sábado, 7 de mayo de 2022

En San Pedro y Santa Vera Cruz

   San Pedro era un pequeño pueblito que se encontraba al final del Camino de la Costa Riojana, a 1500 m.s.n.m., y en 2010 tenía una población aproximada de trescientos habitantes.

Lo más destacable era su templo, que databa de 1895, y que fuera ideado por el presbítero Francisco Reyes Díaz. Las torres habían sido construidas en la segunda mitad del siglo XX, y en el extremo superior de su fachada de piedra se destacaba la imagen de San Pedro en actitud apostólica, colocada en 1977. 

 

Iglesia de San Pedro

  

Y como no podía ser de otra manera, la iglesia se encontraba frente a una coqueta y cuidada placita, casi más grande que el pueblo.  

Plaza de San Pedro, casi más grande que el pueblo

  

Las casas tradicionales se habían construido con paredes muy anchas y sin ventanas, para poder soportar las amplitudes térmicas de la zona, cuando no existía aún energía eléctrica.  

Casa tradicional en el norte de la costa riojana

  

Muy próxima a San Pedro, enclavada entre montañas, se encontraba la localidad de Santa Vera Cruz, de apenas ciento veinte habitantes estables.   

 

Santa Vera Cruz, enclavada en medio de las montañas riojanas

 

Muchas casas y corrales estaban hechos con pircas, que eran piedras encajadas sin ningún tipo de cemento, y otras estaban unidas con barro. Pero para que no se volaran durante las tormentas, les ponían piedras sobre los techos.  

Casas de pircas en Santa Vera Cruz con pierdas sobre los techos

  

Algunas de las casas de pircas eran confortables en su interior, por contar con todas las comodidades requeridas para el lugar, pero otras eran muy precarias. De todos modos, eran mucho más resistentes que las construidas en madera.   

Viviendas precarias de madera en medio del bosquecillo

  

En toda la zona percibimos un ambiente tranquilo, silencioso, con aroma a verde. Un verdadero oasis en el desierto riojano, donde se producían frutales de pepita y de carozo.  

Se producían frutales de pepita y de carozo

  

En medio de un gran valle, el pueblo se desplegaba sin mayores simetrías a través de callecitas de tierra que subían y bajaban al antojo de las ondulaciones del terreno. Las casas estaban muy espaciadas unas de las otras, con extensos terrenos abiertos a su alrededor, algunos cubiertos de flores y otros sembrados con fines de subsistencia.  

Viviendas dispersas en Santa Vera Cruz

 

Las precipitaciones en este lugar alcanzaban apenas a los 200 mm anuales, predominando en primavera y verano.  

Espléndido día primaveral en Santa Vera Cruz, con el marco del Velazco

 

El pueblo contaba con una sola vía asfaltada, que era el eje a la vera del cual predominaban las construcciones. Todo lo demás era de tierra. Y eso invitaba a hacer caminatas, sin ruido ni smog en un clima templado a 2.000 metros de altura.   

Calles de tierra en soledad absoluta en Santa Vera Cruz

  

Pero el mayor atractivo que llevaba turistas al pueblo, no eran todas esas virtudes de tranquilidad, aire puro y paisaje de montaña, sino un castillo levantado por Dionisio Aizcorbe, un ermitaño oriundo de la provincia de Santa Fe, que se instalara en este paraíso en 1979. Esa singular morada había sido construida con sus propias manos al pie de los cerros, en las afueras de Santa Vera Cruz, rodeada de álamos, sauces, nogales y cardones. La puerta de acceso constaba de un portón de hierro y en el arco superior, había una leyenda que rezaba: “Homenaje a Vincent van Gogh”. Y encima de ella había unas aspas de molino pintado de color amarillo, anaranjado y ocre, similar a los que inspiraran al pintor.  

Todas las paredes exteriores de la casa de Dionisio estaban cubiertas por diferentes esculturas. Una de las fachadas tenía tallada una serie de dibujos con forma de máscaras de color rojo, negro y blanco con reminiscencias africanas; también había un mandala, la leyenda de Osiris, un útero… Pretendía ser un homenaje al arquitecto catalán, Antonio Gaudí.

Luego de atravesar el portón principal desembocamos en un pequeño jardín donde continuaba habiendo esculturas. Hacia la derecha estaba la figura de buda junto a otras tantas orientales; y frente a ellas, la representación del vía crucis. Ese acceso continuaba con un pasadizo de columnas rematado en el techo por una escultura de un barco vikingo, que conducía hasta la puerta de entrada al castillo. 

Entrada al Castillo de Dionisio

   

Esculturas del Castillo de Dionisio, un verdadero cambalache

  

El Buda y otras escultura orientales

  

Dionisio Aizcorbe había sido escritor, filósofo y fotógrafo aficionado, y había ilustrado los libros de Ludovica Squirru. Vivía absolutamente solo y recibía la visita de médicos ayurvedas de la India para escuchar sus charlas sobre reencarnación, entre otros temas por el estilo. Y su filosofía era “Como un Hombre Piensa. Así es su vida” basándose en el libro del inglés Allen James, escrito en 1902. Y en esto me permito coincidir, ya que a través de ese castillo, particularmente a mí, me demostraba que se trataba de un delirante, arruinando un paisaje maravilloso con semejante elefante blanco.

Cuando nosotros nos encontrábamos allí, en el año 2010, hacía ya cinco años que Don Dionisio había fallecido después de veintiún días de ayuno. Y su castillo se encontraba en completo abandono.

Al mediodía decidimos volver a tomar la RN 75, hacia el sur. A nuestra derecha teníamos las laderas del Velazco, y en el cielo bien celeste las nubes parecían formar la bandera argentina.

 

Laderas del Velazco en un espectacular mediodía de septiembre

  

Estábamos a fines de septiembre y no había habido prácticamente precipitaciones desde el mes de abril, por lo que muchas plantas, ya de por sí espinosas, se presentaban muy secas y de color marrón.  

Cardones y otras plantas xerófilas a fines de la estación seca

  

Y siendo ya el mediodía, entramos a Anillaco para tener un relajado almuerzo.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario