Salimos
a la mañana muy temprano y pasamos por áreas de cultivo de arroz, que requerían
de calor y gran cantidad de agua.
Se
trataba de una región de grandes precipitaciones con terrenos de escaso
declive, por lo que muchas casas estaban preparadas para soportar las
consecuencias y habían sido construidas en forma de palafito, con pilares de la
altura de las crecidas.
A
las inundaciones se les sumaba la prevalencia de población con necesidades básica
insatisfechas, en particular, los trabajadores de las plantaciones.
A la
vera del camino, sendos puestos informales, ofrecían diversas comidas como
caldo de torreja, seco de carne, corvina frita, además de gaseosas y jugos naturales
de frutas.
Nos
dirigimos hacia el norte, por la ruta número veinticinco. En muchos de los
pueblos que atravesamos, había ferias y mercados callejeros donde se vendía
absolutamente de todo.
Muchas
localidades aun continuaban inundadas. Dicho fenómeno se producía habitualmente
entre enero y abril, mientras que, en el resto del año, si bien no había una
estación absolutamente seca, las lluvias eran moderadas o escasas.
Las
características climáticas y la fertilidad de los suelos permitían una
importante producción de tipo tropical, que en muchos casos era de
subsistencia. Y eran un ejemplo las casas, que, con sus pilotes, estaban
construidas en medio de los campos de cultivos.
Muchas
construcciones eran de madera con techo de chapa. Si bien en parte eran más
endebles, la madera aislaba el calor tal como ocurría con las cañas, cuando no
se disponía de aire acondicionado u otros elementos de refrigeración.
Estamos
en la ruta de los bananales. Una de las principales empresas allí instaladas era
Dole, que también se había constituido en la mayor exportadora.
En
Ecuador, como en el resto de los países andinos del Pacífico, no había fábricas
de automóviles, y la mayor demanda era cubierta con automotores de origen
asiático. El caso de Toyota era uno de los más destacados.
Muchos
pueblos y caseríos, producciones tropicales, con alta densidad rural, fue lo
que pudimos observar a lo largo de todo el camino.
A
medida que transcurrían las horas, la temperatura aumentaba y la humedad no
disminuía. Por otra parte, el micro no era muy confortable, así que el calor de
la tarde fue realmente agobiante. Y una nueva tormenta nos amenazaba.
Evidentemente
la naturaleza ofrecía lo que se necesitaba en cada lugar, porque consumir
plátanos, que aportaban magnesio al organismo, ayudaba a que uno recuperara las
fuerzas perdidas por la deshidratación.
Plátanos
a la parrilla, asados, fritos, dulces, salados, en forma natural o secos
envasados como papas fritas, se consumían en forma permanente. Muchos platos
los contenían enteros, mientras en otros aparecían pisados o hechos bolos con
carnes en su interior. También podían consumirse caldos o sopas elaboradas con
bananas de diferentes variedades. Eso era lo extraño para los argentinos, que,
si bien importábamos bananas de Brasil y de Ecuador, sólo las comíamos crudas
como postre.
Pero
no todo era pobreza en la zona de las plantaciones, sino muy por el contrario,
una pequeña franja de la población gozaba de todos los beneficios de los
grandes negocios que allí se realizaban.
Islas de lujo en un mar de pobreza
Sólo
con una parada en Quevedo para comprar alimentos y pasar por los sanitarios,
continuamos viaje. Pero el camino de montaña no lo pudimos apreciar ya que en
ese tramo se hizo de noche.
Cuando
llegamos a Quito nos alojamos en un hotel pequeño, con decoración autóctona y
muy bien atendido, que nos había reservado Paola Maldonado, geógrafa a quien no
conocíamos personalmente sino sólo a través de la Red Humboldt.
Martín en el hotel de Quito
Y ya
siendo muy tarde, cansados por el viaje y algo mareados por la altura, nos
sumergimos entre las sábanas y permanecimos allí hasta la mañana siguiente.
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