miércoles, 13 de marzo de 2024

¿El único riesgo es que te quieras quedar?

  El sábado 14 a los ocho de la mañana estábamos nuevamente en el terminal de ómnibus de San Juan de Pasto. Todos gritando los destinos desde las boleterías. ¡Insoportables!

Nos ofrecían pollo, huevos, carnes y pescado como desayuno; pero simplemente tomamos un café que parecía té, con un panecillo.

Por el viaje a Cali en buseta nos pedían desde 45.000 hasta 70.000 pesos colombianos. Optamos por el más barato, el servicio de la empresa Belalcázar, e hicimos tiempo desde las ocho y cuarto hasta las diez de la mañana, tomando un exquisito jugo de lulo.

Apenas al salir del terminal de Pasto, la Policía Militar subió a la combi. Pidió la identificación y supuestamente los controlaba con una especie de celular. Éramos los únicos con pasaporte. Luego hicieron bajar a todos los pasajeros y tras revisar el equipaje despachado, comenzaron a llamar a cada uno para devolverle el documento. A nosotros nos dejaron para lo último y nos pidieron los certificados de vacunas. Tras entregar el de la fiebre amarilla, que era recomendable para ingresar a Colombia pero no obligatorio, nos exigieron el carné de vacunación con todas las vacunas de la infancia más influenza, hepatitis A, B, C, D y Z… Y al no contar con tales certificados nos llevaron a una pequeña oficinita y nos dijeron que estábamos en infracción. Que lo que correspondía era que nos deportaran con una multa de quinientos dólares cada uno y la prohibición de ingresar a Colombia por dos o tres años. Yo dije que había consultado en la embajada en Buenos Aires, y no existía esa exigencia, pero que si tenía que deportarnos lo hiciera…

El tipo, fuertemente armado, dijo que la indicación estaba en la página de internet y que eso era obligatorio en todo el mundo.

Le dije que pensábamos ir hasta Cartagena de Indias, pero que si no podía ser, pasaríamos nuestras vacaciones en Ecuador.

Me preguntó qué proponía para solucionar el tema, a lo que le contesté que la única solución era que nos llevaran al hospital y nos dieran todas las vacunas juntas.

Insistió en que debía proponer una solución, y yo en que no sabía cuál, que no se me ocurría nada… Y así una y otra vez. Parecía una conversación de sordos.

A todo esto Omar permanecía en silencio pero mirándolo fijo, casi fulminándolo con la mirada, por lo que evidentemente no se animaba a dirigirse directamente a él. Tal vez pensara que yo, como mujer, me iba a asustar e iba a rogarle a Omar para que le diera dinero; pero soy argentina, es más, de origen italiano, y no me iba a amedrentar como solía ocurrir con las mujeres de la región andina. Muy por el contrario, cada vez le contestaba en voz más alta.

Y como no le daba pie a resolver nada, decidió preguntarle a Omar a qué nos dedicábamos. Él le dijo que éramos profesores universitarios y que una colega nos esperaba en Cali para que diéramos una conferencia, lo que era absolutamente falso. Y agregó que habíamos estado en otras oportunidades en Colombia y que no nos habían pedido semejante cosa. A lo que el oficial adujo que con el cambio de presidente se habían modificado las normas, y que viniendo por avión y fuera de época de vacaciones, no era tan determinante.

Ya habían pasado más de quince minutos y la Trafic debía irse. Entonces apareció un ayudante para saber si tenía que proceder a bajar nuestros bolsos. El muchacho preguntó si teníamos el sello de Migraciones, a lo que el oficial le hizo seña de que sí, con un gesto como de lamento, ya que no nos podían correr por ese lado.

Entonces, ante el apuro, fue directamente al grano y le dijo a Omar que la solución podía ser arreglarlo con dinero. Él sacó lo que llevaba en el bolsillo de la camisa, que era poco más de veinte mil colombianos (equivalentes a 10 U$S), pero “la autoridad” reclamó dólares contantes y sonantes. Le dijimos que no teníamos, por lo que el hombre se justificó como que era muy poco para saldar semejante delito, diciendo sorprendido e indignado:

-“¿Cómo que no tienen más?”

Entonces yo, con temor a que nos palparan porque llevábamos los dólares repartidos por todo el cuerpo, pero utilizando la estrategia de la vieja frase “la mejor defensa es un buen ataque”, me enojé más que él, y le grité:

-“¡¿Cómo quiere que tengamos más efectivo si tratamos de sacar dinero en el terminal y no pudimos?! ¡Es una verdadera vergüenza que no exista un cajero plus en un sitio como este!”

