lunes, 21 de noviembre de 2016

Vacaciones en San Bernardo

  
Todos los eneros de Buenos Aires habían sido muy desagradables para mí. El calor asfixiante, húmedo, sin casi descenso por la noche, y para peor, la mayor parte de los espectáculos se desplazaban hacia los centros turísticos costeros o serranos, y la calle Corrientes, la que “nunca duerme”, dormía hasta la siesta. Pero aquel enero de 2002 fue especialmente lúgubre, ya que el país estaba sufriendo una de las crisis más duras de su historia. Buenos Aires estaba literalmente desierta. Los espectáculos suspendidos, y los cacerolazos continuaban en todas las plazas del país.
Y en ese clima de incertidumbre y pesimismo, yo decidí no suspender las vacaciones porque de lo contrario no tendría fuerzas para llevar adelante todo lo que se me vendría encima. Y paradójicamente, conseguí alquilar un departamento en el balneario de San Bernardo, algo que me había sido prohibitivo en otras oportunidades, ya que todo estaba vacío y “regalaban” las locaciones.
Fue así como partí en micro al lugar elegido junto con mis hijos Martín (10) y Joaquín (17), mi madre (78), mi tía Velia (88), y mi ex - suegra Anita (86), para ocupar un departamento en planta baja a tres cuadras de la playa.

Martín y su abuela Anita en la puerta del departamento


Digamos que el elenco no era para nada sencillo, pero la intención era pasarla bien; así que, siendo muy temprano y no estando aún abiertos los locales comerciales, mientras las mujeres mayores acomodaban sus cosas, salí con Joaquín y Martín a hacer un reconocimiento del lugar.
San Bernardo era un pueblo muy bonito, y contaba con frondosa arboleda en todas sus calles, lo que permitía hacer largas caminatas sin sufrir las consecuencias del fuerte sol del verano, además de tener una playa extensa y medanosa.

A la mañana temprano, sombrillas y sillas descansaban de tanta actividad del día anterior



Calles con frondosas arboledas


Mucho verde por todas partes


El mar poco después del amanecer


La extensa playa sin gente por la mañana temprano


El tiempo estuvo espectacular, por lo que alquilamos una carpa y todos los días íbamos a la playa.

Mi mamá, mi tía Velia y la abuela Anita rumbo a la playa


Mi mamá y mi tía Velia en la carpa y Joaquín acostado sobre la arena


Martín animándose, de a poco, a pasar entre la gente


La abuela Anita, disfrutando un montón


Martín jugando con la arena


El sol estaba muy fuerte, aunque el viento lo atemperaba



Martín rumbo al mar


De a poquito, Martín fue al agua…


Martín saltando de alegría


La abuela Anita saliendo del mar mientras Martín continuaba saltando


Con la abuela Anita


Martín comiendo galletitas al regresar del mar


Martín descansando junto a la carpa


Martín se portó muy bien, como generalmente lo hacía, pero en una oportunidad, a causa de la presencia repentina de un perro, cruzó raudamente la calle, momento preciso en que circulaba a toda velocidad una moto. De hecho, la calzada era suficientemente ancha como para que lo pudiera esquivar, pero nosotros exageramos el peligro y lo retamos mucho para que no volviera a suceder.

Martín volviendo de la calle después de que pasara velozmente una moto


Martín quieto después de recibir nuestro reto


Joaquín y yo nos encargábamos de hacer las compras con el fin de llenar las alacenas, y para que nada fuera una carga concentrada siempre en la misma persona, las demás tareas imprescindibles de orden y limpieza las jugábamos a las cartas como prenda; aunque mi mamá quiso reservarse el derecho a cocinar.

Área medanosa en las proximidades de San Bernardo


Y así pasamos quince días disfrutando del mar y de la tranquilidad del lugar, teniendo largas conversaciones, y tratando de hacer de todo una diversión, a pesar de las permanentes quejas de mi madre.


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