sábado, 28 de julio de 2018

En el Parque Nacional Los Alerces


  
Siempre había considerado que Chubut era una de las provincias más hermosas de la Argentina, con una variedad de paisajes que iban desde el mar a la montaña, acompañados por sus características faunas, desde lobos marinos hasta los cóndores que sobrevolaban la Cordillera, con climas tanto desérticos como lluviosos, y con estepas y bosques exuberantes, además de una particular historia que la hacía rica culturalmente. Pero, sin duda, el climax de la belleza lo constituía el Parque Nacional Los Alerces que había visitado en el verano del 80, y al que deseaba regresar para disfrutarlo más detenidamente.
Cincuenta kilómetros separaban a la ciudad de Esquel de Villa Futalaufquen, donde se encontraba la Intendencia del Parque sobre el corredor andino-patagónico, tomando primero la ruta número doscientos cincuenta y nueve para luego acceder a la setenta y uno que lo atravesaba en sentido sur-norte pasando por todos sus lagos.







En camino hacia el Parque Nacional Los Alerces por la ruta 259



Intendencia del Parque Nacional Los Alerces, en el oeste de la provincia del Chubut


La superficie de la zona protegida superaba las doscientas sesenta hectáreas, incluyendo lagos, ríos, cascadas y montañas cubiertas de bosques, albergando a uno de los cuatro únicos bosques de alerces del mundo, siendo precisamente ése el principal motivo de su creación en el año 1937, proteger a un árbol que corría peligro de extinción dada la calidad de su madera, de color pardo rojiza, muy dura y resistente a la putrefacción, por lo que era utilizada para la fabricación de vigas, postes y embarcaciones, y que por su lento crecimiento no fuera factible su reforestación.
Sin embargo, el Parque contaba con otros bosquecillos de diferentes especies, siendo la continuidad y límite sur de la llamada Selva Valdiviana, ya que si bien su clima predominante era el templado-frío húmedo, existían diferencias en relación con los pisos altitudinales característicos de la Cordillera Andina. En la zona más baja, correspondiente al sector donde se encontraba la Intendencia, la temperatura media anual era de 8°C, con máximas de 24°C en verano y una mínima media de 2°C en el mes más frío, mientras que los picos de las montañas presentaban nieves eternas. Por otra parte, debido a que la altura de los Andes Patagónicos era de aproximadamente 2000 m.s.n.m., existiendo además valles transversales con dirección oeste-este, podían ingresar los vientos generados en el anticiclón del Pacífico, que descargaban allí toda su humedad en forma de nieve o lluvia llegando a cuatro mil milímetros anuales en el oeste y disminuyendo a ochocientos milímetros sobre el sector oriental.
Por esa razón, además del alerce (Fitzroya cupressoides) o lahuán, como lo denominaban los mapuche, existían otras especies como la lenga (Nothofagus pumilio), el coihue (Nothofagus dombeyi), el ñire (Nothofagus Antarctica), el radal o nogal silvestre (Lomatia hirsuta), el arrayán (Luma apiculata), y el pehuén (Araucaria araucana) en las laderas de las montañas hasta los 1500 m.s.n.m.; mientras que hacia el este, donde las precipitaciones comenzaban a disminuir, crecían el ciprés (Austrocedrus chilensis) y el maitén (Maytenus boaria), entre otros.
Pero de todos esos imponentes árboles, el que siempre me había impactado era el pehuén, también llamado piñonero, pino araucaria, pino chileno o pino de brazos. Se trataba de una conífera endémica de los bosques subantárticos, concentrada en zonas muy restringidas de la cordillera de los Andes, en alturas donde la nieve permanecía sobre el suelo buena parte del invierno, soportando temperaturas de hasta -20°C, y en lugares de bajas temperaturas estivales. Era perenne, con tronco recto y grueso, comenzando sus ramas a varios metros del suelo, siendo flexibles y con acículas agrupadas hacia los extremos con una espina en la punta. Existían plantas masculinas y femeninas con diferencias morfológicas en las placas que formaban la corteza y en los conos, siendo mucho más vistosos los femeninos. Las semillas, llamadas piñones, eran comestibles y con alto valor nutricional, habiéndose transformado en la base de la dieta de los pehuenche. Por el curioso efecto que generaban sus ramas anchas “reptilianas” con gran apariencia simétrica, se lo solía plantar en los jardines. Su madera era blanco amarillenta, compacta, liviana y fácil de trabajar, por lo que era muy cotizada en carpintería, utilizándose para la fabricación de mástiles para embarcaciones, por lo que desde el siglo XXI se encontraba protegida, ya que además de la tala indiscriminada, le afectaba la polución.
Además de la explotación ilegal de la madera, los incendios impedían la recuperación de las distintas especies arbóreas, que como en todo clima frío eran de crecimiento lento y tardaban en cubrir las laderas favoreciendo la erosión. Pero otro grave problema lo constituía la flora exótica que había sido introducida por pobladores europeos, como la rosa mosqueta, el lupino y la margarita, que comenzaron a dispersarse por los bordes y claros del bosque, desplazando a las originarias como las anaranjadas mutisias, los chilcos de flores rojas, las virreinas de flores liliáceas y los liutos de flores amarillas, también conocidas como amancay.