El tipo quedó perplejo. Supongo que no muchos se le hubiesen animado a tratarlo así. Y confundido y resignado balbuceó:

-“Bueno, denme eso y vayan. Pero en Cali compren un certificado de vacunas porque lo importante es conseguir el papel y no que se las hayan aplicado”.

Calladitos subimos a la buseta y partimos. Y en el camino me quedé pensando largamente y felicitándome de no haber llevado a mi hijo Martín a Colombia, porque debido a su autismo hubiese tenido una crisis al sentirse amenazado con arma larga y encerrado en tal diminuto cubículo. Y la decisión la había tomado en razón de que en Bogotá más de una vez, primero me habían apuntado para luego pedirme la documentación o indicarme alguna prohibición no escrita. Porque en realidad, no iba a rasgarme las vestiduras como si en la Argentina la policía y la gendarmería no requirieran de coimas para solucionar “problemas”, pero la diferencia estaba fundamentalmente en las formas. Por lo menos los nuestros eran más amables y creativos. A veces hacían tango, es decir, que se ponían en víctimas y pedían una colaboración por su bajo presupuesto o salarios, o bien inventaban alguna rifa inexistente… Era sólo una cuestión de diplomacia.  

Sembrados a la salida de San Juan de Pasto

  

Volvimos a tomar la carretera Panamericana. El camino era increíble, con mayor densidad de cordones montañosos y cantidad de curvas que en el tramo entre Otavalo y Pasto. Pero prácticamente no pude tomar fotografías debido a la velocidad a la que íbamos.

Varias veces la Policía Militar paró al vehículo y nosotros temblábamos porque temíamos que nos buscaran alguna otra excusa para volver a robarnos a mano armada; en especial porque ya estábamos cruzando el río Patía, una zona absolutamente inhóspita.

Luego entramos en el extenso valle longitudinal que corría entre el cordón occidental y el cordón central de los Andes Colombianos, donde la vegetación se volvió totalmente exuberante.  

Vegetación exuberante en los Andes Colombianos

  

La ruta estaba destruida en varios tramos debido a las copiosas lluvias estacionales. Y el hecho de ser camino de montaña la hacía sumamente peligrosa.  

Camino carcomido por la erosión hídrica

  

Cuando estábamos cerca del río Timbo, la buseta se paró por inconvenientes mecánicos. Nosotros aprovechamos para bajarnos y tomar un poco de aire mientras el conductor munido de una caja de herramientas resolvía la situación. Pero la mayoría de los pasajeros se quedó a bordo por temor a ser víctimas de algún robo por parte de supuestos fugitivos, tal como si estuviéramos en el Far West. Por suerte todo salió bien y en poco tiempo más llegamos a Popayán.  

Cercanías de Popayán

  

Viviendas precarias inundables a la vera del río Cauca en Popayán

  

Habíamos llegado al valle del Cauca. Las condiciones de pobreza se evidenciaban a cada paso, a pesar de la aparente benevolencia de las condiciones naturales.  

Gran biodiversidad en el valle del Cauca

  

El cielo había comenzado a mostrarse tormentoso y tras una garúa persistente la camioneta volvió a quedarse en dos oportunidades más. 

Nubes de tormenta en el valle del Cauca

  

Como era de esperar en la región, poco tiempo después volvió a despejarse y el sol nuevamente iluminó las laderas de los imponentes cordones andinos. 

Verdes laderas de los cordones andinos colombianos

 

 

Cultivos tropicales en el valle del Cauca

 

Debido a la cantidad de “controles” de la Policía Militar, las malas condiciones del camino y a los inconvenientes mecánicos de la buseta, llegamos a Cali cuando se estaba poniendo el sol. ¡Habíamos tardado ocho horas en hacer menos de cuatrocientos kilómetros! 

Atardecer en las proximidades de la ciudad de Cali

 

Al llegar, agotada por el trajín del día, olvidé mi campera en el vehículo, y a pesar de haberla reclamado insistentemente, nunca me la devolvieron.

Justo una semana después de nuestro paso por el departamento del Cauca, exactamente el 21 de enero de 2012, hubo un atentado de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), que además de dejar como saldo tres muertos y varios heridos, entre miembros guerrilleros y militares, obligó al cierre de los aeropuertos de la región por quedar destruida una torre de comunicaciones relacionada con uno de los radares más importantes del país. Y por otra parte se declaraba el toque de queda en los distritos 13 (Cauca) y 14 (Bahía Portete), deteniendo irregularmente a ciento treinta menores.

Con todo esto, el slogan de promoción al turismo de Colombia que decía “El único riesgo es que te quieras quedar”, resultaba ridículo.

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