En el mes de julio de 2011 se realizaba en San José de Costa Rica el XIII Encuentro de Geógrafos de América Latina, así que Sonia Vidal, su hija Clarita y yo, decidimos viajar juntas. Y al no existir vuelos directos desde Buenos Aires, debíamos hacer escala en otra ciudad latinoamericana, por lo que aprovechando una oferta de la aerolínea COPA, partimos una noche muy fría rumbo a Panamá.
En cuanto embarcamos
dudé de la calidad del servicio. Evidentemente era un avión relativamente chico
para un trayecto largo, y tan antiguo que carecía de televisores, además de que
los cinturones de seguridad y el tapizado de los asientos dieran muestras de un
gran desgaste.
Hacía muchos años que
ya no me dolían los oídos durante un vuelo, pero esa vez, en cuanto decoló, el
zumbido se me hizo insoportable, indudable muestra de que no todo funcionaba
como debería. Al rato comenzó a hacer frío y le pedimos a la azafata mantas y
almohadas, a lo que nos respondió que no había para todos; y ante nuestras protestas
se las sacó a otros pasajeros para dárselas a Sonia y Clarita, mientras que yo
resolví la situación tapándome con mi poncho.
Los días previos a ese
viaje habían sido muy complicados para mí, tanto por trabajo como debido a
otros sucesos que me habían generado mucho estrés como la operación de mi nieta
Rocío y la venta de la que fuera mi casa durante diez años, por lo que me
encontraba bastante alterada. Había tomado medicación a la que no estaba
acostumbrada, y sumado a que el avión comenzó a zarandearse haciéndome de
mecedora prontamente caí en un sueño muy profundo. Y si bien en plena madrugada
me ofrecieron la cena, al sentir el olor a fritanga barata del menú, sólo tomé
agua y continué durmiendo a lo largo del resto del viaje.
En cuanto arribamos al
aeropuerto, como no había despachado equipaje, decidí ir al baño mientras Sonia
y Clarita retiraban el suyo. Me sentía sumamente cansada y me recosté en uno de
los asientos para esperarlas. Pero como no venían, recordé que lógicamente no
podrían regresar a la zona de desembarque así que salí al encuentro de ellas,
que me estaban esperando preocupadas. Yo estaba bastante mareada y no me
percaté de que absolutamente nadie me registrara, ni en Migraciones ni en
Aduana. El único que nos estaba esperando, con el peor de los humores, era el
representante de la empresa de turismo que nos llevaría hasta el hotel, y que,
por poco, ya se iba sin nosotras.
Supongo que debido a la elevada temperatura, me había bajado la presión, por lo que continué durmiendo un buen rato en el transfer mientras distribuían a los demás pasajeros por sus sendos alojamientos, y cuando abrí los ojos, lo primero que vi, además de un denso tránsito, fue todo tipo de servicios, desde alquiler de autos hasta cabarets y gran cantidad de casas de juego, lo que redundara en una primera impresión no muy positiva del país.
Denso tránsito, alquiler de autos
y cabarets
Una de las tantas casas de juego
Tomé algunas
fotografías, pero lo que más deseaba era llegar cuanto antes al hotel con el
fin de tirarme rápidamente en una cama, sin embargo, cuando nos presentamos en
el mostrador nos indicaron que recién se ingresaba a la habitación a las tres
de la tarde, ¡y recién era la una! Yo dije que me sentía muy mal, y casi me
desmayaba ahí mismo, pero así era la norma y no me quedó más remedio que
tirarme sobre uno de los sillones del lobby a la vista de todo el mundo. El
hotel era lujoso y no quedaba muy bien que alguien estuviera allí como una
mendiga dado que mi atuendo tampoco estaba muy acorde con el lugar. Así que, a
las dos, una hora antes de lo previsto, nos dieron la habitación.
Le pedí a la mucama un
vaso con agua y hielo que tomé velozmente para luego entregarme a los brazos de
Morfeo. Cuando ya de noche regresaron de su paseo Sonia y Clarita se asustaron
porque no me podían despertar y el vaso estaba lleno, pero era porque el hielo
se había derretido. Al cabo de un rato me puse mejor y tuve una agradable cena
con ellas en la terraza del Paitilla Inn.
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