martes, 6 de diciembre de 2022

Al Parque Nacional Sierra de las Quijadas, el desierto rojo

  Aunque estando en la Villa de Merlo teníamos gran interés en visitar el Parque Nacional Sierra de las Quijadas, indudablemente enero no era una buena época para hacerlo, tanto por la temperatura, que podía superar los 35°C, como por las escasas pero posibles amenazas de lluvia torrencial, en una zona desolada sin ningún tipo de refugio. Pero el guía que nos había demostrado solvencia tanto en conocimiento como en responsabilidad en salidas anteriores, nos indicó que el pronóstico del tiempo indicaba que en los días siguientes no pasaría de 25°C y no se producirían precipitaciones, por lo que decidí hacer el paseo con mi hijo Martín y mis nietas Ludmila y Laurita.

A la mañana muy temprano nos pasó a buscar con su camioneta, aclarándonos que debíamos tomar un camino más largo que el habitual, ya que no quedaba combustible en las estaciones de servicio de los pueblos del norte de San Luis, debido a que la mayor parte de los turistas, y estábamos en temporada alta, llegaban en automóvil. Así que tuvimos que ir hasta la ciudad de Villa Dolores, en la provincia de Córdoba, para poder llenar el tanque, porque que entre ida y vuelta tendríamos que hacer alrededor de quinientos kilómetros. Piénsese que en 2011, cuando nosotros estábamos allí, el pueblo más grande del norte de San Luis era justamente la Villa de Merlo con treinta mil habitantes, mientras que el aglomerado de Villa Dolores y localidades vecinas estaba próxima a los cincuenta mil, teniendo muchos más comercios y servicios que los demás centros urbanos de la región.

Villa Dolores se encontraba a sesenta kilómetros al norte de Merlo, así que en poco más de cuarenta minutos estuvimos allí.

 

Yendo de la Villa de Merlo a Villa Dolores

 

 

Habiendo cargado el tanque con combustible y los bidones con agua, continuamos viaje por la ruta número 20, llegando al pueblo de Quines en cincuenta minutos más, ya que durante el trayecto de setenta kilómetros, no había casi tránsito.

Quines era una pequeña población de siete mil quinientos habitantes, donde se realizaba la “Fiesta Nacional del Mate”. Hicimos una breve parada técnica y tomamos fuerzas para proseguir por los ciento veinte kilómetros que restaban.

 

 

Monumento al mate en Quines

 

 

Con una superficie de 73533 hectáreas, el Parque Nacional Sierra de las Quijadas se encontraba hacia el noroeste de la provincia de San Luis, había sido creado el 10 de diciembre de 1991, por Ley 24015, a fin de que integrara el sistema de Parques Nacionales para proteger las especies que habitan el lugar y para conservar ambientes representativos de las ecorregiones del monte de llanuras y mesetas, del monte de sierras y bolsones y del chaco árido, además de preservar sus yacimientos arqueológicos y paleontológicos. A esto debían agregarse 76467 hectáreas de Reserva Nacional.

 

Martín junto al cartel de bienvenida al Parque Nacional Sierra de las Quijadas

 

 

El Parque poseía numerosas evidencias de antiguas ocupaciones humanas, particularmente en el sector pedemontano de las sierras. Justamente muy cerca de la entrada se encontraba un gran sitio arqueológico caracterizado por el emplazamiento de más de veinte hornillos o botijas comprendidos dentro del perímetro de un gran asentamiento de la cultura Huarpe.

Los estudios que se estaban llevando a cabo indicaban que probablemente los hornos habrían funcionado para la producción de piezas cerámicas que, a juzgar por los fragmentos hallados, presentaban excelentes condiciones técnicas de fabricación. Se trataba de una cerámica de color gris, de paredes finas y cocción pareja, con decoración de tipo incisa en doble línea perimetral.

 

 

 

Al excavar el horno 6, se observó en su interior:

                  una capa 1, de tierra acumulada después de abandonado el lugar.

                otras capas con carbón vegetal y ceniza acumulada, restos de las sucesivas quemas.

