Quienes habíamos nacido y vivíamos en Buenos Aires considerábamos que
ninguna otra ciudad en el planeta tenía noche. Porque cuando en todo el mundo
se estaban yendo a dormir, en BA la noche todavía estaba en pañales. Diariamente
en los hogares de Buenos Aires se cenaba entre las nueve y diez de la noche, y
en las calles había plena actividad hasta entradas horas de la madrugada.
Muchos espectáculos, como cines y teatros, comenzaban sus funciones a
medianoche. Los boliches bailables, muchos bares y restoranes atendían durante
toda la noche, lo que resultaba inigualable. Y esa falta de vida nocturna era
lo que más extrañábamos cuando salíamos del país. Así que, como nos había
pasado en tantos otros lugares, las noches quiteñas nos parecieron muy cortas. No
obstante, existían centros de diversión mayores que en otras ciudades
latinoamericanas.
El centro de entretenimiento más importante de Quito era el barrio de
La Mariscal, donde se podían hacer compras de todo tipo, comer, beber y bailar.
Justamente porque había de todo, se lo denominaba “la Zona”.
Y por allí circulaban locales y extranjeros debido a la diversidad de
opciones tanto culinarias como artísticas, a la amplia gama de hoteles y
hostales, agencias de viajes, escuelas de idiomas, tiendas de artesanías y ropa
de diseño. También contaba con varias entidades bancarias y muchos otros
servicios.
En cuanto a música podían escucharse desde los ritmos tradicionales del
Ecuador hasta la salsa, el merengue y el rock. Y los espacios culturales iban
desde lo “under” hasta lo institucional.
Todos los días íbamos a cenar a La Mariscal, y en una oportunidad, lo
hicimos en una pizzería que resultó ser de un argentino. Y si bien en los
boliches se podía bailar hasta las seis de la mañana, los restoranes no
extendían su atención hasta más allá de las once de la noche.
Y la última noche que estaríamos en Quito, a
modo de despedida, Paola Maldonado nos llevó en su auto a recorrer diversos
barrios de la ciudad y a tomar fotografías nocturnas del centro histórico.
Todos
los templos estaban iluminados con luces de colores
Era realmente una maravilla ver todos los
templos iluminados en la ciudad de las
campanas. Y no sólo los turistas disfrutábamos de ese placer sino también quiteños
que sabían apreciar los valores
de su hermosa ciudad.
Eran
muchos quienes salían a ver el espectáculo de la ciudad iluminada
Museos,
hoteles y casas también están iluminados
No podíamos dejar de ir a la Plaza Independencia donde pudimos apreciar
a la Catedral Metropolitana, que se lucía más de noche que de día.
Catedral
Metropolitana
Y después de un interesante paseo, Paola nos
invitó a cenar a la fonda quiteña llamada
“Hasta la Vuelta, Señor…”, en honor al Padre Almeida, símbolo de las noches de
Quito, y que también funcionaba solamente hasta las diez u once de la noche.
Con
Omar, Paola y Martín después de la cena
Mientras probábamos exquisitos platos
regionales, Paola nos relató la leyenda del Padre Almeida, clérigo quiteño de
finales del siglo XVII, quien de un novicio recatado pasara a ser el más pícaro
y divertido, por la influencia de sus propios compañeros.
Si bien las noches de juerga entre algunas
devotas y los frailes de diferentes congregaciones eran ocasionales, para el
Padre Almeida se habían convertido en diarias. Debido a su buen porte, pulsar
muy bien la guitarra y tener buena voz, llegó a ser el predilecto de las
damiselas que se disputaban el turno de los mimos.
Como los superiores sospecharon de estas
andanzas, levantaron los muros con lo cual era más difícil escaparse. Entonces
fue así que el Padre Almeida recurrió a la imagen de un gran Cristo de madera a
modo de escalera para subir hasta la ventana ubicada en el Coro de la Iglesia,
y desde allí poder saltar a la calle. Y tanto abusó de ese recurso que cansada
la imagen de Cristo de que usara su hombro como peldaño, una noche le imploró:
-“¡¿Hasta cuándo padre Almeida?!” A lo que el clérigo le contestó: -“¡Hasta la
vuelta, Señor!”
Y una de las tantas noches, al volver a la
iglesia absolutamente borracho, le pareció presenciar su propio funeral, y
pensó que eso sería una señal. Volvió a deslizarse por el Cristo de madera,
pero esta vez le pidió perdón por todas sus faltas, y desde entonces se
convirtió en el más devoto de los penitentes.
Así que era evidente, que a pesar de lo que
opinemos los argentinos, las noches quiteñas tenían lo suyo; y que no se trataba
sólo de los nuevos tiempos, sino que había sido desde siempre…
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