Conos femeninos de un pehuen o Araucaria araucana



Ejemplares de rosa mosqueta en los jardines de la Intendencia del Parque


En el Parque existía un conjunto de nueve lagos: el Futalaufquen, el Menéndez, el Rivadavia, el Krüger, el Verde, el Cisne, el Stange, el Chico, y el Amutui Quimei, todos de origen glaciario, a excepción del último que fuera originado por la represa de Futaleufú. Dichos lagos se encontraban conectados por diversos ríos hasta llegar al Futaleufú, que después de la presa, cruzaba la frontera con Chile para desembocar en el océano Pacífico a través del río Yelcho.
Después de un breve paso por el Centro de Informes, en un vehículo comenzamos a bordear el lago Futalaufquen que presentaba un imponente marco montañoso con tupidos bosques en sus laderas y nieves perpetuas en sus cumbres.



Lago Futalaufquen y como fondo el cordón Situación en los Andes Chubutenses


Y a poco de andar llegamos a un punto donde pudimos divisar el río Arrayanes, que unía los lagos Verde y Futalaufquen, así como los glaciares de las montañas que lo circundaban.




Río Arrayanes con el fondo de la Cordillera Andina


Río Arrayanes en primer plano


Abundante vegetación en los valles intermontanos


Imponentes glaciares en los cordones cordilleranos


Nacientes de los ríos con régimen de deshielo


El vehículo nos dejó en el estacionamiento cercano a la Pasarela sobre el río Arrayanes, casi en su nacimiento en el lago Verde. Y mientras la cruzábamos nos detuvimos unos instantes sobre ella para observar el maravilloso color esmeralda de las aguas del lugar.


Pasarela del río Arrayanes


Naciente del río Arrayanes en el lago Verde


Aguas de color esmeralda en las nacientes del río Arrayanes


Abundante vegetación en las márgenes del río Arrayanes


Del otro lado del río ingresamos a la enmarañada selva Valdiviana, donde recorrimos a pie un sendero donde a partir de la señalización pudimos identificar gran parte de la flora existente.


Desde la margen derecha del río Arrayanes


Ramas cayendo sobre el verde río Arrayanes


Ramas secas producto de la putrefacción de las raíces


La enmarañada selva Valdiviana


Los arrayanes que le daban el nombre al río


Martín abrazado a un arrayán


Martín recorriendo el sendero del bosque


Martín haciendo una pausa en el camino


Y después de aproximadamente mil metros de caminata llegamos a un claro donde se encontraba el puerto Chucao, sobre el lago Menéndez que estaba rodeado de cerros donde se destacaba el glaciar Torrecillas.


Catamarán en el puerto Chucao sobre el lago Menéndez


El glaciar Torrecillas, en el cerro del mismo nombre, contaba con una porción superior “limpia” y una lengua inferior “sucia”, cubierta por escombros y reconstituida a partir de avalanchas de hielo, nieve y detritos provenientes de los acantilados que cerraban el fondo del valle. En el momento en que nosotros nos encontrábamos allí, enero de 2006, el glaciar contaba con un lago proglacial que aceleraba la pérdida de hielo por desprendimiento de bloques o témpanos. El retroceso del frente de hielo se podía evidenciar a partir de la comparación con fotografías históricas tomadas por el Perito Francisco Pascasio Moreno a fines del siglo XIX.


Lago Menéndez con el glaciar Torrecillas como fondo


Detalle del glaciar Torrecillas


Bordeando el lago Menéndez a pie desde el puerto Chucao, llegamos a una tranquila playita donde descansamos, tiramos piedritas al lago “haciendo sapitos” sobre las aguas cristalinas, y tomamos más fotografías del glaciar Torrecillas.


Con Martín en una playita del lago Menéndez


El glaciar Torrecillas desde la playita


Continuamos la marcha para dirigirnos por diversos senderos hasta las márgenes del lago Verde, siempre rodeados de montañas, bosques y bajo un cielo azul intenso.


Montañas, árboles milenarios y un cielo azul sin nubes nos acompañaron en el nuevo recorrido


Bordeando el lago Menéndez


Dejando el lago Menéndez por un estrecho sendero rodeado de liutos de flores amarillas


Liutos de flores amarillas o amancay, bajo el cielo azul


Detalle de la flor de amancay


Martín en el camino desde el lago Menéndez hacia el Verde


Detalle del bosque exuberante de los Andes Chubutenses


Divisando el lago Verde


Llegando al lago Verde


Navegación en gomón por el lago Verde


En cuanto a la fauna autóctona el Parque mantenía la presencia de pumas, comadrejitas enanas, zorros grises, pudúes, huemules, ratones, topos, y aves como las hualas, los macacitos, las garzas brujas, los peuquitos, los patos espejo, los chimangos, los carpinteros de cabeza roja, los carpinteros pitíos, los zorzales patagónicos y los cóndores. Y entre los peces autóctonos se encontraban el pejerrey patagónico, el puyén, la peladilla y la trucha criolla, mientras que las demás truchas y ciertos salmónidos eran foráneos.
Nos fue prácticamente imposible hacer avistajes de la rica fauna, salvo de algunas aves que haciendo silencio en el bosque, pudimos reconocer; pero respecto de los peces, era una maravilla verlos en las aguas transparentes del lago Verde.


Martín observando peces desde el muelle del lago Verde


La pesca deportiva estaba permitida dentro del Parque pero con rígidas limitaciones en cuanto a la temporada y a las técnicas empleadas, siendo las truchas, los peces más codiciados tanto por los pescadores locales como por los procedentes de distantes lugares del mundo.


Pescador deportivo sumergido en el lago Verde


La temporada de pesca solía comenzar en el mes de noviembre, extendiéndose hasta fines de marzo


Pato nadando en el lago Verde


Tanto la riqueza ictícola como la del resto de la fauna y la variedad de la flora permitieron que los primeros habitantes de la región, que eran cazadores y recolectores, utilizaran todos los recursos que le brindara semejante ambiente de lagos y bosques tanto para alimentarse como para vestirse y construir sus viviendas. Y a pesar de la desarticulación sufrida por la Campaña al Desierto (1879-1883), algunas familias mapuche continuaban viviendo en las zonas cercanas al Parque.


Dejando el lago Verde




Vista panorámica del lago Verde


Uno de los cordones que rodeaban al lago


Emprendiendo el regreso


Imponentes montañas a la vera de todo el camino


La presencia de arrayanes nos indicaba la cercanía a la Pasarela


Llegando a las escalinatas que conducían a la Pasarela


Descendimos las escalinatas…


Y volvimos a cruzar el río Arrayanes


Omar y Martín en medio de la Pasarela


Vista del río Arrayanes desde la Pasarela hacia el sur


Vista del río Arrayanes desde la Pasarela hacia el norte


Sobre la Pasarela del río Arrayanes


Retomamos motorizados la ruta setenta y uno rumbo a la Intendencia del Parque, pero cuando faltaban casi seis kilómetros para llegar, nos detuvimos ante la cascada Irigoyen, que se presentaba en medio de una abundante vegetación, lo que la hacía más atractiva.






Cascada Irigoyen en el Parque Nacional Los Alerces


Pequeño arroyo en el cual se formaba la cascada


Musgos sobre una de las rocas contiguas a la cascada Irigoyen


Arribamos a Esquel tan cansados como fascinados por todo lo que habíamos visto, y ya en ese mismo momento, decidimos regresar al año siguiente.


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