssí…” Por eso siempre creí que eran los choferes perfectos, además del problema del tránsito, conducían por caminos de montaña con pendientes y curvas pronunciadas, no pavimentados o con baches, no bien señalizados, y en vehículos viejos y en malas condiciones; ¡y asimismo se mantenían tranquilos!

 

 

Tránsito pesado en una avenida de La Paz

 

 

A la mañana del día siguiente fuimos a la terminal de buses de La Paz donde tomamos un micro de la empresa Continente.  

Terminal de buses de La Paz


Saliendo de la terminal vimos gente disfrutando de espacios verdes 

 

El marco de La Paz era imponente con las edificaciones que cubrían las laderas de los cerros, sin embargo, el color rojo de esas casas indicaba que no contaban con revoque externo. Y justamente, una de las características de La Paz, era que la mayor altura era sinónimo de mayor pobreza.  

Edificaciones en laderas muy pronunciadas


 

Edificios sin revoque exterior


 

A mayor altura, mayor pobreza, característica de La Paz

  

La primera parada fue en la terminal de buses de El Alto, principal centro urbano del conglomerado paceño, donde se encontraba la plaza del Policía, aunque tal vez se tratara de la ciudad más insegura del país. Se había convertido en un área importante desde el punto de vista comercial y de servicios a partir de contar con el mayor número de inmigrantes provenientes del resto de Bolivia. 

Plaza del Policía en la Ciudad de El Alto


  

Tal vez la ciudad más insegura de Bolivia

 

Centro comercial minorista y de servicios

 

Elevado número de inmigrantes del resto de Bolivia

 

 Luego nos dirigimos hacia la Carretera Panamericana para continuar por la ruta nacional número cuatro, pasando por pequeñas localidades en el Altiplano Boliviano hasta llegar a la frontera con Chile.

 

Estepa arbustiva en el Altiplano Boliviano

  

La ruta que transitábamos era la conexión directa entre la zona franca de Oruro y la zona franca del puerto de Iquique en Chile por donde ingresaban los vehículos de origen asiático que se vendían en Bolivia, además de otros productos.

Gran cantidad de camiones conectaban a la ciudad de Oruro con el puerto de Iquique 

 

El paisaje estaba compuesto por mesetas con estratos sedimentarios bien marcados, extremadamente áridos con ríos que pertenecían a la cuenca endorreica del Desaguadero, con cauces secos, y predominio de erosión mecánica. Eran diversas las geoformas y la cantidad de colores de las laderas, así como la presencia de sedimentos salinos.

 Las precipitaciones eran estivales, oscilando entre doscientos y seiscientos milímetros, según las zonas, por lo que, a medida que íbamos avanzando, comenzaba a formarse una tormenta. Si bien el agua caída no era abundante, ante la presencia de suelos arcillosos, no podía infiltrarse, pudiendo generarse desbordes, por lo que se habían construido defensas para evitar inundaciones. Por otra parte, ante la buena heliofanía en la mayoría de los días del año, eran utilizadas pantallas solares para la generación de energía.

Cada tanto, en las planicies donde se disponía de mayor humedad, se presentaban ciertos oasis con verdes pasturas, ya que el problema no consistía en el tipo de suelo, sino en la falta de agua. Gran parte de esas áreas eran utilizadas para la cría de ganado, por lo cual algunas viviendas contaban con cercos de pircas.

En las cercanías de Curahuara de Carangas, la vegetación, una estepa arbustiva, era semejante a la de la Patagonia Extra-andina. Y en pocos kilómetros más comenzamos a divisar el Nevado de Sajama, que luego se cubrió de nubes, despejándose nuevamente unos minutos después. 