La ausencia de otros restos significativos, y el hallazgo de cerámica en los alrededores,

permiten suponer la utilización de los hornos para su cocción

 

 

Los Huarpe fueron la antigua civilización de la zona cuyana, y se dividían en Huarpe Allentiac (San Juan), al sur los Huarpe Millcayac (Mendoza), y al este los Huarpe Puntanos o Huárpidos (San Luis). De dicha etnia se sabía que eran de talla relativamente alta, cabeza alargada, pilosidad más desarrollada y piel más oscura que la de otros pueblos vecinos.

En el momento de la conquista española los Huarpe se encontraban en pleno proceso de aculturación por influencia de los Incas. Llevaban una vida sedentaria, cultivaban maíz y quinoa, cosechaban algarroba, con la que elaboraban patay y chicha o aloja. Se alimentaban de peces y patos y también cazaban venados siguiéndolos a pie y al trote. Las viviendas eran de piedra en la montaña o de quincha en la llanura. Fabricaban cestería apta para contener agua y cerámica polícroma. Adoraban a una divinidad llamada Hunuc Huar, que suponían moraba en la Cordillera. Temida y respetada, era invocada para satisfacer sus necesidades. El panteón huarpe tenía genios menores como el sol, la luna, el lucero del alba, los ríos y los cerros. Los muertos se enterraban en posición extendida y con la cabeza hacia la Cordillera, rodeados de sus objetos personales y provisiones para el viaje al más allá; y los parientes se pintaban la cara durante un tiempo en señal de duelo.

Yo les comenté a mis nietas que ellas podían buscar allí parte de sus ancestros, ya que una de sus bisabuelas paternas tenía ese origen. Y si bien ella siempre lo había negado, por temor o por vergüenza, tantos sus rasgos étnicos como algunas de sus prácticas culturales, tenían que ver con los pueblos originarios del norte de la provincia de San Luis.

 

 

 

El Parque Nacional protege el patrimonio natural y cultural de esta región.

La permanencia de los restos culturales en su lugar de ubicación original;

permite investigar el modo de vida de los antiguos habitantes de este lugar.

Este recurso cultural, en particular, se encuentra en proceso de estudio y conservación

 

 

La jurisdicción sobre las tierras había sido cedida a la Administración de Parques Nacionales por la provincia de San Luis el 3 de julio de 1989, mediante un acuerdo firmado por el gobierno de San Luis, ratificado por Ley Provincial No Vii-0226-2004 (4844 “R”).

Sin embargo, en setiembre de 2009, representantes de la comunidad Huarpe-Guanacache de San Luis, solicitó al gobernador la restitución de las tierras de las sierras de las Quijadas, donde según antecedentes históricos, sus ancestros habitaron. Ese mismo año, el gobernador realizó la gestión ante el gobierno nacional, sin lograrlo. En 2010 la provincia de San Luis decidió transferir 73534 hectáreas del área protegida al pueblo Huarpe mediante la ley provincial Nro. V-0721-2010, revocando el otorgamiento de las tierras al Estado Nacional. Tanto el Ministerio de Turismo de la Nación y entidades conservacionistas como el Comité Argentino de la Unión Mundial para la Naturaleza, Aves Argentinas y la Fundación Vida Silvestre, mostraron un rotundo rechazo a la medida dispuesta por la Provincia, por lo que la Corte Suprema dictó una medida cautelar de “no innovar”, evitando así el traspaso a la comunidad Huarpe.

 

 

 

 

En este lugar hubo un asentamiento de pobladores originarios,

los veintitres hornillos de barro cocido son la evidencia de esta ocupación.

Grandes herramientas de corte hechas en cuarcita,

indican la tala y corte de leña para alimentar los hornos.

La erosión producida por pisoteo y, por el agua van descubriendo las paredes de los hornillos

 

 

Las sierras occidentales de San Luis formaban parte del sistema de las Sierras Pampeanas, pero con características fisonómicas distintas a las de los cordones orientales y a las de Córdoba. Al este del río Desaguadero, se extendían cuatro cadenas con orientación noroeste-sudeste, que desde San Juan hacia el sur se denominaban sierra de Guayagás, Cantantal, de las Quijadas y del Gigante.

La sierra de las Quijadas, que llegaba a una altura de 1200 m.s.n.m. presentaba una estructura convexa formada por pliegues del terreno donde se localizaban estratos de edad reciente que rodeaban a los antiguos. A partir de una línea axial, esos estratos descendían hacia ambos lados abruptamente, sobre todo en el sector oriental, donde formaban enormes farallones. La causa de dicha formación sería una gran fractura que corría paralela a esos cordones, y al curso del río Desaguadero, por la ladera occidental, a lo largo de la cual se habría producido el levantamiento de las sierras. Cada grupo de elevaciones estaba atravesado, a la vez, por fracturas en sentido este-oeste, provocando discontinuidad entre ellos. Y dentro mismo del Parque se presentaban distintas formaciones geológicas con diferente origen, tectónica, fósiles y fisonomía.

La base de las Sierras estaría dada por la formación geológica La Cruz, que la encontramos durante todo nuestro trayecto. Los estratos estaban conformados por grava y arena cuyo origen había sido producto de la acumulación de sedimentos de cursos fluviales. Su antigüedad máxima era de ciento diez millones de años y en la zona superior de la formación se habían encontrado restos de rocas basálticas, provenientes de erupciones volcánicas, datadas entre ciento cinco y ciento ocho millones de años.

 

 

Sierra de las Quijadas, de estructura compleja

 

 

 

Martín, Ludmila y Laurita junto a uno de los farallones

 

 

Las depresiones del terreno al pie de las sierras, en las quebradas y torrentes, estaban rellenadas por sedimentos pleistocénicos ocasionados por la meteorización (desintegración de las rocas por factores atmosféricos) producida por los grandes cambios de temperatura y otros factores propios de los climas áridos.

 

Los chicos y el guía desplazándose por una de las quebraditas

 

 

El guía llevando a los chicos por los escalones para sortear los desniveles del terreno

 

 

El clima árido serrano, con marcada amplitud térmica, tanto estacional como diaria, se manifestaba a partir de las temperaturas medias de 12°C en invierno (con mínimas de -3°C) y 23°C en verano (con máximas medias de 35°C). Y los escasos 300 mm anuales de lluvia se distribuían irregularmente concentrándose entre fines de la primavera y principios del otoño.

Y estos cambios eran los que producían la erosión mecánica, tanto por la imperceptible dilatación de las rocas como por las gotas de rocío que al penetrar en sus fisuras y aumentar su volumen al congelarse durante la noche, contribuían a resquebrajarlas. Por otra parte, ante la escasa o nula cobertura vegetal, la erosión eólica le daba diferentes formas. La fuerza del viento no sólo trasladaba pequeñísimos granitos de arcilla o arena de un lugar a otro, sino que esas pequeñas partículas contribuían a pulir las demás rocas que se encontraran a su paso.

 

Bloque rocoso erosionado por acción de las temperaturas extremas y por el viento

 

 

Los suelos rojos indicaban la presencia de óxido de hierro

 

 

 

Martín con sus sobrinas Ludmila y Laurita durante un merecido descanso

 

 

Una de las curiosidades que teníamos era el porqué del topónimo de las Quijadas. Y durante una breve pausa, se lo preguntamos al guía.

Y él nos explicó que durante el siglo XIX y principios del XX, esas sierras habían sido el refugio de bandidos que asaltaban las carretas que cubrían el tramo Buenos Aires-San Juan. Las interceptaban y luego partían a la zona de Potrero de la Aguada, donde los intrincados laberintos rocosos les garantizaban esquivar la ley. Como premio, los bandoleros faenaban vacunos para sus asados, y abandonaban allí los huesos, conservándose por largo tiempo las mandíbulas, es decir, las quijadas. Por esa razón, los carteles de búsqueda ofrecían recompensa por la captura de los “gauchos de las quijadas”, que pasaron a formar parte de la historia folklórica, dándole el nombre al lugar.