Los ríos del Altiplano pertenecían a la cuenca endorreica del Desaguadero

 

Predominio de erosión mecánica en las áreas más secas

 

Un cauce seco y encajonado entre las mesetas

 

Según las zonas, las precipitaciones anuales variaban entre doscientos y seiscientos milímetros

  

Verdes colinas en las áreas de mayor humedad

 

Defensas de piedra para evitar los desbordes ocasionados por las lluvia del verano

  

Estratos bien marcados de rocas sedimentarias ascendidas

  

Viviendas rurales con un corral de pircas

  

Los suelos arcillosos no permitían que las aguas de lluvia se infiltraran

  

Mesetas áridas y planicie húmeda con abundante vegetación

  

La ausencia de vegetación no era un problema de suelo sino de escasez de agua

  

Y como estábamos en verano se estaba formando la tormenta

  

En las áreas de buena pastura se criaba ganado

  

Pantalla solar para la generación de energía

  

Mesetas y cerros de diversos colores a lo largo de todo el camino

 

Óxido de hierro como componente de varias formaciones

 

 

Laderas con sedimentos salinos

 

 

Diversas geoformas en las márgenes de un cauce abandonado

  

Naciente de un río del Altiplano

  

Formaciones rocosas en las cercanías de Curahuara de Carangas

 

 

Paisaje semejante a la Patagonia Extraandina

  

El Nevado de Sajama cubriéndose de nubes

 

 

Ya las nubes lo habían tapado totalmente

 

 

Para luego poder volver a verlo

  

Después de cuatro horas de recorrer casi trescientos kilómetros de paisajes paradisíacos llegamos al paso fronterizo Tambo Quemado-Chungará.

Si bien durante nuestra estancia en Bolivia habíamos recurrido en varias oportunidades al mate de coca, ya nuestros organismos se habían habituado a la altura. Sin embargo, al bajarme del ómnibus para realizar los trámites migratorios, se me nubló todo y me costaba mantener el equilibrio tal como si estuviera borracha. Lo que ocurría era que allí la altura era de 4680 m.s.n.m., seiscientos metros más que en El Alto, el lugar más elevado del Área Metropolitana de La Paz. 

Mujeres tejiendo en Tambo Quemado, el sector boliviano de la frontera

  

Los trámites del lado boliviano fueron simples y rápidos, así que volvimos a subir al ómnibus para parar a poco de allí nuevamente a la vera del lago Chungará, donde los chilenos revisarían los equipajes para, tal cual, en el resto de la frontera chilena, controlar que nadie pasara alimentos. Y mientras tiraban la comida que algunos cargaban en forma de vianda para el largo viaje, paralelamente un grupo de vendedores ambulantes ofrecía empanadas y otras preparaciones de dudosa higiene. No obstante, todos les compramos porque faltaba aún un buen trecho para llegar a Arica, por lo que las aves del lago rápidamente se nos acercaron para aprovechar las migajas. Y quienes viajábamos con fines turísticos nos dedicamos a tomar fotografías del lugar que era increíble, porque paralelamente a ingresar a territorio chileno, lo habíamos hecho al Parque Nacional Lauca.  

Bajando del micro para el control chileno

  

Las gaviotas andinas del lago Chungará

  

Gaviota andina acercándose para recibir alimento

  

El Parque Nacional Lauca (del aimara lawqapasto acuático”) comprendía la Cordillera Occidental, el Altiplano Andino y la Precordillera de Arica en altitudes que iban de 3200 a 6342 m.s.n.m. en el extremo noreste chileno.

Las precipitaciones anuales de esta región eran de 280 mm, mientras que las temperaturas oscilaban entre 12 y 20°C durante el día y de -3 a -10°C en la noche.

En pleno desierto de Atacama, en la zona de Chungará, los conos de deyección presentaban superficies verdes por la retención de la escasa agua caída. 

Cono de deyección muy verde en medio del desierto en Chungará, ya sector chileno

 

Nos encontrábamos atravesando la Cordillera Occidental que se caracterizaba por la cantidad de cerros y estratovolcanes de gran altura, como el Umarata, algunos de ellos de nieves eternas como el Parinacota o el Pomerape. 

 

 Estratovolcán Umarata perteneciente a Chile

 

Elevaciones de la Cordillera Occidental en la frontera chileno-boliviana

  

Se conocían como los nevados de Payachatas al volcán Parinacota de 6348 m.s.n.m. y al Pomerape de 6282 m.s.n.m., que se encontraban en la línea del límite entre Bolivia y Chile al norte del paso que estábamos cruzando, y se los podía ver desde el lago Chungará, que se encontraba tan calmo que asemejaba ser un espejo.

Estaba sintiendo una gran emoción al ver con mis propios ojos el Parinacota, del cual había tenido mi primera referencia a través de los libros de Geografía del tercer año de la escuela secundaria.  

En primer plano el volcán Parinacota y detrás el Pomerape, desde el lago Chungará

 

El lago Chungará tan calmo era un verdadero espejo

 

Continuamos viaje por la ruta número once en dirección al oeste atravesando el Altiplano para luego cruzar la Precordillera de Arica, donde se encontraba la población de Putre. Y en medio de ese desolado camino de cornisa, pasamos por un pequeño santuario. 

 

Los pastos acuáticos a los que los aimaras denominaran “lawqa”

  

Un pequeño santuario en medio de la Precordillera de Arica

  

Camino de cornisa en la Precordillera

  

Bienvenidos a Putre

  

Pasando Putre se hizo de noche y perdimos el deleite de observar el paisaje, pero sentimos un enorme placer al dejar la vista perdida en un cielo repleto de estrellas en un silencio absoluto.

Era enero de 2010 y estábamos llegando nuevamente a Arica a casi un año de haber estado haciendo también una conexión de ómnibus, pero en esta oportunidad atravesaríamos el desierto de Atacama durante la noche, en un micro que le pondría cerca de catorce horas hasta Antofagasta.

La terminal de buses de Antofagasta era muy nueva y sismo-resistente, algo absolutamente imprescindible en la costa chilena. 

Martín en la terminal de buses de Antofagasta

  

Dejamos los bártulos en el hotel y salimos a caminar por el Paseo Peatonal Arturo Prat, llamado así en honor al máximo héroe naval quien interviniera en varias batallas en la Guerra contra España, y habiendo comandado la Esmeralda en el combate naval de Iquique durante la Guerra del Pacífico, en el cual había muerto. Por otra parte, también en esa arteria se le rendía homenaje a Don Bosco.  

Paseo Peatonal Arturo Prat hacia la Cordillera de la Costa

  

Homenaje a Don Bosco en la peatonal

  

La ciudad contaba, en ese momento, con aproximadamente trescientos treinta mil habitantes, siendo un importante puerto y centro comercial del norte chileno. Y a nivel local tenía varios centros comerciales, sin embargo, la peatonal era el lugar obligado de compras y paseo, tanto de locales como de foráneos. 

Peatonal Prat, la más visitada de la ciudad

  

Omar caminando por la peatonal de Antofagasta

  

Doblamos por la calle Manuel Antonio Matta, y en la esquina de Baquedano hallamos un edificio de estilo neomudéjar que había sido construido por mandato de sus dueños con el fin de ser residencia familiar y sede comercial de los Almacenes Giménez, tienda que había funcionado desde 1924 hasta 1980. 

Casa Giménez, de estilo neomudéjar

 

Y continuando con nuestra caminata llegamos a la plaza Sotomayor frente a la cual se encontraba el Mercado Central y puestos callejeros de venta de frutas y verduras, tan prolijos como limpios. 

Puestos de frutas y verduras en la plaza Sotomayor

  

A pesar del cansancio teníamos muchas energías ya que en pocas horas habíamos pasado de los cuatro mil metros de altura al nivel del mar, y eso nos había hecho recuperar fuerzas y velocidad al desplazarnos, el efecto contrario a cuando se hacía el recorrido inverso.