 

Refugios naturales en las rocas en Potrero de la Aguada

 

 

Ludmila, Martín, el guía y Laurita en un cauce temporario

 

 

Después de descansar e hidratarnos convenientemente, iniciamos el recorrido por el sendero de los miradores del Potrero de la Aguada. 

Sendero Miradores del Potrero de la Aguada

 

 

Si bien se trataba de una senda de mil trescientos metros de longitud de baja dificultad, tenía desniveles y cornisas con suelos inestables, por lo que debía tener especial cuidado con las nenas.

Profundos precipicios que hacían muy peligrosa la circulación

 

 

Suelos disgregables con riesgo de derrumbe

 

 

Cuevas formadas por algunos animales

 

 

En los bajos Laurita aprovechaba para soltarse de la mano

 

 

No estaba permitida la recolección de ninguna planta

 

 

Como tampoco de las rocas

 

 

Ludmila ayudándose con un largo bastón

y sosteniendo el imprescindible sombrero que el viento se quería llevar

 

 

Martín sintió vértigo en algunos tramos

 

 

El “Potrero de la Aguada” consistía en una microcuenca que confluía en una enorme depresión de más de cuatro mil hectáreas. Ese hoyo gigante alimentaba al río Seco de la Aguada o Torrente de la Aguada, que recorría el lugar sólo en época de lluvia, presentando arena y rocas en su curso durante el resto del año. Además de la garganta formada por el río, el paisaje incluía infinidad de grietas, graderías, cornisas y salientes que le daban un aspecto imponente. El cerro más alto era el Portillo con una altura aproximada de 1200 m.s.n.m., destacándose también El Mogote (1100 m.s.n.m.) y el Lindo (1050 m.s.n.m.).  

 Vista panorámica del “Potrero de la Aguada

 

 

Todos los cursos de agua que discurrían por los faldeos eran temporarios debido a que recibían menos de 200 mm anuales concentrados en época estival. Ellos alimentaban al río Seco de la Aguada, cuyo cauce llegaba a tener un considerable volumen de agua cuando las precipitaciones se producían en forma violenta, pero sólo por pocas horas porque debido a la gran desecación del terreno y a la alta evapotranspiración, la humedad desaparecía rápidamente.

 

Curso de arena del río Seco de la Aguada

 

 

Otro pequeño curso que también permanecía seco

 

 

Los chicos extremaron cuidados al descender hacia los miradores del Potrero de la Aguada

 

 

El conjunto de formaciones geológicas tenía una antigüedad aproximada de 100 a 120 millones de años dejando su testimonio en el espléndido anfiteatro denominado el Potrero de la Aguada, situado en el corazón de la sierra. El conjunto de capas que componían las sierras se elevó a partir de un plegamiento ocurrido veinticinco millones de años atrás, y continúa, imperceptiblemente, levantándose en la actualidad. Luego de los movimientos endógenos que dieran origen a las montañas, la erosión ocasionada por el agua y el viento, generaron quebradas y valles que sacaron a relucir los cortes sedimentarios.

Sin duda, el gran desierto rojo había sido alguna vez un vergel cubierto de vegetación con ríos y lagos donde vivieron varias especies de dinosaurios. Pero al levantarse la cordillera de los Andes el clima de la región cambió sustancialmente, además de elevar los estratos sedimentarios que permitieron llevar a la superficie los restos fósiles de la flora y fauna de otros tiempos geológicos, tal cual lo sucedido en Ischigualasto (San Juan) y Talampaya (La Rioja).

La formación de mayor antigüedad era Los Riscos. De lejos podían verse elevados acantilados conformados por grandes bloques sedimentarios.

 

 

Incontables capas de sedimentos al descubierto semejando un pastel de hojaldre

 

 

 

Con Ludmila y Laurita en uno de los miradores del Potrero de la Aguada

 

 

Mirando hacia abajo

 

 

Lugar elegido por Adolfo Aristarain para filmar secuencias de la película “Un Lugar en el Mundo

 

 

Martín, muy entusiasmado, se nos adelantaba permanentemente

 

 

Los farallones, con sus acantilados, cornisas y terrazas de color rojo intenso, apenas cubiertos de vegetación, formaban un inmenso anfiteatro natural.

 

 

 

Anfiteatro natural del Potrero de la Aguada

 

 

En otro mirador con Ludmila, Martín y Laurita

 

 

La formación geológica El Toscal, ubicada en la zona de acceso al Potrero de la Aguada, poseía una antigüedad de ciento diez millones de años. Estaba compuesta por grava y arena que en algún momento había formado parte de un río. Pero como consecuencia de la erosión fluvial y la disgregación de las rocas, no poseía restos fósiles. Debido a la abundancia de carbonato de calcio se diferenciaba de las demás por su tono blancuzco.

La formación Jume, con una antigüedad de ciento veinte millones de años, estuvo originada por la acumulación de arenisca, arcilla y fango en la cubeta sedimentaria; y se creía que había sido surcada por ríos de gran caudal cuya erosión, sumada a la eólica, habrían generado los sedimentos. Y esa era la formación que se caracterizaba justamente por su riqueza en materia de fósiles, habiéndose rescatado allí, tanto restos de vegetales como de dinosaurios y huellas, con diferente grado de conservación.

 

 

 

 

 

HUELLAS DE NUESTRO PASADO

LEYENDO LAS TRAZAS FÓSILES

Millones de años atrás…

Los seres que habitaron esta región dejaron diversos rastros de su presencia,

 entre otros huesos fosilizados y distintos tipos de huellas y trazas fósiles;

como las que se observan en la foto y en el suelo frente a Usted.

La formación geológica El Jume, donde Usted se encuentra parado;

fue originalmente un barreal,

esto significa que las lluvias arrastraron gran cantidad de sedimento

 depositándolo en el fondo de una cuenca o valle.

En este ambiente se formaban grandes charcos que se secaban progresivamente

y en estos sedimentos quedaron enterrados restos de vegetación

y dejaron sus marcas los animales que allí habitaron.

En los períodos entre temporadas de lluvia y de sequía,

grandes dunas avanzaron sobre estos barreales

sepultando todas esas marcas y resguardando sus formas.

En el ambiente entre dunas, donde la humedad se conservaba en pequeños charcos, habitaron organismos parecidos a los gusanos actuales, que dejaron marcas en el barro del fondo,

los que con el tiempo se compactaron y se convirtieron en roca sedimentaria.

Conservar esto es cuidar y valorar nuestro pasado…

 

 

Tronco fosilizado en la formación El Jume

 

 

La formación de menor edad, era la Lagar, compuesta por arena y fango originados por arrastre de cursos fluviales y como depósito, en zonas lacustres. Se caracterizaba por contener colores rojizos, verdes y amarillentos al mismo tiempo. Allí fueron encontrados restos fósiles muy bien conservados en una cuenca originada por la acumulación de sedimentos en el lecho de un lago de aguas estancadas, que a lo largo de miles de años se habían evaporado.

Entre los tantos restos fósiles hallados, se encontraban troncos y raíces petrificados, placas rocosas con improntas de la posible acción de gusanos, dinosaurios y reptiles voladores como el curioso Pterodaustro Guiñazui, que vivió en el Cretácico Inferior, y se caracterizaba por sus notables mandíbulas recurvadas hacia arriba; y dos especies de pterosaurios o lagartos alados, que existieron durante toda la era Mesozoica, uno de los cuales tenía una dentición peculiar, con barbas que formaban una especie de canasto, la cual le servía para retener los microorganismos de los que se alimentaba filtrando agua.

 

Diversas manifestaciones fósiles a cada paso

 

 

Pero el Parque Sierra de las Quijadas no constituía solamente un paraíso para los paleontólogos, sino también para los estudiosos de los ecosistemas actuales, ya que se había creado para conservar especies endémicas (exclusivas del lugar) y otras vulnerables o en vías de extinción. Y a pesar de la aparente escasez de flora y fauna, se trataba de una zona muy rica destacándose por ser un ecotono entre el Chaco Semiárido y el Monte de Llanuras y Mesetas, donde convergían especies de ambas ecorregiones.

 

Los arbustos insignes de la ecorregión del Monte y Mesetas eran las jarillas, mientras que los ejemplares característicos del Chaco Seco lo eran los algarrobos y quebrachos blancos, a los que se unían varias plantas endémicas como la zampa, el romerillo y la rosetilla o mata piedra.

 

 

Una verdadera área de transición entre dos ecorregiones

 

 

Estepa arbustiva con plantas espinosas y de sabor amargo

 

 

Plantas halófitas en un cauce abandonado

 

 

Diversas plantas xerófilas (resistentes a las zonas áridas)

 

 

Las jarillas eran arbustos ramosos que eran utilizados como fuentes de combustible, así como la sustancia resinosa contenida en sus hojas se utilizaba como remedio veterinario para caballos y mulas. Mientras que su infusión era consumida contra el cólera, las fiebres intermitentes y para remitir el dolor causado por luxaciones y fracturas.

 

Jarilla hembra (Larrea divaricata)

 

 

Chañar (Geoffroea decorticans)

 

 

Cactáceas y otras plantas xerófilas

 

 

Arbusto de troncos retorcidos

 

 

Ya se habían censado en el Parque más de ciento cincuenta especies de aves, y esa gran diversidad se presentaba por verse favorecidas por las condiciones del lugar que les facilitaba su alimentación, reproducción y refugio, siendo las más significativas el caserote castaño y el verdón, la chuña chica, el hornero, el loro barranquero, las martinetas, la monterita canela y la de collar, el ñandú, el vencejo de collar, los cóndores y las águilas moras. Entre las aves de escasa distribución y con un estatus de “especie problemática” se destacaban la dormilona gris; el águila coronada categorizada internacionalmente como “vulnerable”; el halcón peregrino; el canastero castaño, considerado “vulnerable” y únicamente amparado por este Parque y El Leoncito; el cardenal amarillo, considerado como “en peligro” a nivel internacional y protegido sólo en tres áreas incluyendo esta; y el burrito salinero, sólo amparado aquí. Y en cuanto a otras aves presentes pero escasamente representadas en el sistema de áreas protegidas nacionales cabe mencionar al inambú pálido, el pato gargantilla, el picaflor cometa, el gallito arena, el cachudito pico amarillo, la dormilona cenicienta,  el yal carbonero, el soldadito común, la morenita canela, y el jilguero oliváceo, entre otras.

La fauna del Parque incluía variedad de mamíferos como los armadillos, coipos, corzuelas pardas, gato montés, gato moro o yaguarundí, guanaco, hurón menor, laucha colilarga baya, maras, mulitas, pecaríes de collar, peludos, pichiciego menor, pumas, quirquincho chico, quiyá o nutria, rata vizcacha colorada, tateto o morito, zorrino chico, zorros grises... Entre los roedores muy poco representados en las demás reservas y parques nacionales se encontraban el conejo de los palos, el tuco-tuco cuyano, la rata vizcacha grande y la laucha de Roig, estas dos últimas sólo amparadas en este Parque. Y se suponía que podrían existir más poblaciones de mamíferos chicos, como roedores o murciélagos refugiándose en los recovecos de los inmensos farallones aún inaccesibles para los científicos.

Entre los reptiles que habitaban allí se encontraban el geko y otros tipos de lagartijas, el matuasto, y algunas culebras y víboras como la falsa coral y la boa de las vizcacheras o ampalagua, esta última encontrándose en condiciones críticas, categorizada a nivel nacional como “en peligro”, por el alto valor de su cuero. Pero la más afectada, sin duda, era la tortuga de tierra, considerada “en peligro” a nivel internacional y “vulnerable” en la Argentina, por haberse convertido en una de las mascotas silvestres más preciada.

Así lo indicó el guía, pero los chicos se decepcionaron porque no vimos absolutamente ninguno. Tal vez por la hora, aunque seguramente muchos de ellos estaban mimetizados con los arbustos, agazapados detrás de ellos, o bien, debido a estar en vías de extinción, su número ya era muy escaso.

 

 

Gran parte de la fauna se mimetizaba con la vegetación

 

 

Si bien dentro del Parque se podían hacer más recorridos, varios de ellos implicaban permanecer el día entero y tener mejor disposición física. Por lo que pasado el mediodía, cuando ya las piernas, el estómago y las bocas secas lo pidieron a gritos, regresamos a la playa de estacionamiento y buscamos nuestras viandas para tener un apacible almuerzo en el área de quinchos.

 

 

 

Martín junto al vehículo que nos transportaba en la playa de estacionamiento del Parque

 

 

Laurita y Ludmila en la mesa del quincho que ofrecía el Parque

 

 

Ya saliendo del Parque visitamos un centro de información construido en piedras lajas encajadas, sin ningún tipo de cemento, tal cual lo hacían los pueblos originarios.

 

Edificación realizada en base a piedras lajas encajadas, sin cementación

 

 

Con Ludmila, Martín y Laurita junto a la pared de lajas encajadas

 

 

 Allí se nos informó acerca de las lagunas o bañados de Huanacache, otrora lagunas encadenadas que abarcaban el noreste de la provincia de Mendoza, el sudeste de la provincia de San Juan, y el noroeste de la de San Luis, sector este que pasó a pertenecer al Parque Nacional Las Quijadas. Esas lagunas habían estado habitadas por el pueblo Huarpe, que las navegaba con embarcaciones semejantes a los caballitos de totora que usaban los Uru en el lago Titicaca. Pero desde fines del siglo XIX dichas cuencas lacustres se fueron secando debido a la sobreexplotación de las aguas de los ríos Desaguadero, Mendoza y San Juan, por lo que desde 1999 fueron integradas al sistema Ramsar, cuya misión era la conservación y el uso racional de humedales mediante acciones locales y nacionales con cooperación internacional.

Junto al edificio de piedras se exponían algunos tradicionales vehículos utilizados en la zona, como el sulky y el carro.

 

 

El Sulky

Puesto “El Remanso. Lagunas de Huanacache”

 

 

Con Martín y Laurita que hacía como que tiraba del carro

 

 

De repente se levantó viento, y Laurita salió corriendo a buscar su sombrero

 

 

Cerca de allí se encontraba la Escuela Rural Nro. 137 “Ministro José M. Ojeda” y algunas pocas viviendas alimentadas en base a energía solar o eólica.

 

Escuela Rural Nro. 137 “Ministro José M. Ojeda”

 

 

Pantalla solar, ideal para una zona con tanta heliofanía

 

 

Molinillo que con pequeñas ráfagas de viento podía generar energía de consumo doméstico

 

 

La visita al Parque había sido una experiencia increíble, muy difícil de expresar con palabras. Habíamos aprendido mucho acerca de la geología, la paleontología, el clima, la hidrografía y la biogeografía del lugar; y habíamos aprehendido el paisaje con todos nuestros sentidos.

Habíamos visto inmensos farallones de color rojo intenso, con variadas formas, con el fondo de un cielo azul intenso, pudiéndolos capturar con la cámara fotográfica.

Habíamos sentido en nuestras manos la aspereza de las rocas al apoyarnos en ellas para que nos sostuvieran, y evitar así alguna caída.

Habíamos cerrado nuestras bocas para escuchar los silbidos del viento cuando pasaba entre los farallones.

Nos habíamos detenido a oler el aroma de plantas extrañas para nosotros, quienes habitábamos en una zona húmeda.

También habíamos sentido en nuestros labios cortajeados un intenso sabor salado que nos obligaba a hidratarnos constantemente.

Y por sobre todas las cosas habíamos disfrutado de nuestra compañía, algo absolutamente independiente del lugar en que nos encontráramos. ¡Qué más podíamos pedir!

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